Ausencia de ruido

La conversación, a ratos intrascendente, a ratos tendida, a ratos húmeda, no dejaba de moverse. Se desperezaba con una risa nerviosa, se retorcía como una sábana recién amanecida. Se frotaba, como cuando uno no está acostumbrado a la felicidad y al principio parece urticante notar que la tarde es liviana y amigable, se frotaba digo, y se dejaba acariciar sin aspavientos.

«Pase lo que pase» me dice antes de arder en el acto, como si lo ya pasado nada hubiera sido, y la charla se viste de tiros largos para anunciar palabras mullidas. Pero, en los entreactos de la gala, palabras sueltas, besos imparables pronunciados en el idioma del duermevela, suspiros impetuosos y algún que otro «sí» entrecortadamente inexacto.

Justo entonces, cuando el discurso iba ascendiendo desde el tobillo hasta el cuello sobre un lateral poco explorado del razonamiento, cuando la mano que mece el presente estaba doblando la raya del porvenir en dos partes imaginarias, ha sucedido el momento cuyo detalle quería dejar señalado aquí por escrito.

En ese preciso instante, la conversación y yo hemos disfrutado de ausencia de ruido. Una profunda y nada común ausencia de ruido. Una maravillosa y limpia ausencia de ruido.

Si bien es verdad que no es nada probable que la vida háyase detenido en varios kilómetros a la redonda de este idioma que practico justo en ese momento al que me refiero, debo poner de manifiesto uno de los datos que podrían inducir a error en la interpretación de este fenómeno que describo.

Porque la ausencia de ruido no es silencio, no. Habrá a quienes podría parecerles que consiste en eso. Pero no, en absoluto. La ausencia de ruido, se llama música.

Y algunas veces, las conversaciones se entrelazan las piernas, entornan los ojos y siguen el ritmo de esa antigua canción tarareando labios en un estribillo.

La conversación acaba luego. Para entonces ya nada importa quién tuvo razón antes ni quién estuvo de acuerdo primero. Sólo queda desear la próxima.

DESEO


Porque el deseo es una pregunta

cuya respuesta nadie sabe.

Luis Cernuda

No, no decía palabras, tan sólo acariciaba,
lentamente, mientras todo su cuerpo
unas manos distintas lo surcaban
y allí, entre esas manos, el silencio.

Dos bocas que se juntan,
renuevan el silencio,
y el aliento y la sangre
cobran sabiduría
de algún secreto ardiente e invencible,
como ola encabritada o tensa brida,
un secreto al que callan y otorgan.

Los cuerpos son tan sólo interrogantes
planteados deprisa,
porque no hay más respuesta
que no sea respuesta de unos labios abiertos,
que no sea de un cuerpo,
cuando un cuerpo es propicio.

El amor también es una sombra
que busca entre las sombras
otro cuerpo silente.

No decía palabras.

Tan sólo se entreabría
a una imperiosa voz no articulada.

(Enric Sòria, Andén de cercanías, 1996, Trad. Carlos Marzal)

ESPERA
Espera, que no es hora
de nada imprescindible. No te marches.

Que el sol ahora acaricia, y en la playa
el rumor de las olas se acerca solitario.

Ven, que andaremos cogidos entre las alquerías
y hablaremos de todo como si lo creyéramos
y el amor en los besos también será creíble.

Ven y pasearemos entre cosas amigas,
plácidamente unidos, como los que se aman.

¿No adivinas qué atardecer diáfano
a la orilla del agua, en nuestra misma mesa,
embriagados de vino y de presencia mutua,
preludio ya de abrazos en el frescor nocturno?
Ven, que hallaré para ti
las flores que te harán aún más bella,
los gestos más amables, un sentido a las cosas.

Todo aquello que solo jamás yo encontraría.

(Enric Sòria, Andén de cercanías, 1996, Trad. Carlos Marzal)

Lo que nunca he escrito

La verdad es que no sé cómo empezar este texto, aunque -y esto es raro en mí- ocurre que es de las poquísimas veces en las que sé exactamente lo que quiero decir.

Quizás lo mío no son los principios y tampoco sea necesario el entreacto de los párrafos para saber lo que digo. Seguramente es porque siempre prefiero dejar lo que más me gusta para postre. Una manía, una marca, una elección continua. Una de esas pocas verdaderas libertades que tenemos los seres humanos. Como la de encender la tele o dejarla apagada al llegar a casa, como desayunar antes de hacer la cama o viceversa, o cualquier otra combinación de intrascendencias que hacer con las llaves o con la vestimenta.

Estoy divagando, lo sé, quizás aún no se vislumbre siquiera eso que tengo necesidad de decir hoy. Sí, he usado la palabra correcta -otra manía impenitente la de atrancarme en los significados exactos, aun sabiendo perfectamente que no hay nada más inexacto que un significado-. Sí, necesito ser capaz de decir algo que, creo recordar, nunca digo y, sin embargo, tantas veces me quedo con ganas de decirlo que a veces me parece que es imposible que nadie lo sepa.

Un cierto pudor empapado en soberbia me lo impide. Esa otra manía inútil de no querer estorbar ni interrumpirle a nadie la vida, porque tiempo es lo único que tenemos y no quiero estafarle a nadie ni un sólo minuto. Y es que me puede esa vanidad absurda de rechazar cualquier regalo que huela a acto compasivo o a alguna de esas cosas que, bien entendidas, empiezan por uno mismo.

Así, por encima, debo haber escrito en los últimos años unos mil textos. Sí, sorprende la cifra, por lo menos a mí. Supongo que deben suponerse unas cuatrocientas mil palabras, más o menos. Da lo mismo porque, si añadimos lo hablado en ese mismo tiempo, empiezan a salirme decimales por todos lados.

He escrito sobre casi todo lo que se puede escribir, hasta sobre algunas cosas que ni siquiera merecía la pena pasarlas a limpio. Recuerdo haber escrito también sobre todo aquello que no se escribe y, sin embargo, nunca he sido capaz de decir que te quedes cinco minutos más conmigo.

O por lo menos, no recuerdo haberlo dicho ni escrito; aunque si bien mi memoria no es mala -vamos, que no me quejo en lo más mínimo de su rendimiento-, también es cierto que no levanta actas certificadas y que su exactitud es verdaderamente caprichosa e interesada algunas veces.

Le estoy dando vueltas -quizás precisamente ese sea el objetivo- porque, ahora, de repente, noto que me está subiendo la vergüenza al pensar lo que voy a dejar aquí escrito. Uno nunca acaba de conocerse y, cuando ya casi parece tenerse dominado, no sé, algo sucede, la vida vacila un momento, y te ves diciendo cosas que nunca te habrías imaginado que saldrían de tus dedos. Ni en voz alta, ni tan siquiera, como aquí, bajito y al oído.

Ni siquiera sé cómo terminar este desastre hecho renglones. Y eso que, seguramente, lo mío son los finales -o eso me dicen los amigos- que siempre se me quedan redondos, como círculos que se cierran y se quedan retumbando en el oído. No se me ocurre cómo acabar esta disfunción literaria en la que me he metido.

Sé que aquí acaba este texto y que mi silencio nunca tiene nada de atractivo. ¿De qué sirve un renglón en blanco, de qué sirve un párrafo vacío? Ni siquiera sé si al final he conseguido escribir lo que hoy necesitaba escribir. Y si lo he hecho, seguro que está escondido, como deseando, puerilmente, que te pase desapercibido. «Inútil» debería ser el título de este intento de complicidio.

Pero por si acaso lo he conseguido -y fuese mentira-, no hace falta que digas nada. Sólo déjame que añada… por favor.

ASALTO
Suave y firme tu mano.

No tembló tu corazón; era un instante
de calma y superficie
en tu voz como plata con arena
y en la húmeda pizarra de tus ojos.

Ha sido ahora, ausente,
cuando el tacto recuerda una caricia
y sangre adentro va tu aroma alzando
el oleaje y quema tu piel de oro.

Sufro extrañado en esta mano nueva
con su emoción de almendro,
que late y crea al recordar. La paso
por los objetos de costumbre: el hierro,
la madera, el cristal, la lana -tuyos-
y una descarga eléctrica de rosas
los hace carne viva.

(Dionisio Ridruejo)