Sigo sin querer ser Harrison Ford

Es verdad que todo el mundo le conoce, que es famoso, que enciende los flashes allá por donde va. Que va regalando autógrafos y que siempre lleva una alfombra roja en los pies. Sin embargo, cuando sea mayor —qué cosas más curiosas se piensan en días como hoy—, yo no quiero ser Harrison Ford.

¡Qué sí, qué sí! Que ya sé que gusta porque tiene un no se qué madurito, entre atractivo y sexy. Que supongo que será millonario, que tendrá coches caros, que nunca pasa desapercibido. Pero el caso es que, cuando sea mayor, yo no quiero ser Harrison Ford.

Porque, cuando el tiempo avance, yo no quiero que dudes nunca de si tal vez puedo ser un replicante. Porque no quiero que creas que todo lo que hice estaba escrito en un guión y que sólo actuaba para la cámara. Porque no me gusta nada que me confundan con la gente de los látigos, ni con la de las espadas.

Si me gusta, si me parece un gran actor, si me emocionó verle la cara mientras su hijo le enseñaba a atarse los zapatos. Y alguna vez hasta me ha hecho soñar que descubría un tesoro enterrado a lo Indiana Jones o que luchaba contra los malos en plan socarrón desde el Halcón Milenario o que era un presidente que vivía en un avión. Pero es que yo, cuando pasen los años, no quiero ser Harrison Ford.

Si no digo que no sea un tío majo y pinturero, ni que no esté envejeciendo bien, ni que haya vivido mucho y mucho tenga que contarle a sus nietos. Seguro que es un tipo estupendo, que sabe montar a caballo y caer de pie cuando salta de un edificio en llamas. Pero no, por más que sé que mi calvicie avanza, yo no quiero ser Harrison Ford.

Cuando sea mayor, yo no quiero ser Harrison Ford, porque lo que quiero es no ser mayor, seguir siendo adolescente o tener dos edades diferentes, que se lleven las dos fatal y te produzcan un efecto Serrat. Para que así, y así que pasen los años, dondequiera que estés, te acuerdes de mí al leerme. Y te parezca que todo está escrito para ti, incluso sin conocerme.

Aunque me temo que todos los números comienzan a estar contra mí. Especialmente los redondos.


Y ahora es el momento, ya me toca soplar las velas de dos cumpleaños. Como adolescente sólo se me ocurren imposibles y extraños deseos. El de dejar de ser Aries por un tiempo y hacerme Sagitario, o el de no dejarme perdido este amor tan pequeño en un doblez del calendario.

Como mayor, deseo poco: poder devolver todos los bailes que dejé prometidos, encontrar algún día los abrazos perdidos que no pude dar y que haya un sexto sentido que aún me desvele. Y que el adolescente y yo sigamos unidos, que tengamos suerte y que siga siendo caprichoso el azar.

Multiplicar por cero

Cuando ella argumente que fingió sus gemidos, ¿notarás como si tu orgasmo se redujera a un suspiro y empezara a parecerte más ridículo el primer beso?

¿Se ajarán las rosas, amargará el vino, si descubres en la copa la huella de otros labios? ¿Parecerá su piel menos aterciopelada porque otras manos pasaron antes por donde tú las pasas?

El día que me digas «no te quiero», ¿todos los «te quiero» recibidos romperán su crisálida de tiempo y las mariposas saldrán convertidas otra vez en gusanos? ¿Por qué tiene que ser más sincero quien te dice lo rara que te queda la falda que yo cuando te digo lo guapa que te veo?

Aunque tú hubieras fingido, yo sé que mi corazón galopó cuesta arriba como un loco. La mano que mece las rosas y el sabor del vino me alegraron la vida, por lo menos durante una aspirina y quince días. No porque la botella se acabe, me parecerá que el vino era malo.

La piel que deseó que fueran mis manos las que la recorrieran fue mi hogar, aunque al cabo de un rato la habitaran otros dedos. He sentido las mariposas en el estómago haciéndome cosquillas, aunque a ti te huela a que sólo estoy practicando un ejercicio de equilibrismo.

Parece que sólo pueden ser verdad las palabras que te incendian el corazón y reducen todo a cenizas, las que tiran el castillo y dejan el suelo mugriento de barajas. Pero las que nos hacen flotar, las que nos hacen levantarnos por la mañana, bah, esas, tarde o temprano, se volverán mentira y las odiaremos profundamente al dar con la rodilla en el suelo.

Hay que tener cuidado con donde se pisa porque, si alguien nos dice, con voz grave y circunspecta, que nos va decir la dura verdad de que estamos pasando por encima de brasas encendidas, enseguida dudaremos si se nos están quemando los pies; aunque antes del anuncio nos pareciera que paseábamos por entre algodones perfumados.

Sólo es real el infierno. Nada es verdad sino los demonios. Hasta los ángeles multiplican las veces en que alguien les hizo parecer gilipollas. Y con que una sola de esas veces sea cero, el resultado se anula y se les caen las alas y besan el suelo.

Supongo que porque no soy ángel ni demonio, prefiero vivir en las sumas. Más allá del infierno, infinitamente más allá de la memoria, estoy convencido que yo he sido verdad cuarenta y ocho años. Y digo que he sido verdad, no que haya estado en lo cierto.

Me tengo terminantemente prohibido multiplicarme por cero. Y si hubo quien me engañó, o muchos, sólo tengo que averiguar el nuevo resultado con un sumando menos y un sigue más.

SUS HORAS SON ENGAÑOTriste es el territorio de la ausencia.

Sus horas son engaño
                                        desfiguran
ruidos olores y contornos
y en sus fronteras deben entenderse
las cosas al revés.

Así el sonido
del timbre de la entrada significa
que no vas a llegar
                                  una luz olvidada
en el piso de arriba es símbolo de muerte
de vacío en tu estancia
                                         rumor de pasos
cuentas que te fuiste
                                     y el olor a violetas
declara el abandono del jardín.

Y en ese mundo ¿qué debí hacer yo
príncipe derrotado
                                      rey mendigo
sino forzar mis ojos para que retuvieran
aquel inexpresable color miel
suave y cambiante de tus cabellos?
(José Agustín Goytisolo, Final de un adiós)

LA CHICA MÁS SUAVE
Perteneces -lo sabes- a esa raza estafada
que el dolor acaricia en los andenes.

Medio mundo de engaño conociste
y el resto fue mentira.

Has llegado hasta aquí
huyendo de mil días
que pasaron de largo.

Has llegado hasta aquí
para mostrar a todos tu inefable pirueta,
ridículo equilibrio,
ese nado a dos aguas,
piedra de escándalo,
ese triste espectáculo que ofreces,
esas gotas de miedo que salpican
tus insufribles lágrimas.

Aparta.

(Ángeles Mora, La canción del olvido, 1985)