Ruby Sparks

Se me quedan las manos frías en el teclado mientras te invento en palabras, mientras me voy inventando en proyectos de ser como nunca podré ser.

A ratos te quisiera dulce, a ratos frívola, a ratos te quisiera violentamente tierna. Cambiaría, con un par de palabras, todas tus lágrimas por una sonrisa, aunque, tengo que confesar, egoísta y avergonzado, que algunas de tus sonrisas las me alejan de ti más de lo que yo quisiera creer que creo.

Podría describirte en un párrafo aún más hermosa o pronunciar tus curvas con una retahíla de esos adjetivos que casi se mastican al leerlos en voz alta. Sin embargo, esa nunca fue tentación de estos dedos que noto helados sobre las teclas, sino más bien, deslizarse por la suavidad de los montes y encrucijadas de tu mapa.

Quizás movería el tiempo, aceleraría manecillas solitarias y pararía la arena de los relojes con un par de verbos lentos y participios sonrosados. O puede  -¿por qué no?-, que tapizara de rojo las paredes de algún capítulo desbocado y loco, en donde no quedara espacio para metáforas leves ni susurros.

Conocería tus respuestas por anticipado dictándotelas parapetado tras un párrafo, evitaría tus temores dándote a conocer tu propia valentía, me anticiparía a tus más profundos deseos y conseguiría cambiar en el calendario las efémerides íntimas para que siempre coincidieran en sábado.

Seguramente te haría feliz de vez en cuando -que es como hacerme feliz yo mismo- teniendo previstos los adverbios precisos, algún humor mágico y manipulando el diccionario para inventar vocablos nuevos de esos que tanto te hacen reír. O me inventaría para ti una cena con baile multitudinario contra la melancolía que envíe la vida y que sea imposible parar con versos ni con promesas.

Pero he dejado de creer en Serrat a pie juntillas y, aunque me sigue pareciendo fantástico que pudieras ser tal y como yo te he imaginado, estoy convencido de que lo verdaderamente deseo es que seas como quieras ser, que me quieras como quieras quererme y que me entiendas como quieras entenderme.

Y si no pudiera ser así, que la vida siga, lentamente, más allá, nadie sabe…

Querida… bueno, es largo de explicar… pero vuelvo

Hablemos de la consistencia del éxito. O, si lo prefieres, de la materia de la felicidad. No digo yo que sean lo mismo, pero están en el mismo sitio.

Te lo digo por experiencia, que no es una experiencia única, sino la que todos tenemos. Esa, la de pensar que si hubiéramos… que si no hubiéramos… la de soportar el peso de haber pulsado un botón equivocado sin tener en cuenta la levedad de saber que ninguno era el correcto.

Ser mundialmente conocido, ganar mucho dinero o pasar por la cama de toda aquella persona que en un momento nos apetece, está bien, mola, no lo discuto. Y los coches chulos y la ropa de marca y la portada de una revista con tu foto, o una estatuilla de oro con tu nombre.

Tampoco discuto la belleza de ciertos atardeceres, el efecto devastador y maravilloso de algunas palabras, de ciertas canciones, de momentos irrepetibles o de parajes inconmensurables. Ni voy a poner en duda, tampoco, los beneficios de la paz interior o de una fluida circulación de energía por los chacras.

Yo ya volví a los diecisiete y, sinceramente, me encantó la experiencia tanto como me decepcionó. Porque no se trata del cuerpo ni de las hormonas, no consiste en tener un corazón repleto de estupor, no es una cuestión de calendarios ni de tersura en la piel.

Quiero decir que la segunda vez que tuve y me sentí con dieciocho, al igual que en la primera, el cuerpo tampoco me acompañó, aunque reconozco que de otro modo aún más funesto. Pero, sobre todo, y al igual también que la primera vez que tuve diecinueve, mi cabeza no me dejó creérmelo, no me permitió cumplir los veinte, no me dejó soñar con los ventiuno.

La juventud habita en la inconsciencia, en ese no saber, en ese no creer completamente lo que se sabe, en ese modo despreocupado de volar intuyendo apenas la necesidad del aterrizaje. Y digo inconsciencia, que no desconocimiento.

El fracaso y la infelicidad no están en la cuenta corriente, ni en el estómago, ni escritas en un papel con tinta invisible. Son, sólamente, una manera de ver el mundo, una de tantas, una de buenos y malos, de aciertos y errores, de tengo y me falta.

Como la juventud. Un modo de mirar alrededor detectando la posibilidad antes que la estadística.

Lo del millón de dólares no lo desprecio, no creas, que me vendría divinamente. Pero es que regresar diez años atrás no me convence, no me sirve repetir los pasos ya conocidos, no hay nada que arreglar que no pueda volver a estropearse sin saber ni cómo ni dónde.

Y, sobre todo, si me mandas de vuelta a los diecisiete, bórrame lo que sé y déjame que todo me vuelva a parecer nuevo.

Si no, querida, cuando vuelva sabré que el problema he sido, soy y seré… yo. También la solución.

Las mujeres y las armas
I
Bailabas junto a mí canciones viejas,
antiguos éxitos de algún verano
que escucho por azar. Para el recuerdo
ningún guardián tan fiel como la música.

Yo era un niño asombrado por tu cuerpo,
pero llegó septiembre a separarnos.

Me abordaste de nuevo en la ciudad
más alta y maquillada, en sus rincones
perdimos la inocencia como un guante
lanzado con descaro a los demás.

Con el paso del tiempo representas
los cines de reestreno y la pasión.

No pudimos cumplir los veinte juntos.

Me tentaste después de otras maneras,
y tomabas las formas más extrañas.

Aprendí ciertos juegos a tu lado,
el frío que amenaza tras la fiesta,
y algunos trucos, casi siempre sucios,
para fingir calor antes del alba.

Empezaba a pensar que no existías.

Te acercaste de nuevo, por sorpresa,
en un pequeño bar de facultad,
nos amamos despacio y con asombro.

Estábamos cambiados y creí
que no te irías más de mi universo.

Hemos sido felices estos años.

Y ahora regresas otra vez, hermosa,
desconocida y joven como siempre,
tentando todavía al desaliento.

Regresas otra vez para que entienda
que te he perdido ya, que sigo solo.

(Vicente Gallego)

Gloria

La felicidad siempre está en un mismo, dicen los que saben, aunque sin saber muy bien lo que dicen. La felicidad está en uno mismo, pero todos nos empeñamos en buscarla en los demás.

A veces la vida pierde brillo y se vuelve parda, plana, mediocre. Deja de faltar la respiración, se apacigua el vértigo y todo se vuelve monótono y rutinario.

Porque vivir no es brillar un instante ni resplandecer siempre, sino ir y venir de la luz a la oscuridad con pasos titubeantes, admiro tu viaje y tu osadía contra el desencanto.

En tu edad, que pronto será también la mía, veo como el mundo se ralentiza, se hace más liviano. Cuando toma las riendas el deterioro y todo consiste en ir cuesta abajo.

Hacer lo que deseas es, seguramente, el camino más directo hacia el fracaso. Porque no es la decadencia de los cuerpos, no es la voz de la experiencia, no es la derrota del amor ni el abandono de los pájaros.

Es la falta de sueños, la angustiosa dificultad de no tener un proyecto a medias, lo que nos impide firmar un breve armisticio contra las estafas de la vida. Sentirse en la víspera de un algo que nos rellena por dentro con un aire tan volátil que nos permite flotar un momento a dos milímetros del suelo.

Cada vez es la primera vez y así funcionan los capítulos de todas las novelas. Y en tanto esta primera vez se parece a todas las primeras veces, las piernas no pesan, el cuerpo rejuvenece, las ganas vuelven de nuevo justo al mismo sitio en que las perdimos y se nota en los encuadres un cierto esplendor del paisaje.

Caer desde esos dos milímetros al suelo, de repente, duele tanto como aterrizar desde tres metros. Porque no es la altura lo que daña nuestro espíritu, sino la desilusión de darse cuenta de que ese asunto de volar solo era un espejismo pasajero.

Sólo se puede ser feliz estando perplejo. El desencanto consiste en irse acostumbrando al estupor. Y luego todo vuelve a perder brillo y se vuelve pardo, plano, mediocre. Deja de faltar la respiración, se apacigua el vértigo y todo se convierte en monótono y rutinario.

Pero permíteme que no me rinda todavía, ni en esta edad, ni en esa tuya que pronto también será la mía. Permíteme que dibuje en el agua una esperanza que confirme el ciclo.

Porque todo pasa. Y como todo pasa, déjame creer que también el desencanto pasará y vendrá un estupor nuevo, otra primera vez como las anteriores.

Dicen los que saben, aunque sin saber muy bien lo que dicen, que la felicidad está en uno mismo. Y yo, que no sé tampoco muy bien lo que digo, prefiero pensar que la felicidad está en uno distinto, aunque a temporadas nos parezca que todo no es sino la copia falsificada de un aburrido y tenue mucho más de lo mismo.

Díptico
No hay luz sino estupor de luz
en este jardín abrasado
de frío y lenta escarcha donde
alguien cuya sombra te evoca
remueve sin prisa la tierra
y deja en los surcos un hilo
de luz fría donde mis ojos
desde esta página te anuncian
y dicen verte, aunque no estés.*
Hago inventario de tu ausencia:
ojos no usados, aire intacto,
las horas como lumbre escasa
que el aire no aventa ni excita.

En todo espío transparencias,
temblor que es tu cuerpo inasible.

Hago inventario de tu ausencia
para que sepas de tu vida
a mi lado, cuando no estás.

(Jordi Doce)

Felicidad

Si es que no decimos claramente lo que querermos o si es que no queremos claramente lo que decimos, el caso es que todo el mundo es infeliz.

Sea porque queremos lo que no podemos o porque podemos lo que no queremos, el caso es que la infelicidad se expande por el mundo.

Buen padre y siquiatra, sensible maestra compositora, timido y solitario agente de seguros, sensual escritora de éxito, vecina amante del helado, esposos de largo abolengo conyugal o madre orgullosa, la frustación nos catapulta hacia la paradoja de la infelicidad.

Quizás, del mismo modo que la vida acaba en muerte irremisible y que, por tanto, sólo el roce con el camino a través de los pasos ofrece alguna clase de sentido al viajero, tal vez, también, sean las lágrimas y las risas las que midan el trayecto que une y separa la felicidad de la existencia.

Quiero decir que nos queda el deseo, que es esa lucecita caprichosa que alumbra siempre el otro lado del la calle en la que estamos, que hace resplandecer otro cuerpo como si en su brillo estuviera el bálsamo y todas las curas.

Quiero decir que sin el ansia, sin la pulsión hacia la otra orilla, sin el latido contradictorio de un pensamiento que al expandirse nos contrae, sin la ausencia imaginaria de eso tan apetecible que vemos en los otros, tal vez no seríamos humanos.

Entiendo que las personas no somos hasta que no deseamos, que vivir es ir persiguiendo sombras, que sentir conduce a imaginar. Entiendo que no, que yo no pregunto, yo deseo.

Sea porque la pasión es lo que nos mantiene vivos, sea porque estamos vivos para mantener la pasión, el caso es que nadie es feliz en mitad de la maraña. Y nunca se llega a la zanahoria que colgamos en la punta del palo; y, cuando se llega, resulta que estaba hecha de un aire que se muerde con rabia y deja la garganta llena de polvo.

Quizás la felicidad esté en el último poema, en la familia de cinco soledades reunidas en la misma mesa, a donde llegar con ojos de chiquillo y decir sonriendo «me he corrido».

Pero sea porque no escuchamos correctamente lo que nos dicen, o sea porque no nos dicen correctamente lo que escuchamos, el caso es que siempre queda un final pendiente de resolver en todas las historias y un alguien a quien acercarse del que, más tarde, luego, nos querremos alejar completamente.

LA CONDENA
El que posee el oro añora el barro.

El dueño de la luz forja tinieblas.

El que adora a su dios teme a su dios.

El que no tiene dios tiembla en la noche.

Quien encontró el amor no lo buscaba.

Quien lo busca se encuentra con su sombra.

Quien trazó laberintos pide una rosa blanca.

El dueño de la rosa sueña con laberintos.

Aquel que halló el lugar piensa en marcharse.

El que no lo halló nunca
es un desdichado.

Aquel que cifró el mundo con palabras
desprecia las palabras.

Quien busca las palabras lo cifren
halla sólo palabras.

Nunca la posesión está cumplida.

Errático el deseo, el pensamiento.

Todo lo que se tiene es una niebla
y las vidas ajenas son la vida.

Nuestros tesoros son tesoros falsos.

Y somos los ladrones de tesoros.

(Felipe Benítez Reyes)

El misterio de la felicidad

Sólo hablamos de lo que vivimos, de cómo lo vivimos y sólo somos capaces de desear aquello que nos falta.

La «bastantidad» es un espejismo. En realidad, necesitamos muchas cosas para ser felices, para sentirnos bien. Pero no por una cuestión de cantidad, o de diferenciación de necesidades, sino porque olvidamos con facilidad lo que tenemos.

Comer y beber, el resto es divertirse. Hablamos de lo que vivimos, civilizados, relativamente cultos, asentados. Rápidamente obviamos lo que tenemos asegurado, empezando por obviar, precisamente, a quien tenemos delante mientras hablamos.

Como no vivimos en Gaza, ni en Liberia, ni en Etiopia, ni en Groenlandia, olvidamos lo importante que es poder dormir sin el miedo a que un proyectil derribe tu casa, sin el miedo a que cada dolor de cabeza corresponda a un virus mortífero, sin el miedo a que te secuestren los narcos. Llegamos a final de mes, tenemos casa, oficio, familia, espacio, tranquilidad.

Dormimos en un colchón, ponemos nuestro aire acondicionado o la calefacción y despreciamos el agua fría que sale del grifo hasta que alcanza la temperatura que preferimos para la ducha. Y pintamos la casa o le ponemos un toldo, cambiamos los cuadros de sitio y pasamos una tarde entera eligiendo los cojines nuevos del sofá.

Comer y beber, el resto es divertirse. Porque ya damos por supuesto todo lo que olvidamos que tenemos. Te decía yo, que también existe una necesidad estética, de rodearnos de un entorno material que nos agrade. Pero más importante todavía es la necesidad ética de ser los buenos de nuestra película.

Me salen más necesidades. Si no tenemos a quién contárselas, se nos olvidan las cosas, nos pasa por encima lo vivido sin pena ni gloria. Por eso necesitamos memoria, aunque siempre se nos olvida que hay un alguien ahí, que nos escucha o nos lee.

La última necesidad que propongo, no sé si es general o sólo de mi película. Necesitamos expectativas, planes, sueños; la inconsciencia de creer que mañana no será el último día para contrarrestar la indolencia de saber que todo acaba, que todo cansa.

Me preguntaste una tarde que qué espero de la vida. Comer, beber, divertirme, por supuesto. Pero también espero que me permita, antes de que sea demasiado tarde, aprender a hablarte como te escribo. Porque si no tenemos a quién contarle las cosas, los sueños, la parte de la vida que nos toca, se nos olvida quiénes somos, que estamos vivos, que alguna vez alguien, algo, nos rozó.

Comer, beber, divertirse. Pero también, y sobre todo, desear lo que no tenemos, lo que hemos perdido, lo que nunca conseguiremos encontrar.

En contra del olvido
Si el tiempo en la memoria no muriese
tan lento y torturado, disponiendo
por tanto una manera melancólica
de volver al pasado y de sentirlo
no como un algo muerto, sino siempre
a punto de morir y siempre herido
-y renacido siempre, y de tiniebla.

Si el tiempo, en fin, tuviese potestad
para borrar su estela de memoria,
para enterrar sin daño los recuerdos
en vez de darles rango de abstracción
-y en las tardes vacías recordar;
con algo de tahúr y algo de mago,
lo que ya sólo es ficción del tiempo
como un viento lejano, un eco frío.

Si todo fuese así, si en el pasado
no fuera uno la estatua de sí mismo
en una plaza oscura y sin palomas
o el actor secundario de una obra
retirada de escena, me pregunto
qué sería -imagina- de nosotros,
que sellamos un pacto tan antiguo
como el color del aire en la mañana.

Qué habría de ser entonces, sin memoria,
de nosotros, que hacemos renacer
al juntar nuestras manos esta noche
tantas noches y lunas y ciudades
y tembloroso mar de las estrellas.

(Felipe Benítez Reyes)

Podría perfectamente suprimirte de mi vida,
no contestar tus llamadas, no abrirte la puerta de la casa,
no pensarte, no desearte,
no buscarte en ningún lugar común y no volver a verte,
circular por calles por donde sé que no pasas,
eliminar de mi memoria cada instante que hemos compartido,
cada recuerdo de tu recuerdo,
olvidar tu cara hasta ser capaz de no reconocerte,
responder con evasivas cuando me pregunten por ti
y hacer como si no hubieras existido nunca.

Pero te amo.
(Darío Jaramillo Agudelo)

Lucy

A este humanoide no puede negársele el ingenio desplegado. Usando tan sólo el 10% de su capacidad cerebral ha conseguido, a través de las generaciones sucesivas, extenderse como un virus por todo el planeta y dejar su huella.

Lenguaje, arte, música, pirámides altísimas, puentes infinitos, destrucciones masivas… De aquella primera célula han venido después la Madre Teresa de Calcuta y Hitler, Atila y Maradona, la miseria y la ostentación. Hemos conseguido insertar la crueldad entre la ternura con tan buenos resultados que ya ninguna de las dos nos conmueve.

¿Qué pasaría si fuesemos capaces de emplear más porcentaje de nuestro cerebro? No conozco a nadie que no quisiera saber más de lo que sabe, nos vibra por dentro una pulsión que nos empuja a anticipar, a analizar, a resolver lo que nos resulta extraño o ilógico.

Nos aventuramos permanentemente a predecir el futuro y a novelar el pasado. Si volviera con mi ex, se arreglarían todos mis problemas, si me hubiera ido aquel verano, la vida habría seguido tan bien como estaba, ¿hará buen día para ir de playa?, ¿por qué me dejó de un día para otro?

La verdad nos hará libres y el saber no ocupa lugar, aunque yo me pregunto que si la esposa engañada (qué frágil es el amor cuando el polvo lo ensucia) que anuncia en facebook sus dudas y abre la posibilidad del perdón, no habría preferido no saber, no tener certeza ni indicios de lo que se cocía a sus espaldas. No, no siempre estamos preparados para saber lo que no sabemos y nunca conseguiremos estar dispuestos a ignorar lo que ignoramos.

No sé si, al comenzar a emplear más cerebro, todos empezaríamos por donde empezó ella: matar y dar las gracias. Lo que nos hace humanos, yo también así lo entiendo, no es el conocimiento, sino la emoción, lo primitivo. Cuando se deja de sentir dolor, miedo, afecto, hambre o frío, uno deja de ser humano para ser otra cosa. Ella, ¿se ha fijado alguien?, no ríe en toda la película, no se siente contenta de saber, y usa su única sonrisa como herramienta para matar y huir.

Transmitir lo que uno sabe puede ser el sentido de la vida, acumular conocimiento para la próxima generación, huir hacia adelante. O quizás no, quizás la vida no sea el problema que hay que resolver, sino la posibilidad de resolver algún problema.

La ignorancia es la fuerza, decía Orwell, y Miguél Hernández, con voz de Serrat, añadía que solo vale la pena vivir para vivir. Ella, Lucy, alcanzó el 100% de su capacidad justo a tiempo, desapareció como por arte de magia y, cuando el policía herido preguntó por su paradero, el mensaje del móvil respondió: «estoy en todas partes».

Y no sé yo si estar en todas partes es estar vivo, y no sé yo si estar en todas partes es ser feliz. Quizás no importe ninguna de las dos cosas, como seguro que tampoco importa demasiado que yo siempre me imagine a Lucy en el cielo, con diamantes.

El peligro de la esperanza
Es justo allí
a mitad de camino entre
el huerto desnudo
y el huerto verde,
cuando las ramas están a punto
de estallar en flor,
en rosa y blanco,
que tememos lo peor.

Pues no hay región
que a cualquier precio
no elija ese tiempo
para una noche de escarcha.

(Robert Frost)

Todos los días
Ya no se declara la guerra,
se prosigue. Lo inconcebible
se ha hecho cotidiano. El héroe
permanece alejado de los combatientes. El débil
ha avanzado hasta las zonas de fuego.
El uniforme de diario es la paciencia,
la condecoración, la mísera estrella
de la esperanza sobre el corazón.
Se concede
cuando ya no pasa nada,
cuando el fuego nutrido ha enmudecido,
cuando el enemigo se ha hecho invisible,
y la sombra del armamento eterno
oscurece el cielo.

Se concede
por abandonar las banderas,
por el valor ante el amigo,
por revelar secretos indignos
y desacatar
toda orden.

(Ingeborg Bachmann)