Fotografía

Dudo si eres tú la que sale en la foto. Ni aquel pelo negro, ni la silueta retorcida en una pose de difícil equilibrio, ni los ojos melancólicos de otro tiempo.

Te sostengo apenas en la risa divertida que me sobresale por debajo de las gafas y gracias al bromuro de plata el momento parece que esté sucediendo ahora y trascendiendo los años.

En este tiempo de canciones me ha asaltado un fotograma aislado. Una fiesta, quizás, no recuerdo, como no recuerdo la edad adolescente y relativa que estábamos teniendo cuando alguien anunció, cámara en ristre, que miráramos a ese futuro que tal vez sea hoy.

Ni el tono melodioso de tu voz, ni mi propensión a escribir a deshoras, ni la promesa de seguirnos mandando mensajes de amor electrónico cuando cumpliéramos noventa años.

Aquellos amigos cotidianos comunes han ido dejando de ser comunes, de ser cotidianos y de ser amigos, en ese orden, y nuestros pasos recorren otras viviendas en otros barrios de otras ciudades. No sé si sigues soñando con ser cantante, yo he dejado de soñar con que mis palabras sirvan para algo.

El color pardo fagocita detalles y la memoria reinventa las conversaciones aquellas de cuando la noche estaba contenida en el cono de una lámpara, suavemente matizada por un tul anaranjado que le daba a la escena la textura de un sueño.

Me mandaste a dormir y yo quería seguir despierto cuando te dije que a tu lado era imposible conciliar el sueño. «Contigo», respondiste, «es imposible no soñar». Y si bien el arpa de tu pelo me permitió interpretar un lento preludio antes de desembocar en el concierto de los besos, no hubo más remedio que suspender la partitura e interpretar la escena en la que cada uno duerme apenas con el cuerpo en su cama y un mucho con el deseo en la del otro.

Te bajaste del autobús esta primavera, te vi cruzar la calle y perderte tras la primera esquina que retuerce el futuro hacia la derecha. Al día siguiente pregunté a quienes quisieron oír y me confirmaron tu presencia ausente en los alrededores de mi vida con otra vida que ahora se ha vuelto yuxtapuesta.

Durante un instante he dudado, bendita y maldita memoria, de lo que me decía el ayer de mis ojos. Pero no, tú no eras la de la foto. Ni yo tampoco.

Aunque siempre quedará la música, porque es lo último que se olvida.

Queda la música (Luis Eduardo Aute, Queda la música, 1979)

Fotografía (Juanes, Un Día Normal, 2002)
(con Nelly Furtado)

Quién fuera (Silvio Rodríguez, Un Día Normal, 1992)

Entre días

Cuando digo que lo bueno y lo malo de las personas, de las relaciones, de los avatares de la vida, vienen inseparablemente juntos y revueltos, parece que quiero decir que son cosas distintas.

Es más sutil. No se pueden separar los opuestos porque son el mismo. No hay un lado bueno del hombre y uno malo, sino que el hombre es uno, un uno que se sucede en el tiempo.

Los asuntos, las personas, vienen como un todo y, a veces, toca ver la belleza del fuego ardiendo en la chimenea y sentir su calor agradable; otras, en cambio, palidecer de terror frente al incendio. Pero el fuego es el mismo.

Por ejemplo, que todo pueda esperar es, sin duda, una señal de confianza, de tranquilidad, de saber que lo que hay no va a desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Permite encontrar mejor momento, mejores palabras y, cuando llega, abrazarse con más ansia.

Pero que todo pueda esperar es también, al mismo tiempo, una dolorosa falta de urgencia. Colocar delante de todo las otras cosas que no siempre importan, los otros asuntos antes que los que dejan huella, las palabras de ascensor sonando más fuerte que los besos.

La espera es la misma, inseparablemente lenta, con su mismo huracán de la cabeza y sus mismos cambios de ritmo en el corazón. La espera es la misma, pero algunas veces, por predisposición o por cansancio, uno ve las sombras antes que la luz que las crea.

Todo puede esperar, es cierto, estoy de acuerdo. Si bien nos perdemos la terrible y hermosa toxicidad de lo urgente, las palabras revueltas con lágrimas, el corazón latiendo en los labios en mitad de lugares completamente inapropiados para el amor.

Cuando todo puede esperar nos hacemos menos daño, pero nos perdemos las heridas y su certeza de vida. Nos perdemos la intensidad y el drama. Nos perdemos el hilo de voz cuando apenas consigue salir del cuerpo. Nos perdemos silencios que requieren testigos presenciales para conjugarse. Nos perdemos la otra parte de nosotros mismos que no nos damos a conocer.

Aunque, si hay que elegir, así, sin esperas, yo elijo esperar, lo prefiero. Lo prefiero antes, ahora, luego. Prefiero esperar cuando todo puede esperar y el que espera no duda de su paciencia.

Pero sé que algunas veces no todo puede esperar y este calvario de los entre días, esta desazón de la víspera, puede convertir la manía de esperar en un modo de cobardía, en otro más de los ridículos que acometo.

In between days (The Cure, In between days, 1988)

El largo espacio en que no estás

Puede que ese día no haya empezado bien y estorben las reuniones, los minutos se detengan entre lágrimas agridulces o se aceleren con los nervios. Es posible que sea un día de esos en los que las despedidas pesan más que el alma, que se va bajando a los pies.

Llegarás cansada con un cansancio turbio, acarreando pasados que buscan sombra. Llegarás cansada con un cansancio disciplinado por entre las semanas y con la boca seca de tener que respirar por ella. Y yo llegaré cansado también, con un cansancio ondulado que rezuma las vueltas del insomnio, con un cansancio tortuoso por la boca del estómago hecha un nudo de inquietud.

El calor habrá desecho el apetito pero no el deseo, que se irá abriendo camino hacia la punta de mis dedos, que buscará la llave de tu lengua para destapar suspiros. Quizás estemos más a gusto en la cama cuando te tiendas con los ojos cerrados, quizás estemos más a gusto a tientas cuando te vaya subiendo el vestido.

Tal vez ese día no haya empezado bien y esa arena que se escapa de las manos se nos haya vuelto tan viscosa que no nos permita pasar a limpio el borrador de un acto de amor que habremos empezado. Y sonreiremos un lamento por el fracaso y anotaremos sudor en el reverso de la ley del deseo.

Puede que ese día no haya empezado bien y que yo te quite los zapatos con torpeza mientras explota la tarde con su fresa ácida. Puede que tú te enroques en el flanco de la ventana para poner mansedumbre sobre las sábanas humedecidas.

Quizás tengas sueño y tu cuerpo pida abandonarse a mis brazos para el descanso, quizás yo tenga un sueño que se cumple despierto y mis brazos pidan abandonarse a tu cuerpo. Puede que cinco minutos no sean suficientes para encontrar la diferencia entre una multitud pequeña de besos digitales y la sola y larga caricia de una piel que se funde con otra por los dedos.

Seguramente habrá después que restituir el mundo a lo cotidiano, volver a componer el puzle de una cordura que nunca vale lo que cuesta. Seguramente después resumiremos todos los besos en un abrazo final que no sea el último. Seguramente, la vida estará impaciente esperando en la puerta con el motor en marcha y habrá que abrocharse la intuición y agarrarse a las palabras para no permitir que las mentiras nos atropellen.

Puede que ese día no haya empezado bien, puede que su transcurso no sea inocuo. Puede que ese día, que no empezó bien, como tantos otros, sólo haya tenido un rato de cielo. Puede que ese día sea tan mentira como cualquier otro, tan leve como un paso perdido que se da en la arena del rompeolas.

Pero ese día llevará dentro esta verdad que te escribo, esa que sólo las caricias pueden mantener en pie y que no tiene más sitio en donde caerse muerta que el largo espacio en que no estás.

El breve espacio en que no estás (Pablo Milanés, Comienzo y final de una verde mañana, 1984)

Consejo de sabios (Vetusta Morla, Mismo sitio, distinto lugar, 2017)

Flores

Cada paso que damos, cada segundo que transcurre, algo le ganamos a la vida.

Pero, al mismo tiempo, también hay algo que vamos perdiendo, como el oro que, al labrarlo, va soltando esquirlas que eran, en sí mismas, tan hermosas como la medalla que resulta al final.

Como una perla, que al bruñirla suelta esas capas adheridas que la hacían ser única entre todas, mientras que ahora es indistinguible de las otras que se esclavizan en el mismo collar.

La interrogué al mismo borde del paraíso, cuando todo era de color y mi cuerpo no pesaba entre palabra y palabra. Le pregunté a ella, con una mezcla tan indecorosa y enérgica de humor y miedo que daría todo el sinvivir que me quede por volverla a disfrutar y padecer, que si tenía pensado olvidarme.

Flores pisoteadas son los recuerdos cuando se marchitan en los márgenes del tiempo, esquirlas de amor tan valiosas en si mismas como las historias embellecidas que nos empeñamos luego en labrar con los cascotes del derrumbe.

También llegará mi momento y lo digo con la tranquilidad de saber que no hay más día que hoy en ningún calendario. Pero aquella noche ella contestó —con una sinceridad que jamás podré perdonarle— que solos seríamos un instrumento, que tarde o temprano nos despediríamos sin hablar.

Unas noches más tarde —unos meses, unos años después, ya no recuerdo— tres besos certeros que le disparé al aire la hicieron llorar.

No ha quedado ni una sola palabra de todo lo que nos perdimos uno del otro y si alguien alguna vez me preguntara por su nombre de flores, tendré que responderle con evasivas. Porque no sé, no sé, no sé… y duele menos olvidar.

Perlas ensangrentadas (Alaska y Dinarama, Canciones Profanas, 1983)

Lost on you (LP, Lost on you, 2016)

Ruido de fondo

Las campanas de la iglesia dan los cuartos como quien regala una promesa. Después, con otra música más melodiosa suenan las horas, con otro tono más adusto anuncian los entierros. Con otra armonía más alegre, cascabeles del aire, anuncian las fiestas de todos los santos y de todas las vírgenes que salen a las calles por el verano.

El bar no está demasiado concurrido pero las voces de los clientes suben tibiamente por las columnas del aire anunciando confesiones de terraza, chismes populares o secretos venidos a menos a lo largo de los tiempos. De tanto en tanto alguien canta, sin instrumentos, a puro vozarrón del norte con boca pastosa de calimocho. Aunque las más de las veces son voces quedas las que empañan esta partitura suave que convierte la noche en madrugada.

No es demasiado ancha la calle, avenida es un nombre que se le queda grande especialmente cuando las motos se enfadan sorteando los coches atascados. Hay aves diversas y marinas sobrevolando el gris del cielo —que parece asfalto— pero son los pájaros del semáforo los que cantan estrepitosamente cuando el botón de esperar verde los alborota como si los pillara desprevenidos.

En el parque se habla el lenguaje de las motosierras, el idioma del viento revolucionando las hojas de los árboles de copas infinitas que miran a lo lejos, el estruendo de los perros que hablan a los humanos —o a otros perros, o a las pelotas, o las mesas de los bares, no lo sé— sin conseguir que los entienda nadie a pesar de su insistencia.

Los mosquitos tienen el detalle torero de anunciarse con un zumbido agudo —una chispa lanzada al aire— cuando me pasan rasantes muy cerquita del oído. En el mercadillo pirata, los vendedores anuncian con voz destemplada —pronunciando asombrosamente bien y con otra latitud todas y cada una de las letras— sus poderosos mensajes de marketing cotidiano: ¡atención, señoras, calidad y precio! ¡Como en el Corte Inglés, pero sin escaleras!

Hace mucho tiempo que no escucho tu voz —siempre me parece que ya hace mucho tiempo de todo— y para remediarlo escucho canciones con la memoria encendida y el corazón, no diré sobresaltado, porque los años y las ausencias me lo han dejado sonámbulo, pero sí atento y empecinado en latirme completamente izquierdo mientras repasa estribillos y punteos, letras tristes y voces cariñosas, diálogos escondidos entre ese piano contrito y aquel chelo arrebatador.

A tantos kilómetros de sanfermines, me uno con la muchedumbre que murmulla su ¡pobre de mí! cuando todo me dice que se me está acabando la fiesta, cuando caigo en la cuenta de que todo consiste en aprender a sobrellevar este ruido, todos los ruidos, ese runrún que tenemos dentro de la cabeza y que solo algunos abrazos podrían silenciar.

Pero entre abrazo y abrazo —hace tanto tiempo del último— nada puedo esgrimir para defenderme del estruendo interior, nada me alivia el picor de las ausencias y el fragor del final del tercer acto que ya se adivina en el telón que empieza a caer poco a poco excepto, a duras penas, el bendito Fierabrás de este ruido de fondo que sinceramente agradezco.

El ruido de fondo (Miguel Ríos, El ruido de fondo, 1980)

Ruido (Amaral, Salto al color, 2019)

Hablar de nada (Viva Suecia, El Amor De La Clase Que Sea, 2022)

Caracola

En esto consiste, aunque no lo sabía muy bien al principio. Supongo que así empieza todo lo que voy haciendo, sin saber bien lo que hago pero simulando muy bien que lo sé.

No es tan extraño. Son tantas las cosas que cualquier ser humano, en tanto que las aprende, hace como que las sabe, que ahora, ya, no me sorprende en absoluto que exista otra más.

El caso es que pongo una frase tuya, quizás porque me tira de los flecos de algún recuerdo; o porque pasa de puntillas por la estela de un sueño de los que sobrevuelan la noche. Luego viene otra palabra, no sé de dónde, que se inmiscuye; y otra que se aglutina, y otra más que se les enfrenta. Entonces, sin saber ni cómo ni por qué, llegan a alguna clase de acuerdo que desconozco y todo parece fluir suavemente.

Y no solo fluir, sino recorrer el camino en la misma dirección de pensamiento hacia todas las bifurcaciones que se van acercando. Para mi propia sorpresa, por cada encrucijada que alcanzo, se me aparece nítido un significado que elegir a la izquierda. No hay vértigo, sólo remolino; pero estoy seguro de que este agua escoge su propio curso y su exacta velocidad.

Aunque todos los mares obedecen a la misma luna y caben en la misma caracola, quiero creer que, también, este agua escoge su propio mar. Un mar en el que difuminarse, donde convertirse en ruido y espuma.

En esto consiste y, aunque no lo sabía muy bien al principio, ahora ya voy entendiendo la espiral acometida, el óvalo que va envolviendo cada palabra cuando desciende desde el ápice. Ahora entiendo por qué mi corazón comienza a espirilarse desde el inicio de cada renglón y acaba por desconcharse en los puntos suspensivos.

Y ahora, que ya voy sabiendo en qué consiste, cuánto no daría por habitar dentro de tu oído. Y saber qué consiguen decirte mis palabras.

ME PERSIGUEN…

Me persiguen
los teléfonos rotos de Granada,
cuando voy a buscarte
y las calles enteras están comunicando.

Sumergido en tu voz de caracola
me gustaría el mar desde una boca
prendida con la mía,
saber que está tranquilo de distancia,
mientras pasan, respiran,
se repliegan
a su instinto de ausencia
los jardines.

En ellos nada existe
desde que te secuestran los veranos.

Sólo yo los habito
por descubrir el rostro
de los enamorados que se besan,
con mis ojos en paro,
mi corazón sin tráfico,
el insomnio que guardan las ciudades de agosto,
y ambulancias secretas como pájaros.

(Luís García Montero)

Aquel verano (Marisol, Marisol, 1970)