La vida es una brisa

Odio las sorpresas, quizás porque tengo secretos, y quizás porque tengo secretos soy capaz de temblar ante una ternura que raramente encuentro.

Yo también soy mi basura, mis fracasos, mis peores recuerdos. Si mis hijos o una enfermedad, o una reencarnación, me los quita de golpe, dejo de ser yo para ser uno nuevo, sí, pero no necesariamente mejor. ¿Quién eres tú para sacarme de mi infierno, para sangrarme las mentiras en las que vivo, para pincharme los muebles que hay en mis sueños?

Adoramos lo nuevo. El mundo se rinde a la media lengua de un niño, a sus pasos titubeantes, a su llanto desconsolado. Pero los suspiros de los viejos, sus traspiés solitarios, sus certezas sentenciadas nos dejan indiferentes o, en el peor de los casos, nos dibujan las puertas de un asilo.

No sabría decir si las familias son como la sociedad en la que viven o viceversa, pero hay espejos en donde todo el mundo puede verse si logra mantener firme la mirada, en donde mi oportunidad está por encima de tu tristeza, donde las hienas se echan a suertes los despojos de los leones.

Y bueno, el resto es buscar un colchón entre la podredumbre, una aguja roma en un pajar metafórico. Una lotería que sucede entre ambientadores que ocultan el olor a viejo y que no distinguen entre bromas espesas y sorpresas de dudosa calidad ética. Y por eso las odio.

Te digo que sólo creemos en las mentiras gigantes, que sólo buscamos tesoros si son millonarios, que hay que esconderse del mundo tanto en la suerte como en la desgracia.

Sólo los niños creen a los abuelos, aunque escondan el gorro de la lana en la escuela. Sólo los que no tienen nada pueden darlo todo, hasta el mérito. Quizás la vida sería de otro modo si viésemos a los hijos como miramos a los nietos. Quizás es que todo misterio gira alrededor de un colchón.

Entretanto escribo, al correo me llega una fantástica oferta de un colchón de viscolástica y de ambientadores automáticos. La vida no es fácil aunque es una brisa, pero no se lo digas a la abuela.

Odio las sorpresas del mismo modo que no creo en la compasión. La vida no es fácil porque hay andar persiguiendo sueños, porque todos los secretos se acaban sabiendo, porque toda sorpresa acaba en decepción.

La vida no es fácil y, por eso, antes de cambiarme por algo nuevo, mira bien en mi colchón.

Buenas noches, tristeza
La vida siempre acaba mal.

Siempre promete más de lo que da
y no devuelve
nunca el furor,
el entusiasmo que pusimos
al apostar por ella.

Es como si cobrase en oro fino
la calderilla que te ofrece
y sus deudas pendientes
-hoy por hoy-
pueden llenar mi corazón de plomo.

No sé por qué agradezco todavía
el beso frío de la calle
esta noche de invierno,
mientras que me reclaman,
parpadeando,
sus ojos como luces de algún puerto.

Por qué espero el calor que se fue tantas veces,
el deseo
por encima de todas las heridas.

Pero acaso me calma una tibia tristeza
que ya no me apetece combatir.

Todo sucede lejos o se apaga
como los pasos que no doy.

La vida siempre acaba mal.

Y bien mirado:
¿puede terminar bien lo que termina?
(Ángeles Mora)

Días señalados

Tengo que acordarme de señalar en el calendario este día, que ya va terminando, con una marca indeleble. Una marca bien visible, pero discreta, que no llame la atención de los transeúntes. Los números no me sirven, se repiten tanto, tantas veces, que su significado se vuelve frágil con el tiempo.

He descartado el aspa grande, esa que se pone en los días que se tiran a la basura, como cuando el viejo profesor no encuentra ni los pies ni la cabeza de tu ejercicio y te suspende. Tampoco la uve me gusta, porque no ha sido victoria, sino evitarle al devenir otra derrota de las que acechan incansables. Y odio los círculos, porque a veces no se cierran, porque otras veces se vuelven viciosos o, lo que es peor, equidistantes, fríos, inexpugnables.

Prefiero poner una cruz pequeña, como la que se escribe en los mapas del tesoro entre el árbol solitario y la roca con forma de nariz. Una cruz pequeña y decidida, un beso en la carta de una mano temblorosa, un empate en el pronóstico de la jornada.

Porque llegarán los días que me estropeen la vida, quiero guardar marcados los que merecieron la pena ser vividos: los que me regalaron el gesto preciso, los que me alumbraron la risa perfecta, los que consiguieron que el minuto de cielo durara tres cuartos de hora.

Llegarán entonces con la hiedra enredada en la memoria, las ruinas que cambian de dueño. Pero yo miraré, nuevamente asombrado, el firmamento de las crucecitas de un calendario de propósito desconocido y que ya no recordaré haber guardado.

Como no recordaré, posiblemente, ni nombres, ni rostros, ni la caricia de la vida que quise ocultar bajo la señal. Quizás, entonces, ya no distinga entre el sueño y la vigilia, ni recuerde que existen milagros cotidianos a través de unos ojillos chicos que se agrandan entornándose, como endulzando ese tiempo que algunas veces se le consigue robar a la cordura.

Pero sé que miraré embobado el brillo envejecido de los días señalados y sabré esbozar la sonrisa etrusca de quien tiene un secreto en la punta de los labios; un secreto que ya nadie entenderá.

Ojalá, entonces, me encuentre alrededor unos ojos marcados, en los que pueda reconocer este mismo brillo de calendario.

LAS TARDES
Ya casi no recuerdo las mañanas,
su tiempo azul y claro,
lejos quedan, perdidas en colegios
o en piscinas extrañas e indolentes.

Porque sentimos duro el despertar
retrasamos ahora
la luz que nos fatiga los despegados ojos.

Y es un destino oscuro el de las tardes,
en ellas aprendí que llegará la noche,
y que es inútil
cualquier esfuerzo por burlar la historia
equivocada y triste de los años.

He vivido en la espera absurda de la vida,
cuando he gozado
ha sido con reservas; amé creyendo en el amor
que habría luego de venir, y que faltó a la cita,
y renuncié al placer por la promesa
de una dicha más alta en el futuro incierto.

Pero los días, al pasar, no son
el generoso rey que cumple su palabra,
sino el ladrón taimado que nos miente.

Con su certeza
nos convierte la edad en más mezquinos,
nos enseña a amar lo que nos duele,
las cosas más pequeñas, aquello que ahora somos
y tenemos: la música suave, nuestros cuerpos,
el calor de la estancia y el cansancio.

Buscamos la derrota de las tardes, su tregua
en la exigencia vana de una gloria
que ya no nos seduce. Nos convierte
la edad en más obscenos, y aceptamos
cualquier regalo aunque parezca pobre:
esa boca gastada por el uso, tan dulce aún,
el fuego antiguo y leve de la carne,
los viejos libros, los amigos justos,
un poema mediocre, pero nuestro,
y la costumbre extraña
de ser al fin felices en la sombra.

Es un destino oscuro el de las tardes,
pero también hermoso
y breve como el paso de los hombres.

(Vicente Gallego, Los ojos del extraño, 1990)

VARIACIÓN SOBRE UNA METÁFORA BARROCA

A Carlos Aleixandre

Y ahora miro esa flor
igual que la miraron los poetas barrocos,
cifrando una metáfora en su destino breve:
tomé la vida por un vaso
que había que beber
y había que llenar al mismo tiempo,
guardando provisión para días oscuros;
y si ese vaso fue la vida,
fue la rosa mi empeño para el vaso.

Y he buscado en la sombra de esta tarde
esa luz de aquel día, y en el polvo
que es ahora la flor, su antiguo aroma,
y en la sombra y el polvo ya no estaba
la sombra de la mano que la trajo.

Y ahora veo que la dicha, y que la luz,
y todas esas cosas que quisiéramos
conservar en el vaso,
son igual que las rosas: han sabido los días
traerme algunas, pero
¿qué quedó de esas rosas en mi vida
o en el fondo del vaso?
(Vicente Gallego, Los ojos del extraño, 1990)