Un lugar para refugiarse

La noche es mal lugar para refugiarse, ni siquiera La Buena. Anda ahora enfadada con los árboles y vibra de oscuridad su monotonía de persianas. En la noche no hay caminos, es cierto, y puede parecer por eso que nadie va a encontrarte. Pero es que estar perdido no es lo mismo que salvarse.

La casa, la cama, el sofá, sirven como trincheras para domésticas batallas, son salvoconductos que tienen utilidad contra factura. Pero no son posadas las cárceles que uno levanta a su alrededor, por muy bien acabados que estén los barrotes, por bien acondicionada que tengamos la jaula nunca será un hogar si nos aprieta en el canto.

En la redondez de los relojes no hay sitio para esconderse, descartémoslo de inmediato. El tiempo arrasa todo lo que toca y no es buen refugio una barca que flota a la deriva, arrastrada por el río hasta la cascada final.

Y del amor prefiero no hablar demasiado alto. Porque es mal sitio para desguarnecerse y quedarse quieto, y mucho menos asombrado o loco. El amor no nos salvaguarda del desastre, más bien al contrario, lo llama a voces. Eso sí, voces rellenas de miel y de palabras que embriagan.

Tampoco la memoria es buen lugar para el refugio, y ni siquiera nos sirve el olvido. Porque es caprichosa, tanto como el azar, y luego, más tarde, cuando al fin queramos salir a campo abierto, puede empeñarse en retenernos en su laberinto de recuerdos y dolor.

Quizás podamos encontrar amparo en las cosas pequeñas, en el contenido de los cajones del dormitorio y en el tácito abrazo de las camisas. Quizás podamos encontrar albergue por entre los fogones de la cocina o entre las llaves que nos echamos en el bolsillo.

Quizás el refugio esté en las escaleras, en esas escaleras que siempre nos llevan al mismo sitio, en este suave silencio de teclas en casa vacía, en el tacto tenue del bolígrafo que escribe la lista de la compra, en la luz que se enciende cuando abres el frigorífico.

Puede que la rutina sea un buen lugar para refugiarse. Tal vez el único cobijo esté en esos actos repetidos que ya no sabemos bien cuando los aprendimos ni por qué. Es posible que podamos escudarnos en lo cotidiano intentando elevarlo hasta divino, agarrando la vida por su levedad.

Refugiarse, sí, y tomar fuerzas, pero luego hay sacar los cuerpos al aire, meternos de cabeza en lo venidero, afrontar el futuro que tenemos delante y resistir de pie hasta el próximo dolor, hasta encontrar el siguiente refugio, que estará detrás de alguna risa o, más probablemente, de algún llanto.

Sólo nos aislamos en las cosas pequeñas,
en la mínima y frágil libertad
de las cosas pequeñas
y nos cuesta en verdad dejarlas,
porque al abrigo de los inútiles objetos
inevitablemente cotidianos
existe todo un mundo no sabido de ternura.

Sólo nos aislamos,
sólo crecemos en las cosas pequeñas:
aquel pañuelo que llevamos siempre
doblado con tanto cuidado en el bolsillo,
la canción que recordamos de pronto,
un libro ya olvidado,
el gesto repetido tantas veces,
o la cosa más íntima
que nadie podría amar
como nosotros la amamos.

Se trata, bien mirado, de una constante
evasión hacia nosotros mismos,
hacia la más pura e íntima parte
de nosotros mismos,
convertida al fin y al cabo
-y nos sorprende siempre constatarlo-
en lo que más nos acerca al yo profundo
que vive adentro nuestro,
y sobre todo en lo que más intensamente
nos alienta a vivir.

(Miquel Marti i Pol)

Una pistola en cada mano

Te equivocas, como yo me equivocaba, si piensas que hay cosas que nunca se cuentan. Todo se cuenta: a los amores, a los familiares, a los amigos, a los compañeros o a los vecinos. Al confesor o a la terapeuta.

Los secretos también se cuentan, sólo que a muy pocas personas. Hace falta intimidad para contarlos, desde luego, pero esa intimidad no suele ser suficiente. También es necesario que, quienes escuchan, no sean testigos, ni partes contratantes, ni víctimas, ni verdugos, ni agentes colaterales, ni fiscales, ni jueces del asunto en cuestión.

No hay más intimidad que la que ocurre, a veces, cuando se habla con un completo desconocido. El susodicho incógnito puede cobrarte por horas mientras estás tendido en un diván, o escucharte por amor al arte, con la curiosidad de quien lee una novela que ha caído en sus manos sin esperarlo. Pero siempre es un desconocido el mejor receptor de los secretos que, entonces, se convierten en novelas anónimas.

La técnica del «yo tengo un amigo al que un día» es otro modo de forzar ese anonimato. Lo que pasa es que está muy visto y los más perceptivos de entre quienes te rodean, te pillan enseguida el truco.

Pero todos los secretos se cuentan. Incluso, para los más valiosos, dibujamos un mapa en el que marcamos cruces rojas y senderos escondidos. Todos los secretos se acaban sabiendo.

La otra manera de publicar secretos es escribir la verdad como si fuera mentira, taladrarlos en la mente de quienes te leen pero en un idioma indescifrable. Contarlos envueltos en metáforas, cambiando las partes del cuerpo por nombres de frutas, evitando el orden exacto de los sucedidos y llamando a todas las mujeres Margarita.

Hacer trocitos la verdad y desordenarlos para que parezcan mentira es, en el fondo, el objeto último de este mapa, por cuya boca, sé que se irán muriendo todos mis secretos, tarde o temprano. Confío en que sean parecidos a los tuyos, a los de todos, a los de alguien que, alguna vez, descubrirá que todas las metáforas que se necesitan para vivir convergen en un solo punto.

A mí, naturalmente, también me gustaría descubrir algunos secretos de los demás: por qué se entristece aquel cuando nota que parece sonreirle el destino y abrirle una noche, cómo hay quien puede sentirse a gusto y, sin embargo, romper a llorar disimulando, cual es la razón por la que alguien permite insistentemente que se estropeen sus planes o hacia dónde quiere ir y con quién cuando le preguntas y te responde que «estoy bien».

Imagino que no me los contarán hasta que ellos y yo no consigamos ser unos completos desconocidos. O, al menos, hasta que puedan confiar en que yo no llevo una pistola en cada mano.

Me pregunto si, para poder ser buenos amigos, no será imprescindible, también, tratarse como completos desconocidos que se cruzan en un parque, que se cruzan en el mismo ascensor, que se cruzan sobre una misma mujer o sobre secretos parecidos.

LAS CLARAS PALABRAS
Hay más polen en el aire que en las flores
esta tarde y cualquier certeza
depende del gesto con que la aceptemos.

Tan dulcemente como decirte algún secreto
al oído y sentir que la piel
se te enciende otra vez de deseo.

Cuando cese el viento, la noche, con lentos pasos,
nos devolverá el espacio de los sueños
casi perdido pero aún meciéndose
en los confines del cuarto.

Será entonces el momento de decir las claras
palabras tan sabidas, las mismas
palabras con que hemos compartido
por igual, quizá sin saberlo,
destinos oscuros y brillantes sorpresas.

(Martí i Pol, versión de Adolfo García)