Querida… bueno, es largo de explicar… pero vuelvo

Hablemos de la consistencia del éxito. O, si lo prefieres, de la materia de la felicidad. No digo yo que sean lo mismo, pero están en el mismo sitio.

Te lo digo por experiencia, que no es una experiencia única, sino la que todos tenemos. Esa, la de pensar que si hubiéramos… que si no hubiéramos… la de soportar el peso de haber pulsado un botón equivocado sin tener en cuenta la levedad de saber que ninguno era el correcto.

Ser mundialmente conocido, ganar mucho dinero o pasar por la cama de toda aquella persona que en un momento nos apetece, está bien, mola, no lo discuto. Y los coches chulos y la ropa de marca y la portada de una revista con tu foto, o una estatuilla de oro con tu nombre.

Tampoco discuto la belleza de ciertos atardeceres, el efecto devastador y maravilloso de algunas palabras, de ciertas canciones, de momentos irrepetibles o de parajes inconmensurables. Ni voy a poner en duda, tampoco, los beneficios de la paz interior o de una fluida circulación de energía por los chacras.

Yo ya volví a los diecisiete y, sinceramente, me encantó la experiencia tanto como me decepcionó. Porque no se trata del cuerpo ni de las hormonas, no consiste en tener un corazón repleto de estupor, no es una cuestión de calendarios ni de tersura en la piel.

Quiero decir que la segunda vez que tuve y me sentí con dieciocho, al igual que en la primera, el cuerpo tampoco me acompañó, aunque reconozco que de otro modo aún más funesto. Pero, sobre todo, y al igual también que la primera vez que tuve diecinueve, mi cabeza no me dejó creérmelo, no me permitió cumplir los veinte, no me dejó soñar con los ventiuno.

La juventud habita en la inconsciencia, en ese no saber, en ese no creer completamente lo que se sabe, en ese modo despreocupado de volar intuyendo apenas la necesidad del aterrizaje. Y digo inconsciencia, que no desconocimiento.

El fracaso y la infelicidad no están en la cuenta corriente, ni en el estómago, ni escritas en un papel con tinta invisible. Son, sólamente, una manera de ver el mundo, una de tantas, una de buenos y malos, de aciertos y errores, de tengo y me falta.

Como la juventud. Un modo de mirar alrededor detectando la posibilidad antes que la estadística.

Lo del millón de dólares no lo desprecio, no creas, que me vendría divinamente. Pero es que regresar diez años atrás no me convence, no me sirve repetir los pasos ya conocidos, no hay nada que arreglar que no pueda volver a estropearse sin saber ni cómo ni dónde.

Y, sobre todo, si me mandas de vuelta a los diecisiete, bórrame lo que sé y déjame que todo me vuelva a parecer nuevo.

Si no, querida, cuando vuelva sabré que el problema he sido, soy y seré… yo. También la solución.

Las mujeres y las armas
I
Bailabas junto a mí canciones viejas,
antiguos éxitos de algún verano
que escucho por azar. Para el recuerdo
ningún guardián tan fiel como la música.

Yo era un niño asombrado por tu cuerpo,
pero llegó septiembre a separarnos.

Me abordaste de nuevo en la ciudad
más alta y maquillada, en sus rincones
perdimos la inocencia como un guante
lanzado con descaro a los demás.

Con el paso del tiempo representas
los cines de reestreno y la pasión.

No pudimos cumplir los veinte juntos.

Me tentaste después de otras maneras,
y tomabas las formas más extrañas.

Aprendí ciertos juegos a tu lado,
el frío que amenaza tras la fiesta,
y algunos trucos, casi siempre sucios,
para fingir calor antes del alba.

Empezaba a pensar que no existías.

Te acercaste de nuevo, por sorpresa,
en un pequeño bar de facultad,
nos amamos despacio y con asombro.

Estábamos cambiados y creí
que no te irías más de mi universo.

Hemos sido felices estos años.

Y ahora regresas otra vez, hermosa,
desconocida y joven como siempre,
tentando todavía al desaliento.

Regresas otra vez para que entienda
que te he perdido ya, que sigo solo.

(Vicente Gallego)

¿Cuánto pesa el amor?

A veces eres tú quien cumple mis sueños en lugar de cumplirlos yo. Y entonces, la paradoja está servida.

Porque el caso es que estabas en mi sueño, lo habitábamos livianos y diferentes, perdíamos los mejores kilos de nuestra vida y ya nadie se nos reía por la espalda.

Pero ocurre que cuando uno fracasa en algo, acaba por pensar que ha fracasado en todo, la decepción te pone un cuchillo en la mano que imperiosamente necesitas clavar.

No son los pasos que tú das hacia mi paraíso los que me duelen, sino que me quedo atrás en el camino. Que te pierdo en mi propio laberinto después de haberte empujado dentro.

Odio a quienes tienen la dudosa virtud de reventarme los globos, a los que tienen la ingrata vocación de arrastrar la vida por el barro para que tengamos que mirar al suelo. Odio a los que tienen la perversa necesidad de empañar los espejos en los que me veo más delgado, más guapo, mejor.

Pero odio mucho, muchísmo más, a quienes me arrebatan los sueños, a quienes mis disfraz les sienta mejor que a mí. Odio profundamente a quienes, siguiendo mi sabio consejo, llegan fácilmente y sin esfuerzo a donde yo nunca, empiezo a tenerlo claro, conseguiré llegar.

Son la viva imagen de mi fracaso, un recordatorio permanente puesto en la puerta del frigorífico y en la parte de la cocina donde se dejan las llaves. Son las gotas de Fu Man Chú cayendo despiadadas y frías sobre la tonsura que se me ha abierto en el ego.

Porque al verlos, ya no me gusto, y me siento incómodo por dentro de la piel, y me pica el pensamiento cuando se me acercan y tengo que mentirles para no parecerme tan bellaco. Y, por mucho que se me acerquen, cuanto más desnudos estemos, menos se me levantan las partes de mí mismo cuyo tamaño no importa (aunque el correo se me llena todos los días de opiniones en contra y pastillas azules).

Lo peor de toda mi pataleta, he tenido que mentirme tanto por su culpa que tengo la verdad atragantada, es que son completamente inocentes. Que no han hecho nada malo, que está padre su esfuerzo y que se ven rebien con su traje nuevo. Que si son unos hijos de la chingada es sólo porque yo los envidio a muerte, si son unos cabrones es porque yo estoy en el pozo, porque tengo un fracaso estallándome en el corazón.

Para reparar un fracaso, me temo, no sirven las excusas ni los pretextos: no hay más solución que acometer un éxito, aunque sea en otra cama, en otro fogón o en otro pueblo.

Pero, bueno, a lo que iba cuando me puse delante del teclado… y el amor ¿cuánto pesa? Yo no lo diré en gramos, que en eso hay gustos como colores, lo diré con un sistema de ecuaciones que me he inventado: el amor ajeno pesa y dura, como mucho, lo mismo que dure y pese el propio. Amor propio que se alimenta, paradoja que está siempre servida, de los sueños que los demás tengan conmigo.

Muerte en el olvido
Yo sé que existo
porque tu me imaginas.

Soy alto porque tu me crees
alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos,
con mirada limpia.

Tu pensamiento me hace
inteligente, y en tu sencilla
ternura, yo soy también sencillo
y bondadoso.

Pero si tú me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa. Verán viva
mi carne, pero será otro hombre
-oscuro, torpe, malo- el que la habita…

(Ángel González)