Echar de menos

Y ahora ya es tarde para arrepentirse,
no aprendo, cuántas veces me pasa,
cuántas veces me pasa todo en esta vida
que el pasado no puede reescribirse
porque hay tintas que no se borran
ni con caricias ni con lágrimas,
y el dolor no puede calcularse,
ni el tamaño de la alegría que se pierde,
ni la profundidad del suspiro antes de la memoria,
ni puede mitigarse de ningún modo
este endeble acto de amor que consiste
en sentir a deshoras en el pecho
el volumen negativo de otro cuerpo frágil
que retuvimos entre los brazos,
y ahora ya es tarde para arrepentirse
para saber que no te di los suficientes
y que cuando me dijiste «dame ahora
los besos que no puedas darme luego»
tendría que haberte atornillado la boca con mis labios
y estar aún contando de uno en uno
los granos de arena que tiene una playa,
el sabor que deja la felicidad tierra adentro
sobre el suave cuerpo de un delito
siempre a punto de cometerse.

DECLARACIÓN DE AMOR

Haz el amor, no la guerra…

Yo sé que la guerra es probable;
sobre todo hoy
porque ha nacido un geranio.

Por favor, no apuntéis al cielo
con vuestras armas:
se asustan los gorriones,
es primavera,
llueve,
y está el campo pensativo.

Por favor,
derretiréis la luna que da sobre los pobres.

No tengo miedo,
no soy cobarde,
haría todo por mi patria;
pero no habléis tanto de cohetes atómicos,
que sucede una cosa terrible:
lo he besado poco.
(Carilda Oliver)

Cuchara de madera

Tienes razón. Duele tu ausencia
y cuesta mucho respirar
aquí sentado en el sofá
de una vida común y corriente
completamente desamueblada.

Como duele esperar tierra adentro
que suba la marea o que explote
una ventisca en mitad de esta nada,
cuando una y otra vez me atacan los lunes
con su típico pellizco en el estómago.

Ahora no puedo verte, quizá esta tarde,
qué lástima de crema, se me hace muy largo
el crepúsculo de las películas
y odio la cena expuesta a los pies
del telediario de las nueve.

El corazón se me ha quedado sin cobertura
y un ventilador inexorable gira sobre mi cabeza
removiendo el aire que me cuesta respirar;
porque tu ausencia duele, arrasa,
pero lo que más duele no es tu ausencia
sino tanta razón, tanta sensatez,
tanta paciencia,
duele esta vieja cuchara de madera
a la que nos agarramos como si estuviera ardiendo,
como si fuese el único trofeo
que pueden ganar los que pierden.

CINÉREA
Me hablan de la vida
como si tuvieran sus llaves
y estuviera aparcada cerca de aquí.

Me cogen las manos y me las sueltan.

Temen que en algún momento me levante
anunciando que voy a buscar algo,
porque en todos mis cajones,
en todos mis armarios,
hay muertos.

Mis manos son
de la misma materia de lo que tocan:
mis manos son de ceniza.

Por eso quienes me visitan
se despiden de mí sólo de palabra,
sin estrechármelas entre las suyas.

Por eso se despiden de mí.

(Elena Román)

Largo brazo

¿Y por qué no escribir algo simple,

mediocre, cursi o sin gracia? ¿Por qué

no escribir algo ilegal, inmoral

o que engorde?

Es mentira

lo que parecía verdad. Éste

que escribe aquí, no soy yo,

es cierto. Lo he dicho muchas veces

y me he reído con ganas

de quienes me confunden siempre

con el autor de estos versos.

No soy yo el que aquí escribe,

no soy yo. Pero,

aunque no soy yo,

tampoco puedo dejar de serlo.

Me he dado cuenta ahora mismo,

cuando, pensando qué era

lo que quería decir realmente

sobre la muerte,

he entendido que no puedo

escribirlo y salir impune

del dolor de la desnudez.

Ni puedo ser yo,

ni puedo dejar de serlo.

Escribir es, en el fondo,

un modo de huir de uno mismo.

Una manera de inventarse mejor,

un modo de darse por bien empleado.

Escribir es contradecirse

sobre el eslabón más débil de la cadena.

Y creer que no crujirá el papel

si conseguimos leerlo

desde suficientemente lejos.

La ley y algunos poetas

tienen el brazo muy largo.

Pero yo no. Y aunque me sobra edad

tampoco tengo la vista tan cansada

como para poder escribir versos desvestidos

sin correr a taparme con un pronombre
alguna, varias, todas mis verrugas

CONTRADICCIONES, PÁJAROS
Las verdades son la única verdad,
esas pequeñas huellas
de nuestra historia.

Si las verdades dijeran la verdad
mentirían.

Aunque las verdades
también mienten con su verdad:
la contradicción,
ese nido de pájaros crujiendo.

Las contradicciones parecen insufribles
en nuestro mundo.

Pero uno intenta
huir de ellas
como los pájaros:
huir quedándose.

(Ángeles Mora, Contradicciones, pájaros, 2000)
EL ESPEJO DE LOS ESPÍAS
Estamos al fin hechos
a cierta imagen y semejanza vana
de esta violencia que se ha llamado vida.

Que cada día
nos arrastra de nuevo
para llevarnos siempre
al mismo sitio.

Así el lenguaje
acaba siempre siendo un animal
herido, un topo que no zapa,
mudo,
helado espejo de los espías.

(Ángeles Mora, Contradicciones, pájaros, 2000)

Caramelo

Supongo que el caramelo existe porque vivimos de promesas. Llámale sueños, engaños, préstamos de ilusión, anticipos de infierno o de cielo. No es más que hervor de un azúcar, sólo es una masa pegajosa que se endurece al enfriarse. ¡Qué sería de cada caramelo si no tuviéramos, escondida en alguna parte, el alma esperanzada de un niño!

De diferentes sabores, de colores diversos, nos endulzan la vida un momento. Sólo un momento, desde luego, porque de todos es bien sabido que se nos pueden picar los dientes si lo paladeamos durante demasiado tiempo. Y es que los dientes de morder la rabia nos hacen mucha más falta que embelesarse un instante por la boca.

Como todo el mundo sabe que para una fiesta sorpresa, no son necesarios ni tarta, ni globos, ni llevar las uñas pintadas del mismo color que el bolso. Lo único necesario para ese tipo de fiestas es la propia sorpresa. Que no siempre acaba en caramelo.

Cuando una mujer se desmaquilla llorando delante del espejo, alguna renuncia anda suelta por su dormitorio. Quizás el miedo a que, después del caramelo, lo insípido del día a día resultara muy amargo o, tal vez, es que uno a veces se avergüenza de la altura de su vida. Siempre me he preguntado quién puede, y con qué cinta métrica, ponerse a medir la mía.

Y entonces hay que sacárselo de la boca, no contestar al teléfono, no acudir a la cita, simular que se tienen veinte años menos o dejarse cortar el pelo para que te toquen unas manos, como si así todo nos pesara menos.

Lo malo del caramelo es cuando llega a tu pierna y se te enreda en el vello. Hay que tirar con fuerza, un tirón enérgico, seco. Y aún así, todos sabemos que se enrojecerá la piel y habrá que frotarla durante un tiempo. Incluso, si la temperatura no es la adecuada, puede que nos quememos y nos deje marcas.

Todas las mujeres, y algunos hombres, saben cuánto duele. Es muy difícil hacérselo uno mismo, es tan fuerte la promesa del dolor del caramelo, que son pocos quienes se atreven a no pedirle ayuda a alguien más experto. Y, con todo, siempre duele.

No se puede hacer poco a poco. Un tirón seco, la piel enrojecida y, entretanto nos crece otra vez el vello, a ver si nos cae en la boca otro nombre del caramelo. Luego, a irse preparando para que nos rechacen en el siguiente casting, para la certeza de que los próximos tiempos difíciles están a punto de llegar.

Supongo que las promesas existen porque nunca nos dura lo suficiente ningún caramelo. Y porque el vello nunca deja de crecer.

EN TIEMPOS DIFÍCILES
A aquel hombre le pidieron su tiempo
para que lo juntara al tiempo de la Historia.

Le pidieron las manos,
porque para una época difícil
nada hay mejor que un par de buenas manos.

Le pidieron los ojos
que alguna vez tuvieron lágrimas
para que contemplara el lado claro
(especialmente el lado claro de la vida)
porque para el horror basta un ojo de asombro.

Le pidieron sus labios
resecos y cuarteados para afirmar,
para erigir, con cada afirmación, un sueño
(el-alto-sueño);
le pidieron las piernas,
duras y nudosas,
(sus viejas piernas andariegas)
porque en tiempos difíciles
¿algo hay mejor que un par de piernas
para la construcción o la trinchera?
Le pidieron el bosque que lo nutrió de niño,
con su árbol obediente.

Le pidieron el pecho, el corazón, los hombros.

Le dijeron
que eso era estrictamente necesario.

Le explicaron después
que toda esta donación resultaría inútil
sin entregar la lengua,
porque en tiempos difíciles
nada es tan útil para atajar el odio o la mentira.

Y finalmente le rogaron
que, por favor, echase a andar,
porque en tiempos difíciles esta es, sin duda, la prueba decisiva.

(Heberto Padilla, Fuera del juego, 1968)

Me gustaría leer
uno de los poemas
que me arrastraron a la poesía.

No recuerdo ni una sola línea,
ni siquiera sé dónde buscar.

Lo mismo
me ha pasado con el dinero,
las mujeres y las charlas a última hora de la tarde.

Dónde están los poemas
que me alejaron
de todo lo que amaba
para llegar a donde estoy
desnudo con la idea de encontrarte.

(Leonard Cohen, versión de Antonio Resines, La energía de los esclavos, 1972)

Detalles

Aquel aroma, sin duda, era la felicidad. En el entramado de la vestimenta a prueba de prisas, no ocupaba ni un miligramo de peso, ni un milímetro de espacio.

Parece raro, lo sé, como si yo ponderara de menos tus otros volúmenes densos, la destreza de unos labios entregándose a la deriva o la textura de ese sitio mágico en donde los dedos del cuello aprenden a entornar los ojos y el mundo.

Como aquel silencio estaba hecho de angustia. El concierto de ascensores, el ir y venir de la frontera transparente y ese cierto tono despreocupado de las conversaciones desganadas, se diluían en el silencio que lo iba ocupando todo, expulsando el aire, condensando los minutos y haciéndolos viscosos.

Me siento abocado a los detalles porque, sin ellos, la escena de los nervios parece ridícula, la fe en la bioquímica resulta inconmovible. Sin ellos, los cuerpos abrazados se convierten en una estadística desangelada y el resultado de toda eliminatoria se reduce a pasar de cuartos o no.

Del mismo modo que conservo, en no sé qué exacto idioma que tanto me cuesta pronunciar más a menudo, la longitud de tus brazos alrededor de mi cuello, he pensado que también debería envolver con cuidado la asfixia de los pijamas verdes y regalármela como recuerdo; para afrontar menos asombrado las noches de sombra que aún me queden. Aunque también pienso que, cuanto menos me asombre el futuro, menos vivo me pareceré.

El nombre de algún color australiano, el peso de una cabeza sobre el hombro, el sonido de una lágrima que se seca en la mejilla, la visión interminable de un fuego, las siglas entendidas como amuleto, el tono de voz con que se reprime un beso o ese pellizo de encontrarte cuando ya daba la cita por perdida, son detalles que tengo guardados para mirar a través de ellos el otro matiz de la vida.

Pero creo que añadiré también, como consuelo del humo propio que se han fumado estos días, otros dos nuevos detalles: las palabras que se escuchan con sabor a herrumbre dulce y el ladrido de los perros que te muerden piernas que no son tuyas.

Y si el futuro me asombrara menos de aquí en adelante, tendré que mirar más adentro de los detalles nuevos y prohibirme los abrazos tibios.

Y cierra
la puerta, vuelve
el rostro: mira al perro
por encima del hombro
izquierdo. Siente la punzada.

También ha sido
zarandeado por la noche, pero
pensando en ello nunca
se salva cosa. Vale
sólo luchar contra el caolín molido
de la esperanza, una
y otra vez sacar brillo al mismo objeto,
roer el mismo juguete.

(Juan Carlos Suñén, El hombro izquierdo, 1997)

Si el instante reclama
su derecho al pasado,
si tanto se parecen
la luz, el vaso, el libro,
tanto él mismo, esa mano, el derrotero
del día. Si no hay otra diferencia
que el momento siguiente, ¿a qué venimos?
¿A qué se vuelve el signo, la lectura
de un verso de perdón, la algarabía
de los pájaros? ¿Dónde?
¿A qué se vuelve que no es ya el recuerdo
sino una vana y seca
solicitud? ¿Qué puede
la intención, qué la prisa,
la delación de un nuevo sobresalto
ganado o no, qué puede
que cambia todo en este lance y torna
prudente la mirada,
la tentación consuelo,
aperitivo el vino?
(Juan Carlos Suñén, La prisa, 1994)