Yo no soy todos los relojes

Nadie conoce la regla infalible, el milímetro exacto, la cantidad precisa. Nadie sabe cuánta tristeza puede soportar un hombro, nadie puede asomarse a los abismos de la emoción y predecir el fondo de la caída.

Aun así, siempre hay alguien que persigue calcular el dolor, establecer una fórmula, demostrar un teorema. Aún así, siempre hay alguien que contabiliza las tristezas y las examina detenidamente.

Es un error medir la distancia a la que nos queda una lágrima, es un error comparar la cantidad de los abrazos y su duración media, es un error aplicar el factor insomnio al conjunto de los silencios.

Cuando un corazón se para en Toledo, cuando el cerebro se derrama por dentro sin avisar, cuando Santiago es un punto de fuga, los kilómetros no sirven para explicar la angustia, la consanguinidad no resuelve todos los misterios, la falta de poesía no anuncia si tiene un iceberg debajo.

Como tampoco sirve de nada comparar los alborozos y las desganas, ni predecir los aburrimientos y separarlos de sus víctimas o encontrar un rostro con historia en el pañuelo del mundo. De nada sirve planificar el movimiento de una hoja mecida por el aire asfixiante de julio si al final no sabemos qué van a darle en el concurso de traslados.

Quiero decir que yo no soy todos los relojes, que compartir mecanismo no resuelve la longitud de las manecillas que circulan sobre una pierna, ni el peso anónimo de los granos de arena que van cayendo sobre la tarde, ni la ferocidad de los engranajes discutiendo sobre el asombro.

Yo no soy todos los relojes, ni mido el tiempo del mismo modo; y aunque sean las diez y cinco para nosotros, estos dos minutos que has tardado en leerme ya no me pertenecen, no tienen que estar en hora para permanecer o esfumarse.

Sólo puedo llamar míos a los que me queden por darte.

Amor de tarde
Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las cuatro
y acabo la planilla y pienso diez minutos
y estiro las piernas como todas las tardes
y hago así con los hombros para aflojar la espalda
y me doblo los dedos y les saco mentiras.

Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las cinco
y soy una manija que calcula intereses
o dos manos que saltan sobre cuarenta teclas
o un oído que escucha como ladra el teléfono
o un tipo que hace números y les saca verdades.

Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las seis.

Podrías acercarte de sorpresa
y decirme «¿Qué tal?» y quedaríamos
yo con la mancha roja de tus labios
tú con el tizne azul de mi carbónico.

(Mario Benedetti)

Diez

Hoy no ha sido el mejor día de mi vida. Son eventualidades reales a las que uno se tiene que ir acostumbrando. Son contingencias que hay que tener presentes, riesgos que nadie puede calcular exactamente. Son posibilidades familiares, es cierto, pero no es conveniente dejarlas dormir en nuestra misma cama.

Siempre hay un amigo muy enfermo, un ser querido pendiente de una analítica, una amiga a la que le duelen los huesos, un pasajero del autobús que se enfada, unos vecinos que se gritan a coro y se mandan hacia la sodomía conceptual.

Puede suceder una mancha que aparece en la piel, una espina clavada de haber podado los rosales, un jardín lleno de yerba, un repuesto del frigorífico que no se encuentra, una agenda que no permite coincidencias, una ausencia que se deja sentir a las horas en que el sol acaricia suavemente la tarde sobre el patio.

Por todas partes acecha una nariz inoportuna que no nos deja encajarnos en un beso, una larga espera en la consulta abarrotada. En cualquier momento puede llegar una llamada desconsolada, una tentación irresistible para la dieta, un cigarro encendido sin darnos cuenta, un pájaro que mancha la ropa tendida, un rato de silencio insufrible. En cualquier momento podemos perfeccionar nuestros peores defectos.

Hay ratos en que puedes notar cómo te muerde alguna palabra que no has dicho, cómo encuentras una asfixia en cada respuesta que no te dan o sucede que no puedes escaparte de la insoportable publicidad de los días señalados para regalo. A veces, de repente, llueve mientras almuerzas al aire libre o, sin la más mínima sospecha, descubres que aquello que pronunciaste como quien regala un caramelo, se convierte en ácido que le hace saltar lágrimas a los niños que se lo comieron.

Tantas cosas pueden salir mal, tantas cosas buenas pueden no suceder. Quizás mañana tampoco sea el mejor día de mi vida pero, sin embargo, tengo diez motivos para esperarlo con verdadera alegría.

EPIGRAMA
Sueño y trabajo nos costó saberlo:
ternura es patrimonio de los rojos.

Pero los rojos, Claudia,
en estas noches bárbaras,
sólo somos tú y yo.

(Javier Egea)

LA TRISTEZA
No te asustes por mí. No me habías visto
-¿verdad?- nunca tan triste. Ya conoces
mí rostro de dolor; lo llevo oculto
y a veces, sin querer, cubre mi cara.

No temas, volveré pronto a la risa-
-Basta que oiga un trino, o tu palabra-.

No te preocupes que ha de volver pronto
a florecer intacta la sonrisa.

Me has descubierto a solas con la pena
e inquieres el porqué. ¡Si no hay motivo!
Cuando menos se espera, el aguacero
cae sobre la tranquila piel del día.

Así ocurre. No temas, no te aflijas,
no hay secreto, mi amor, que nos separe.

La tristeza es un soplo, o un aroma,
para llevarlo dulce y suavemente.

No te quejes de mí. Yo estaba sola
y vino ella, y quiso acariciarme.

Déjanos un momento entretenidas
en escuchar los pasos del silencio
y sentir la tristeza de otros muchos
que no tienen amor ni compañía.

(Pilar Paz Pasamar)