El insomnio del astronauta

Con este corcho en los sentidos, con las nubes en la cabeza, voy flotando por los pasillos de mi vida, suavemente aterrizando entre paso y paso.

Noto la levedad, esa que me empuja a subir hacia arriba y luego me deja caer muy despacio a merced del viento sideral.

Metido dentro de la escafandra, sin poder traspasar mi piel -que es mi primera y mi última frontera- y escapar de mí mismo, no sé si buzo montado del Canadá o astronauta en la Luna, todo me pasa de puntillas, como una nata bien fotografiada sobre un plato sin flan.

Llamo a Houston a cada hora y la respuesta que obtengo es siempre la misma, que todos están ocupados, que me atenderán en breves momentos. Y tengo que colgar el aparato antes de que el hilo musical me amanse la feria.

Las cosas normales ya me parecen funestas y, que el cielo esté encaladrillado, ha dejado de ser un trabalenguas para convertirse en la descripción más exacta de una hora muerta mirando al techo.

No quiero ser distinto, pero es que ser un alguien corriente me resulta complicado porque, de este mundo en el que no estoy, ya sólo me importan las personas. Y no todas, debo añadir.

El oxígeno se me acaba y el rozamiento con la atmósfera me da más frío que miedo. No sé qué será de mí cuando americe en el verano que viene y tenga que atragantarme de desierto.

«Houston, tengo un problema», les digo, porque noto un asma rara, un pellizco profundo en el estómago, una ansiedad insoportable que abre mil veces todos los frigoríficos. Y me veo, triste astronauta, embutido en el traje oficial de los domingos de paseo, mirando una alarma que me parpadea en el corazón diciendo: «Desabróchese el cinturón y respire dentro de la bolsa».

TEXTURA DE SUEÑO
No he visto el día
más que a través de tu ausencia
de tu ausencia redonda que envuelve mi paso agitado,
mi respiración de mujer sola.

Hay que están hechos para morirse o para llorar,
días poblados de fantasmas y ecos
en los que ando sobresaltada,
pareciéndome que el pasado va a abrir la puerta
y que hoy será ayer,
tus manos, tus ojos, tu estar conmigo,
lo que hace tan poco era tan real
y ahora tiene la misma
textura del sueño.

(Gioconda Belli)

Las leyes de la Mecánica

a Aichan

Permanecemos como estamos hasta que algo nos obliga a cambiar. Inercia, se llama, la pereza del universo, el miedo de los seres humanos a cambiar de posición es, según Newton, lo natural.

Por eso, por la primera ley, es tan difícil decidir; por eso lo dejamos hasta que ya no queda más remedio, hasta que la fractura es evidente, hasta que el desahucio emocional está consumado.

Cambiar de pareja, de casa o de piel, siempre cuesta una metamorfosis, siempre tarda en uno mismo mucho más de lo que tarda en los demás. Y, como dice la segunda, según la línea recta a lo largo de la cual la fuerza que nos empuja se imprime.

Que suele ser hacia el precipicio, hacia un abismo que antes no parecía estar ahí, un acantilado relleno de un miedo proporcional a la fuerza que nos pone en movimiento. ¡Todo es tan complicado!

Y cuando parecía que lo teníamos claro, llega la tercera, la que menos nos esperábamos. Pues sí, aunque a veces nos cueste creerlo, aunque generalmente nos parece más fuerte que la propia, aunque no consigamos entender bien lo que sucede, pues sí, es cierto, toda acción provoca una reacción de igual magnitud y de sentido opuesto.

Pero no es la reacción de los demás la que menospreciamos, en absoluto; más bien suele suceder todo lo contrario, que la imaginamos mucho mayor de lo que realmente sucede luego. Sino que es la nuestra, la que damos por perdida cuando son los otros los que rompen la inercia.

¿Qué queda entonces de dos cuerpos deslizándose sobre un plano inclinado, lentamente, el uno sobre el otro? ¿Para qué los rozamientos cruzados, untados lentamente sobre una tarde frágil, para qué el coeficiente de rodadura calculado a base de labios? ¿Qué hay de la fuerza centrífuga que los expulsa del mismo paraíso en el que pretenden entrar?

Si todo está sujeto a tres leyes inquebrantables ¿qué esperar de la mecánica clásica y cuánto tiempo será entonces necesario para que los dos cuerpos en conflicto rompan definitivamente el momento (cinético o no) y lo pongan a su favor?

Discúlpeme, míster Newton, pero sus leyes se me quedan cortas durante largas conversaciones, sus leyes me resultan impredecibles cuando me tocan ciertas manos, sus leyes me hacen cosquillas cuando aletean sobre mí unos labios diciendo que sí.

Discúlpeme, señor Newton, pero tenga en cuenta, para la próxima vez que enuncie unas leyes tan mecánicas, que el corazón del hombre siempre será un músculo cuántico.

ARTE POÉTICA
«No hables en tus poemas del ruiseñor
de Wilde, ni menciones amor, perfume, labio o rosa»
–me dice en los manuales Ariel Rivadeneira–
y yo evito poner en cada verso escrito
un ala, algún jardín, la luna de Virgilio,
y hasta a veces me niego, sentado
en el alféizar, a mirar las heladas
del invierno en España, porque queman
las ramas de los árboles todos y la niebla
me invita a escribir con nostalgia
«y ese signo, nostalgia, –me dicen
los manuales– es señal del pasado,
y se debe escribir sin alma, con estilo,
igual que si torcieras el cuello
de una garza con desprecio en tus dedos».

«Habla de cibernética y de física cuántica,
menciona blog, pantalla, correos
electrónicos» –me aconsejan los críticos–.

Y yo sumo las cifras o despejo ecuaciones,
digo leyes, neones, sistemas invisibles
que arman genios, científicos.

También menciono genes, vídeos,
ordenadores, y hay instantes, incluso,
que hablo sin meditar y construyo asonantes
al decir aeropuertos, submarinos, aviones
y algún laboratorio (…), móviles, cines, clones.

Pero aunque logre versos posmodernos
siguiendo los consejos de sabios
que hablan de poesía como hablar
de la historia, de mercados, teoremas
que establecen los pliegues en las cuerdas
del tiempo, no he logrado escribir
el poema perfecto, e incluso
cuando leo alguna línea aislada
de Wilde entre las sábanas, y todos
mis maestros (con diplomas de masters
y perfil de doctores) se divierten
en bares o en los pubs de internet,
yo lloro como dama sin remedio
y me jode el viejo de Quevedo,
y me arriesgo, en la cama, a que digan
los críticos en los post o en revistas:
«¡qué anticuado y qué griego se volvió
Dolan Mor leyendo a los antiguos!,
si hasta le creció un día, encima
de las cejas, (en lugar de la gorra
ladeada sobre un piercing) un ramo
de laurel…
Pero logró dos cosas: pasar
imperceptible delante de los hombres,
como dijo Epicuro, y escribir con la espalda
inclinada en la hoja, sin cederle la mano
al influjo variable del tiempo y de las modas».

(Dolan Mor)