Contrapunto

A una niña que llora desconsolada le sucede una mujer que ríe incrédula y azul. Que sepamos ayudarnos es un deseo que antecede a la canción que pide suerte, mientras al fondo se va deshaciendo un verano que ha pasado vertiginoso.

Piqué se presenta ante los periodistas en tanto que familias sirias son perseguidas por las vías de los  trenes. El bebé desordena los zapatos justo antes de que un nervio se ensañe contra la tranquilidad. Me faltan lentejas y corro a pedirlas al vecindario para volver justo a tiempo de enfadarme con Endesa y sus horarios comerciales.

Miro en la tienda de baratijas el objeto perfecto para educar en valores, combato la ñoñería de las cortinas rosas con una defensa encendida de lo cutre, y esquivo la mano de Diógenesis con un antojo de consumismo.

Compro coches de juguete, no sé si a favor o en contra de la igualdad. Me salto el régimen por defecto para poderme perdonar el exceso anterior y prevenir el siguiente. En lugar de besar busco fotos, confundo el tiempo de abrazar con tener las manos llenas de niños y el oído blando con el corazón duro.

Antes del viernes vacío, llega un jueves completo, un miércoles a medias, un martes limpio de espinas y un lunes de diluvio que me pasa desapercibido. El camino de ida se me enturbia con pensamientos negros, pero el de vuelta me reconcilia con el mundo.

Debe ser que en esta vida todo tiene su contrapunto, a muchas voces, en tantos idiomas, en inmensas notas sobre un pentagrama que gira alrededor de su clave. Debe ser que somos parte de alguna melodía, estribillos de una canción inacabada, acordes y arpegios escapados de un instrumento contradictorio.

Dices que nos contamos dos veces lo mismo, que María Magdalena tiene un canon, o describes el surrealismo de un papel adhesivo mientras reinventamos guiones de Almodóvar. Y quizás tengas razón en todo porque los principios siempre se parecen, porque los finales son siempre parecidos; porque, para quien tiene memoria, nada es nuevo, todo es repetido.

A las infidelidades de mi memoria -que no tienen nada que ver con el olvido- debo ahora este contrapunto de ternura al que me siento adherido y que me empuja a escribir, más que de la contabilidad de las pieles, sobre esta ingenua creencia en lo que no tiene sitio, sobre esta suave tarea de confiar en nosotros, sobre este modo lento de avanzar hacia porvenires antiguos.

SOLITARIOS
Vuelvo a casa.

Y si está la soledad propicia,
la llama de la vela,
la noche y esa música,
me pongo a separar lo que me has dicho,
palabra tras palabra,
con cuidado.

Y luego
las pongo en la mesa,
boca abajo,
y con la mano izquierda
—la mano del deseo—
las escojo al azar,
las vuelvo como cartas
y las miro.

Y siempre me sale un solitario.

(Trinidad Gan)

Volver a empezar

Desde la primera vez que escuché la canción, adiviné que necesitaba escribir todo lo que he escrito. Las siguientes veces, detenido sobre las rimas de su letra, creí entender el motivo de tal necesidad, aunque ahora sospecho que sólo entreví una de las mil caras del prisma.

Sucede, y ahora lo sé — quizá entonces también lo sabía, pero no quería creerlo–, que ningún efecto tiene una sola causa, que toda causa produce residuos; que ambos, causa y efecto, intercambian sus papeles en la química del corazón y en la mecánica de la cabeza.

Que de tanto mirar las estrellas por el telescopio para soñar con el sur, se olvida la mano que siempre coge el teléfono; que tanto aguzar la vista sobre el horizonte y sobre la utopía, disipa el efecto del párrafo cotidiano contado entre risas; que el ruido de las tareas que uno tiene apuntadas en la lista estropea la melodía de cualquier canción.

Que cuando la agenda se agita, las primeras en caer al suelo, para todos, siempre son las mismas citas. Que si lo difícil se olvida al conseguirlo, lo sencillo se convierte en rutina. Que el roce, al mismo tiempo, alimenta el afecto y lo destruye. Que es de aquellas mariposas del estómago de donde vienen ahora los gusanos.

Y que la distancia es el olvido. No te creía, pero ahora sí, lo confieso. Aunque seguimos sin estar de acuerdo: porque tú cantas que los kilómetros son la sustancia del olvido, pero yo afirmo, rotundamente, que los asesinos de la memoria son los milímetros.

Entre el horizonte y el sofá, entre la realidad y la ilusión, entre mi idioma y el tuyo, he perdido el sitio. Y lo ando buscando otra vez por aquí, en este modo de encontrar palabras que decirte al oído.

No sé si lo conseguiré, pero espero poder volver al origen, a empezar por el principio, repitiendo lo primero que dije hace 100 textos: que, sin ti, ya no me gusto.

Quiero escribir palabrasquedecirtealoído para que me inventes bien, no vaya a ser que, luego, también deje de gustarme yo, contigo.

No rechaces los sueños por ser sueños…
No rechaces los sueños por ser sueños.

Todos los sueños pueden
ser realidad, si el sueño no se acaba.

La realidad es un sueño. Si soñamos
que la piedra es la piedra, eso es la piedra.

Lo que corre en los ríos no es un agua,
es un soñar, el agua, cristalino.

La realidad disfraza
su propio sueño, y dice:
”Yo soy el sol, los cielos, el amor.”
Pero nunca se va, nunca se pasa,
si fingimos creer que es más que un sueño.

Y vivimos soñándola. Soñar
es el modo que el alma
tiene para que nunca se le escape
lo que se escaparía si dejamos
de soñar que es verdad lo que no existe.

Sólo muere
un amor que ha dejado de soñarse
hecho materia y que se busca en tierra.
(Pedro Salinas)

Con amor, Rosie

Querido Alex:

Supongo que el amor es un modo de perderse de vista mirando a otro, una forma de vivir otra vida y tirar la propia al contenedor gris.

Supongo que el amor es un modo de confundir nuestros defectos con virtudes que sólo existen en los libros, una manera de sellar los negocios siempre con pérdidas.

Supongo que el amor es un modo sencillo de separarse de aquellos a quienes queremos acercarnos, una manera de construir montañas de arena con un grano.

Supongo que el amor es un modo de querer dejar huella sin pisar la playa, una manera de embarazarse sobre sí mismos, un proceso para convertir ausencias en rencor mal digerido.

Supongo que el amor es un modo desesperado de interponer la memoria entre tu olvido y el mío, una forma de desear lo que se tiene, un pago atrasado de ferhormonas que siempre se deja a deber.

Supongo que el amor es una forma de mentir y mentirse con sensatez, un modo de decir y de decirse la verdad incompleta, una consecuencia de no estar seguro y parecerlo, un equivocarse de botón repetidamente aun sabiendo desde el principio cual era el correcto.

Supongo que el amor es un modo de terminar mal y sin fin, una manera de empezar tropezando con el comienzo, una demostración de que han pasado los años sin que nos diéramos cuenta.

Supongo que el amor es una manera de pronunciar lo que no se dice, una forma de escuchar lo que nadie pronuncia, un método para decir eso que nadie escucha.

Supongo que el amor es un modo de adorar las palabras que no salen de los labios, una maniobra para abortar el programa previsto, una estrategia de medusa transparente contra la playa, un tiempo para soñar completamente sonámbulo.

Supongo que el amor es un modo, el mejor modo, de estropearlo todo y, al mismo tiempo, de darse cuenta de que no ser perfecto no significa estar roto.

Supongo que el amor es un modo de colocar a destiempo los puntos y las comas, una táctica para alejar las cesuras de la respiración de los versos. Supongo que el amor es un modo de escribir en otro idioma y una manera de leer traduciendo mal el tiempo de los verbos.

Pero yo no sé nada de todo lo que he dicho, querido Álex, sólo lo supongo. Quizá es que el amor no es más que un modo de suponer. 

Llámame si supones lo mismo.

Con amor, Rosie.

La desaparición de Eleanor Rigby

Algunas veces es díficil encontrarle algún sentido a la vida. Te tiras por el puente como esperando que debajo del agua todo esté más claro.

Huir o volver, no parece abierto ningún otro camino. Entre tanto, los rostros se van perdiendo en la memoria en un proceso que desgarra.

Volver a la universidad, a la vieja casa, al restaurante propio que te tenga la cabeza ocupada. O huir al nuevo, retomar la tesis abandonada.

Encontrar otro cuerpo que habitar o echar de menos el antiguo. No es que no se sepa qué camino tomar, sino que no se ve ningún camino.

La depresión es el estado natural del hombre consciente de sí mismo, cuya única cura estriba en la capacidad de soñar y en el alivio de olvidar. Ayer y mañana son días en los que no se puede hacer nada, es cierto, pero le prestan algo de sentido a lo que vivimos hoy.

Puede que no seamos capaces de contarlo, porque esperamos cosas sin nombre, sin fecha, sin documentos que firmar. Esperamos que alguien siga estando y que cada vez lo notemos más cerca, esperamos que las sorpresas de la vida nos alegren más de lo que nos entristezcan, esperamos poder contar este año que empieza cuando comience el siguiente, esperamos que haya algo que seguir esperando. Seguramente deseamos tanto, tan por dentro, tan difícil de expresar, que es como si no esperáramos nada.

Yo tampoco espero nada de la vida, Elly, nada que se pueda contar a un conocido al que no ves hace años. Es algo que uno siente dentro, como un murmullo intermitente que se enciende a ratos y a ratos se apaga y te ayuda a dormir por las noches.

Uno elige huir, la otra prefiere volver, dos formas de comenzar de nuevo. Quizás la clave no sea sino no dejar de empezar nunca.

Pero es que la depresión y la tristeza hablan idiomas extraños. Es muy difícil saber cómo se pronuncian las palabras mágicas para que surtan efecto, cual es el gesto que dispara el calor, cómo bailar la música con que laten unos corazones tan extranjeros.

Tractatus de amore
I
No digas nunca: Ya está aquí el amor.

El amor es siempre un paso más,
el amor es el peldaño ulterior de la escalera,
el amor es continua apetencia,
y si no estás insatisfecho, no hay amor.

El amor es la fruta en la mano,
aún no mordida.

El amor es un perpetuo aguijón,
y un deseo que debe crecer sin valladar.

No digas nunca: Ya está aquí el amor.

El verdadero amor es un no ha llegado todavía…V
Aunque quizá todo esto es mentira.

Y el único amor posible (entiéndase, pues el Amor con mayúscula)
sea un ansia poderosa y humilde de estar juntos,
de compartir problemas, de darse calor bajo los cubrecamas…

Reír con la misma frase del mismo libro
o ir a servirse el vino a la par, cruzando las miradas.

Deseo de relación, de compartir, de comprender tocando,
de entrar en otro ser, que tampoco es luz, ni extraordinario,
pero que es ardor, y delicadeza y dulzura…

No la búsqueda del sol, sino la calma día a día encontrada.

El montón de libros sobre la mesa, tachaduras y tintas
en horarios de clase, el programa de un concierto,
un papel con datos sobre Ophuls y la escuela de Viena…

Quizá es feliz tal Amor, lleno de excepcionales minutos
y de mucha, mucha vulgaridad cotidiana…

Amor de igual a igual, con arrebato y zanjas, pero siempre amor,
un ansia poderosa, pobre, de estar unidos, juntos,
acariciar su pelo mientras suena la música
y hablamos de las clases, de los libros,
de los pantalones vaqueros,
o simplemente de los corazones…

Aunque quizá todo esto es mentira.

Y es la elección, elegir, lo que finalmente nos desgarra.

(Luís Antonio de Villena)

Supongo que te habrán contado

La realidad consiste en fragmentos. Si te das cuenta, la misma película proyectada, el mismo paisaje caminado, la misma conversación mantenida, el mismo beso compartido o la misma imperiosa necesidad de una silla se perciben de modo distinto para cada uno.

Cuando nos arrolla algún fragmento, lo percibimos como un todo global, a veces confuso, pero que se extiende hasta rellenar un instante, un minuto, un mes, una vida. Lo percibimos como un todo con tanta fuerza, a veces confusa, que no se nos ocurre pensar que sólo es una parte, un fragmento, un fotograma.

Sólo hay una verdadera razón para contar lo sucedido, una única necesidad sustancial que es la de revivirlo, tal y como hacemos con los recuerdos que, al contarlos, parecen dejar de representar lo perdido y confiamos en retenerlos un poco más. Como una conversación de madrugada, cuando los ojos se van volviendo chiquitos y nadie quiere que la suya sea la última palabra.

La única razón para contar lo sucedido es la imperiosa necesidad de asegurarse de que alguien más vivió un momento con nosotros, que le dio tanto valor como nosotros, que significa lo mismo que para nosotros.

Las otras razones posibles son espurias, ficticias, bastardas… Porque también contamos para engañar o engañarnos, para dar envidia o propagar rumores, para presumir, para matar el tiempo, para detener ese ruido infernal en que a veces se convierte el silencio.

Contamos para sobornar a algún biógrafo aturdido, para alterar la gran investigación de la verdad del mundo, para convencer de que nuestro fragmento es el único. O para limar los bordes y sacarle brillo a ese trozo de la realidad que sólo puede ser nuestro. Muchas veces también contamos en defensa propia, para des-contar lo que dicen otros.

Supongo que te habrán contado muchos fragmentos, aunque no sé bien con qué objeto. Pero te habrán contado quienes siempre te cuentan, como siempre te cuentan, por lo que siempre te cuentan. Quizás me equivoco yo en lo que no cuento, porque puede que la curiosidad o la tranquilidad de otro sea también una razón aceptable para contar.

En cambio, sí quiero contarte la otra porción, esa que yo mismo me cuento para retenerla un poco más, para distinguirla de un sueño y saber en qué cara del poliedro estuvimos cada uno. Mi fragmento está lleno del peso aprendido de un cuerpo, del calor suave de una piel que al extenderse se va tornando doméstica y de ese intento tan desvalido de restregar la tristeza contra las sábanas, sin conseguir que desaparezca.

Supongo que te habrán contado, alguna vez, estas mismas cosas que yo te cuento. Puede que hasta con mejores palabras, con edad más apropiada para la ternura y con gestos más intensos. 

Yo sólo escribo aquí este fragmento para tener un sitio en donde guardar las cosas que pierdo y avisarme de las que no quiero seguir perdiendo.

NOSTALGIA DE PESO
Siento nostalgia de tu peso, del modo
tan particular que tiene el amor
de encaramarse a las sillas,
de esa sensación de espuma en el oído
cuando tu pelo se me enreda en los dedos
mientras respiras a dar.

Es curioso que la nostalgia se me acumule
en los brazos abiertos, en los muslos exentos
de ese peso justo que me ancla a la tierra
y a un lento recorrer los bordes de una nube.

Es curioso sentir esta nostalgia de tu peso.

Tú dirías, con esa niebla con que miras la vida,
que se puede vivir sin abrazos y sin besos.

Seguramente tendrías razón si lo dijeras,
como lo dices todo, mansamente,
como ciego que le alumbra al visitante
el fondo de la celda
en la que se desespera de oscuridad.

Tal vez tuvieras razón y se pueda
tener una vida corriente entre las manos
sin otra cosa que llevarse a los muslos
que el recuerdo de un peso,
sostenido a favor y en contra
de la ley de la gravedad.

Ensayo y error

Te acordarás enseguida, porque la memoria
es un tigre acorralado por el tiempo,
que de los aciertos y de las rimas
ya no te queda ni rastro;
si acaso,
un color indistinguible en las tardes aburridas,
una luz avejentada y estática sobre los pájaros.

En cada error estuvo el bronce
de lo que fuimos. La mano
que nos va esculpiendo a golpes
siempre empuña el espasmo,
el afilado borde que tiene
todo aquello que no hicimos.

Pero si te fijas, las flechas
que no dieron en el blanco,
las notas desafinadas en la partitura,
los borrones que se esconden
en la cara oculta de cada página,
son la brújula que nos ahuyenta
hacia el siguiente naufragio,
hacia el próximo huracán.

Hay que desenvainar el futuro,
sin medir la altura de la vida
por la que se transita,
y abrirse paso por el mundo,
con más temor de olvido que de fracaso,
pues sólo hay un error terrible,
una única e inexorable equivocación última:
esa que ya nadie, entonces,
sabrá perdonarnos.

LA PIEDAD DEL TIEMPO
¿En qué oscuro rincón del tiempo que ya ha muerto
viven aún,
ardiendo, aquellos muslos?
Le dan luz todavía
a estos ojos tan viejos y engañados,
que ahora vuelven a ser el milagro que fueron:
deseo de una carne, y la alegría
de lo que no se niega.

La vida es el naufragio de una obstinada imagen
que ya nunca sabremos si existió,
pues sólo pertenece a un lugar extinguido.

(Francisco Brines, La última costa, 1995)