¡Bon dieu!

Para quien tiene buen memoria, todo es repetido. Y aunque yo no tengo esa ventaja-inconveniente, a veces me resulta imposible no ver a Alfredo como inventor del mundo.

Es muy de este siglo. Coger un tópico y estirarlo, partirlo en trocitos y recomponerlo de nuevo con unas risas hasta que parezca otro.

No hay nada que dibujar, se trata de calcar poniendo en la ventana un folio y dejar que la luz traspase personajes que ya teníamos imaginados.

El caso es que hablas raro, Alfredo, pero eres tú. Y también están Jose Luís, Antonio, José, Paco… Desdibujados en otro país, pero riéndose seriamente y desde lejos del mismo mundo.

Ahí está la clave de la comedia, reconocer a los demás pero no a uno mismo. Y es que la vida es comedia de viga en el ojo ajeno y de ocho apellidos del mundo.

Prefiero, ya sabes, lo contrario: verme dentro, aunque sea llorando. Es una simple cuestión de distancia, un color elegido hace tiempo quién sabe por qué.

Pero lo cierto es que los colores son millones, las distancias incontables, las palabras multifactoriales, la memoria caprichosa. No sólo de premios Planeta vive el hombre, no hay una única poesía que sea la buena, hay muy diferentes cines en los que mentirse a oscuras.

Sin embargo, para quien tiene memoria, todo se repite aunque se le embellezca el nombre con un término culto que sirva para disuadir a unos y maravillar a otros, a partes no siempre iguales.

Neopostlandismo francés, ochismo sociocultural, antialmodovarismo global… ¿Y por qué no? No sólo de Lubitsch y langostinos vive el hombre. De tanto en tanto, pincho de tortilla y risa floja.

Como entre tanto blog de mentiras, se me escapará, sin querer, alguna verdad.

Canción
Nunca fue tan hermosa la mentira
como en tu boca, en medio
de pequeñas verdades banales
que eran todo
tu mundo que yo amaba,
mentira desprendida
sin afanes, cayendo
como lluvia
sobre la oscura tierra desolada.

Nunca tan dulce fue la mentirosa
palabra enamorada apenas dicha,
ni tan altos los sueños
ni tan fiero
el fuego esplendoroso que sembrara.

Nunca, tampoco,
tanto dolor se amotinó de golpe,
ni tan herida estuvo la esperanza.

(Piedad Bonnett)

Planes (y tulipanes)

Es inútil que te empeñes en hacerte creer que vives el momento, si todo consiste en echar cerrojos a los párpados del futuro.

Recuerda cuando éramos niños, quiero decir cuando aún no teníamos edad para ser otra cosa que niños, y mirábamos la escena del asesino a través de los dedos entreabiertos de la palma de nuestra mano minúscula y suave. ¿Acaso dejaba de morir la desafortunada joven, el vaquero desprevenido, el héroe irremediable que invadían la televisión y nuestras pesadillas?

Claro que no. Apagar la luz no evita el deseo ni el insomnio, taparse la cabeza con la almohada no elimina los espíritus ni despista al camión de la basura, cerrar los ojos en mitad de la sala abarrotada no evita que los demás nos miren con desdén mientras la tierra se empecina en no tragarnos.

No se puede vivir en el presente, por mucho latín que se sepa, ni aunque hayamos visto siete veces «El club de los poetas muertos». No se puede vivir en el presente porque el corazón del hombre nace del porvenir y en él y por él se muere. Porque cada latido es un pequeño anticipo de los siguientes, porque el presente continuo es el germen de todo lo que siempre se está yendo y nunca vuelve.

Cada quien es libre de elegir sus propios demonios, cada quien decide cuando matar las nubes, cada uno escoge el reducto de sus paranoias. Rosas o tulipanes, cada uno escoge su lado de la cama y su personal estilo de no parecer ridículo.

Pero del mismo modo que no contestar ya es dar una respuesta, no querer hacer planes es hacerlos mal de oficio, caminar a oscuras en mitad del día, entregar el acordeón a la furia del olvido, llevar la cabeza de un avestruz sobre el cuello de un hombre.

A las rosas, a los sueños, les debemos, al fin y al cabo, la próxima rosa, el tulipán siguiente, la sucesiva treta de los débiles que nos impulsa a pronunciar palabras como si fueran mágicas.

Y, aunque pueda parecer rara la edad que tengo para esta afirmación tan arbitraria, lo cierto es que lo son. Las palabras más mágicas de este mundo, y de todos los posibles, son esas con las que se tejen los planes que, luego, quien sabe, tal vez no se cumplirán nunca.

ORACIÓN
Para mis días pido,
señor de los naufragios,
no agua para la sed,
sino la sed,
no sueños
sino ganas de soñar.

Para las noches,
toda la oscuridad
que sea necesaria
para ahogar
mi propia oscuridad.

(Piedad Bonnett, Las tretas del débil)

LOS HOMBRES TRISTES NO BAILAN EN PAREJA
Los hombres tristes ayuentan a los pájaros.

Hasta sus frentes pensativas bajan
las nubes
y se rompen en fina lluvia opaca.

Las flores agonizan
en los jardines de los hombres tristes.

Sus precipicios tientan a la muerte.

En cambio,
las mujeres que en una mujer hay
nacen a un tiempo todas
ante los ojos tristes de los tristes.

La mujer-cántaro abre otra vez su vientre
y le ofrece su leche redentora.

La mujer-niña besa fervorosa
sus manos paternales de viudo desolado.

La de andar silencioso por la casa
lustra sus horas negras y remienda
los agujeros todos de su pecho.

Otra hay que al triste presta sus dos manos
como si fueran alas.

Pero los hombres tristes son sordos a sus músicas.

No hay pues mujer más sola,
más tristemente sola,
que la que quiere amar a un hombre triste.

(Piedad Bonnett, Las tretas del débil)

Estamos en paz

Supongo que a mis maestros les debo
las primeras letras aprendidas,
como debo a mis padres y abuelos
las primeras palabras,
que luego he ido olvidando poco a poco,
y los primeros pasos,
que después he ido torciendo
yo solo.

A mis hijos les adeudo, también,
las primeras palabras,
que he ido recordando poco a poco,
y los primeros pasos,
que he ido enderezando
con su ayuda.

Le debo al primer amor, supongo
-y digo que supongo
porque cada uno que vino
fue siempre el primero-,
este punto de explosión en el pecho
que algunas veces me redime
de mantener la vida intacta.

A los amigos también les debo
todas las otras redenciones
y unos cuantos cubatas
de esos que desanudan
la soga del cuello.

La mirada perdida es lo que adeudo
a multitud de poetas que admiro
-algunos de lo cuales incluso cantan.

A mis congéneres les agradezco
que no me hayan dejado ser demasiado distinto,
a las mujeres, que no me vean feo,
a los vecinos, les debo mi gusto por el silencio
y su empeño en que siempre se debe seguir
un estricto horario
para sacar correctamente la basura.

A los sacerdotes les debo la fe en mí mismo
y los monjes mi gusto por el gregoriano.

A los sicólogos, que me hayan hecho el honor
de poner todos mis complejos en sus libros.

Debo a los ordenadores la extinción total
de mi caligrafía y esta sequedad continua de los ojos.

Debo, a quienes me leen, una impenitente
adicción a mirar por si hay comentarios.
A Mark Knopfler y a Paco de Lucía
tengo que agradecerles
su teoría de las cuerdas del universo,
y a José Luis Cuerda, que amanezca siempre
por el lado correcto.

Debo, en fin, a cientos de personas,
cientos de pensamientos, habilidades, noticias,
risotadas o sonrisas, compras con tarjeta,
malabares del corazón, complicidades técnicas
y un puñado de anécdotas que algún día contaré.

En cambio, a ti no te debo nada.

Porque sí,
es cierto que me has enseñado a escribir
cuando no puedo hacerte el boca a boca.

Por eso,
con este poema,
ahora que lo escribo,
ahora que lo lees,
respiramos,
y por fin juntos
estamos en paz.

AHORA

Me has enseñado a respirar

Juan Gelman

(Piedad Bonnett)