Teléfono

Todo lo que escribo es cierto en el momento en que lo escribo, si bien también es cierto que al mismo tiempo es mentira. Porque todo lo que escribo ya lo escribieron antes otras y otros, con el mismo estilo o con uno diferente según la época o el siglo, con las mismas palabras consabidas o con palabras más antiguas, de aquellas anteriores a la extinción de los sinónimos.

Así, golpe a golpe, texto a texto, voy rellenando los huecos que me quedan en este papel lleno de tachones en que consiste mi vida y en esta conversación ininterrumpida que a veces sucede por teléfono.

Entonces, cuando se revisa la biografía —un ataque de nostalgia, una duda empedernida, un silencio interminable— el teléfono te devuelve el error exacto de la camiseta que no llevabas aquel día, la pregunta que dejaste respondida a medias, el punto escapado de su renglón y todas las comas mal puestas en cada frase de amor franqueadas en destino.

Todo lo que pongo detrás de un buenos días está siempre confundido con su correspondiente mentira o, en el peor de los casos, aturullado alrededor de supuesta literatura. Pero me consuela pensar que también a los antiguos escribas les salían torcidos los dibujitos de corazones que pasaban como un secreto a sus amores sin correspondencia en su papiro dobladito.

Nunca he dicho escrito nada nuevo y todo lo que he escrito dicho acabará siendo mentira cuando los números de teléfono de la esperanza cambien nuestros dígitos y cada llamada se resuelva en un problema de cobertura.

A pesar de todo, entretanto llegan los finales posibles y ya conocidos, quiero seguir llenando de siglas los siglos que vivo pendiente del aparato y de su nivel de batería, deseando que inventen un chip portentoso que nos permita comunicarnos con el pensamiento.

Porque entonces sabrás, a ciencia cierta, que no es mentira lo que te escribo y que no necesito teléfono para decirte siempre lo que siempre decimos todos, eso que siempre te digo.

Telefonía (Jorge Drexler, Salvavidas de hielo, 2017)

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