A propósito de los conectores

Si los componentes están bien, son nuevos, recién comprados; si las clavijas están en su sitio, si los tornillos han sido correctamente deslizados en sus tuercas y apretados con precisión; si no se ha ido la luz y el enchufe está conectado… ¿Por qué no funciona el ordenador?

Veamos, calma, el razonamiento es correcto, deduzcamos… Alguna parte del rompecabezas electrónico debe faltar o sobrar. Ensayemos, quitemos cosas de una en una y probemos a encender. Tiene que dar resultado, es un algoritmo de proceso y, por tanto, llegaremos a la solución.

¡Bingo! Faltaba eso, un enchufito pequeño que casi ni se veía a media tarde, pero que a la una de la mañana ha relucido como una lágrima de San Lorenzo.

El párrafo está bien, los adjetivos concuerdan con los sustantivos, el tiempo de los verbos es el preciso, las comas están en su sitio… ¿Por qué no entiendes el mensaje?

Veamos, calma… Alguna parte de lo escrito sobra o falta. Quitar y poner frases de una en una y ver el efecto sucesivo.

¡Bingo! Faltaba un enchufito pequeño, un para qué que se había quedado suelto, un doble sentido que chirriaba, una indefinición ante la incertidumbre. Faltaban medio kilo de palabras con que aumentarse de talla los textos.

Si hablamos en dos idiomas diferentes, si el detalle es más importante que la intención, si la ambigüedad fue creada para rechazar el control y darle la bienvenida a la duda, si no se mueve ni una hoja del árbol durante meses, si cada sofá tiene las horas contadas y las vidas se van alejando, disjuntas… ¿Por qué no se apaga el amor?

Veamos, calma, el razonamiento puede ser correcto o incorrecto, pero los sentimientos no se miden en tautologías ni en amperios, deduzcamos… Algún conector tiene que funcionar bien. Añadamos y quitemos besos, noches conjuntas, viajes al centro del sol, días nublados y algún programa de telecinco, y veamos el efecto.

¡Bingo! Faltaba texto. Faltaba misterio. Faltaban mundo y sueño, realidad y ficción, egoísmo y deseo. Faltaba brújula para no perderse en la traducción.

Pero hay un conector que sigue latiendo. Aún no hemos averiguado cual.

Ni en que idioma está.

Las claras palabras
Hay más polen en el aire que en las flores
esta tarde y cualquier certeza
depende del gesto con que la aceptemos.

Tan dulcemente como decirte algún secreto
al oído y sentir que la piel
se te enciende otra vez de deseo.

Cuando cese el viento, la noche, con lentos pasos,
nos devolverá el espacio de los sueños
casi perdido pero aún meciéndose
en los confines del cuarto.

Será entonces el momento de decir las claras
palabras tan sabidas, las mismas
palabras con que hemos compartido
por igual, quizá sin saberlo,
destinos oscuros y brillantes sorpresas.

(Miquel Martí y Pol)

Solo tú
Debe de estar muy lejos el mar, o tal vez
ya no hay mar y la palabra es sólo una
argucia. Tantas palabras han perdido
su peso y su grosor, que no me atrevo a cerrar
los puños con la fuerza de antes, por miedo
a sentir todo un mundo que se desmenuza.

Debe de estar muy lejos el mar, y aquella casa
que siempre he imaginado bajo la lluvia
y la gente a la que no veo. Debe de estar muy lejos
la gente a la que nunca veo, o tal vez
han muerto y yo no lo sé y los pienso
inútilmente vivos. Deben de estar lejos
los árboles y los pájaros, el río, la espada
que corta el viento y el barro de las roderas.

y sólo tú estás próxima y te siento,
inmóvil y expectante, justo detrás
de tantas puertas que ningún pestillo cierra.

(Miquel Martí y Pol)

El sentimiento nuevo

Cuando escucho toser a hierro, cuando no tengo noticias o no son buenas, cuando veo ojos mirando al suelo, reconozco tener un sentimiento nuevo.

Una bola de plomo se me adhiere al estómago y me cuesta respirar. Entonces no puedo dar sino pasos cortos, apenas levantando los pies del suelo, en trayectos que nunca son rectos, sino que se oblicuan sobre algún mueble en el que pueda sentarme llegado el caso.

Noto una especie de nudo en la garganta, que no es de llanto ni de grito, sino de silencio. Me tiemblan las manos y procuro tenerlas escondidas en los bolsillos todo lo que puedo.

Sucede que las alegrías cotidianas son más tenues, que no consigo sostener el fino hilo de las conversaciones en las que me veo envuelto de repente, que mi mente deja de estar en blanco para volverse gris y lenta.

No consigo concentrarme en nada útil, leer me parece una utopía y escribir una odisea por entre palabras que me llegan sin orden ni concierto ni objetivo ni belleza.

A veces, el nuevo sentimiento, se parece a un enfado. Como un enfado sin nombre contra cosas innombrables, como una angustia de perdedor mal acostumbrado, como si variara el centro de gravedad de una rabia interior y se desplazara mucho más adentro.

Cuando escucho los adjetivos de la derrota como principal argumento, cuando detecto, en otra voz que sale rota, los armónicos de la decepción. Cuando entreveo el aura inconfundible de la tristeza en cada conversación, padezco enseguida los primeros síntomas de un sentimiento nuevo.

A veces se parece a una transfusión de estupor ajeno y rh negativo, como si se produjera un siniestro de tristezas con daño a terceros, como una arruga del alma que no hay modo de alisar de nuevo. Como una ansiedad impropia, como un pellizco profundo por debajo del diafragma, como un asma que convierte los pensamientos en materia tóxica.

Digo que es nuevo, no porque yo lo haya inventado, ni porque sea el único que lo padece. Sino porque no consigo nombrarlo adecuadamente ni expulsarlo de ninguna manera. Y me enturbia las noches y me ralentiza los días y me convierte las tardes en interminables.

Sólo se me ocurre correr, saltar a la calle de nadie, perderme entre la gente, mirar escaparates que no me interesan o poner alguna música que conozco y cantarla a voz en grito.

También puede ser que no sea tan nuevo este sentimiento, sino que sea antiguo y regrese con renovado efecto. Quizás, simplemente, el miedo a perder el infinito ahora, justo ahora que está tan cerca, en la palma de la mano. Tal vez sea un contagio de temores rubios con agravante navideño. Es posible que se trate de una fisura mal curada en la esperanza o un pinchazo en las ruedas de un sueño.

No consigo sacudírmelo y que caiga al suelo, para dejar de mirar con gula las pastillas prohibidas y con ira la incertidumbre que cada día dibuja en el cielo.

Pero no podrá conmigo. Tarde o temprano, encontraré el modo de respirar hondo y reír al mismo tiempo. Y este nuevo sentimiento, pasará con honores a su lugar preferente en el olvido, como han pasado tantos otros, como tienen que pasar muchos de los venideros.

El miedo, no. Tal vez, alta calina,
la posibilidad del miedo, el muro
que puede derrumbarse, porque es cierto
que detrás está el mar.

El miedo, no. El miedo tiene rostro,
es exterior, concreto,
como un fusil, como una cerradura,
como un niño sufriendo,
como lo negro que se esconde en todas
las bocas de los hombres.

El miedo, no, Tal vez sólo el estigma
de los hijos del miedo.

Es una angosta calle interminable
con todas las ventanas apagadas.

Es una hilera de viscosas manos
amables, sí, no amigas.

Es una pesadilla
de espeluznantes y corteses ritos.

El miedo, no. El miedo es un portazo.

Estoy hablando aquí de un laberinto
de puertas entornadas, con supuestas
razones para ser, para no ser,
para clasificar la desventura,
o la ventura, el pan, o la mirada
-ternura y miedo y frío- por los hijos
que crecen. Y el silencio.

Y las ciudades rutilantes, huecas.

Y la mediocridad, como una lava
caliente, derramada
sobre el trigo, y la voz, y las ideas.

No es el miedo. Aún no ha llegado el miedo.

Pero vendrá. Es la conciencia doble
de que la paz también es movimiento.

Y lo digo en voz alta y receloso.

Y no es el miedo, no. Es la certeza
de que me estoy jugando, en una carta,
lo único que pude,
tallo a tallo, hacinar para los hombres.
(Rafael Guillén)