Encontrarás al hombre de tus sueños

Porque son las emociones las que nos mueven, la ilusión siempre funciona mejor que las pastillas.

Uno está como está por méritos propios. Claro que no todas las vidas son igual de cómodas desde el nacimiento, ni tenemos todo lo que merecemos ni merecemos todo lo que tenemos.

Pero quiero decir que los barrotes de la jaula en la que estamos los hemos torneado nosotros, los hemos pintado de un color inventado y los hemos soldado a nuestro alrededor con la dejadez, que es una materia mucho más dura que el estaño.

La cosa es complicada: las casas sin puertas, el camino solitario, la madrugada, nos dan miedo. Pero, al mismo tiempo, tener puertas es como verlas siempre cerradas; encontrar compañía para el viaje incluye la necesidad de ajustar el paso; el mediodía nos cansa y nos aburre.

Vivimos para escapar de algún laberinto. Si tiene paredes altas, malo, y, si no las tiene, peor. Y, si algún día encontramos una salida, y la perseguimos, y la atravesamos, no pasará de unas cuántas lunas que busquemos el siguiente laberinto en el que meternos gustosamente.

Pero -y creo que en eso estaremos de acuerdo-, este viaje resulta menos pesado cuando alguien nos susurra al oído un engaño convincente, algún detonante de ilusiones que, aunque sabemos de sobra que acabarán en desencanto, mientras brillan, nos hacen brillar y convierten las paredes del laberinto en un paisaje amistoso.

El infierno está a una casualidad del paraíso, a un minuto de distancia, a un parpadeo de temperatura, a una palabra del abismo. El pozo sin fondo está justo al lado de la luz que se adivina al final del túnel.

Quien tiene oro añora el barro y ve a su mujer más atractiva desde la ventana de su amante, uno se ve más joven cuando se abrillanta el espejo en que se mira, la medianoche parece americana cuando se refulge de alegría, la posibilidad de un hijo es más alta allende la tapia. Lo que tienen los demás siempre es mejor que lo que nosotros hemos aprendido a despreciar.

Sería interesante no dar por terminado el laberínto y seguirlo construyendo, mirar lo propio con ojos de forastero, ser capaz de seguir encendiendo sonrisas de niña de colegio de monjas en un rostro ya consabido. Sería fantástico buscar al hombre de tus sueños y recordar que lo tienes en el sofá. Sería fantástico estar en el sofá y recordar que eres el hombre de algún sueño y encontrar el modo de seguirlo siendo.

La ilusión funciona siempre mejor que las pastillas. Hay que llenarse la vida de películas y creer, durante todo el tiempo posible, que acabarán en un plano largo, en medio de un precioso jardín, mientras la cámara abre el campo y se deja adivinar un beso al fondo, a ritmo de soul.

La condena
El que posee el oro añora el barro.

El dueño de la luz forja tinieblas.

El que adora a su dios teme a su dios.

El que no tiene dios tiembla en la noche.

Quien encontró el amor no lo buscaba.

Quien lo busca se encuentra con su sombra.

Quien trazó laberintos pide una rosa blanca.

El dueño de la rosa sueña con laberintos.

Aquel que halló el lugar piensa en marcharse.

El que no lo halló nunca
es desdichado.

Aquel que cifró el mundo con palabras
desprecia las palabras.

Quien busca las palabras que lo cifren
halla sólo palabras.

Nunca la posesión está cumplida.

Errático el deseo, el pensamiento.

Todo lo que se tiene es una niebla
y las vidas ajenas son la vida.

Nuestros tesoros son tesoros falsos.

(Felipe Benítez Reyes)

Días señalados

Tengo que acordarme de señalar en el calendario este día, que ya va terminando, con una marca indeleble. Una marca bien visible, pero discreta, que no llame la atención de los transeúntes. Los números no me sirven, se repiten tanto, tantas veces, que su significado se vuelve frágil con el tiempo.

He descartado el aspa grande, esa que se pone en los días que se tiran a la basura, como cuando el viejo profesor no encuentra ni los pies ni la cabeza de tu ejercicio y te suspende. Tampoco la uve me gusta, porque no ha sido victoria, sino evitarle al devenir otra derrota de las que acechan incansables. Y odio los círculos, porque a veces no se cierran, porque otras veces se vuelven viciosos o, lo que es peor, equidistantes, fríos, inexpugnables.

Prefiero poner una cruz pequeña, como la que se escribe en los mapas del tesoro entre el árbol solitario y la roca con forma de nariz. Una cruz pequeña y decidida, un beso en la carta de una mano temblorosa, un empate en el pronóstico de la jornada.

Porque llegarán los días que me estropeen la vida, quiero guardar marcados los que merecieron la pena ser vividos: los que me regalaron el gesto preciso, los que me alumbraron la risa perfecta, los que consiguieron que el minuto de cielo durara tres cuartos de hora.

Llegarán entonces con la hiedra enredada en la memoria, las ruinas que cambian de dueño. Pero yo miraré, nuevamente asombrado, el firmamento de las crucecitas de un calendario de propósito desconocido y que ya no recordaré haber guardado.

Como no recordaré, posiblemente, ni nombres, ni rostros, ni la caricia de la vida que quise ocultar bajo la señal. Quizás, entonces, ya no distinga entre el sueño y la vigilia, ni recuerde que existen milagros cotidianos a través de unos ojillos chicos que se agrandan entornándose, como endulzando ese tiempo que algunas veces se le consigue robar a la cordura.

Pero sé que miraré embobado el brillo envejecido de los días señalados y sabré esbozar la sonrisa etrusca de quien tiene un secreto en la punta de los labios; un secreto que ya nadie entenderá.

Ojalá, entonces, me encuentre alrededor unos ojos marcados, en los que pueda reconocer este mismo brillo de calendario.

LAS TARDES
Ya casi no recuerdo las mañanas,
su tiempo azul y claro,
lejos quedan, perdidas en colegios
o en piscinas extrañas e indolentes.

Porque sentimos duro el despertar
retrasamos ahora
la luz que nos fatiga los despegados ojos.

Y es un destino oscuro el de las tardes,
en ellas aprendí que llegará la noche,
y que es inútil
cualquier esfuerzo por burlar la historia
equivocada y triste de los años.

He vivido en la espera absurda de la vida,
cuando he gozado
ha sido con reservas; amé creyendo en el amor
que habría luego de venir, y que faltó a la cita,
y renuncié al placer por la promesa
de una dicha más alta en el futuro incierto.

Pero los días, al pasar, no son
el generoso rey que cumple su palabra,
sino el ladrón taimado que nos miente.

Con su certeza
nos convierte la edad en más mezquinos,
nos enseña a amar lo que nos duele,
las cosas más pequeñas, aquello que ahora somos
y tenemos: la música suave, nuestros cuerpos,
el calor de la estancia y el cansancio.

Buscamos la derrota de las tardes, su tregua
en la exigencia vana de una gloria
que ya no nos seduce. Nos convierte
la edad en más obscenos, y aceptamos
cualquier regalo aunque parezca pobre:
esa boca gastada por el uso, tan dulce aún,
el fuego antiguo y leve de la carne,
los viejos libros, los amigos justos,
un poema mediocre, pero nuestro,
y la costumbre extraña
de ser al fin felices en la sombra.

Es un destino oscuro el de las tardes,
pero también hermoso
y breve como el paso de los hombres.

(Vicente Gallego, Los ojos del extraño, 1990)

VARIACIÓN SOBRE UNA METÁFORA BARROCA

A Carlos Aleixandre

Y ahora miro esa flor
igual que la miraron los poetas barrocos,
cifrando una metáfora en su destino breve:
tomé la vida por un vaso
que había que beber
y había que llenar al mismo tiempo,
guardando provisión para días oscuros;
y si ese vaso fue la vida,
fue la rosa mi empeño para el vaso.

Y he buscado en la sombra de esta tarde
esa luz de aquel día, y en el polvo
que es ahora la flor, su antiguo aroma,
y en la sombra y el polvo ya no estaba
la sombra de la mano que la trajo.

Y ahora veo que la dicha, y que la luz,
y todas esas cosas que quisiéramos
conservar en el vaso,
son igual que las rosas: han sabido los días
traerme algunas, pero
¿qué quedó de esas rosas en mi vida
o en el fondo del vaso?
(Vicente Gallego, Los ojos del extraño, 1990)