Día del libro

Se dejó caer con una sonrisilla
de las de creerse el final de los cuentos,
envuelta en una chaqueta
de abrígate si vas a salir.

Se dejo caer con su nombre
puesto en el pecho,
con sus botas de ya estoy aquí,
con su falda de clavarme
los ojos en el anzuelo
y sus pestañas de reír.

Se dejó caer con su voz
de acércate más que no te oigo,
con los ojos entreabiertos
de quiero seguir en este sueño,
con sus labios crudos y tiernos
de pruébame de sal.

Se dejó caer con un abrazo
de los de no quiero irme,
con un beso desmemoriado
de los de ya no me acuerdo
lo que tenía que decirte.

Se dejó caer con un braille en el pecho
de pasa primero los dedos
y después me dices lo que pone,
se dejó caer para que traerme
una tarde, una rosa y aire nuevo.

Tú crees en el ron del café, en los presagios,
y crees en el juego;
yo no creo más que en tus ojos azulados.

Tú crees en los cuentos de hadas, en los días
nefastos y en los sueños;
yo creo solamente en tus bellas mentiras.

Tú crees en un vago y quimérico Dios,
o en un santo especial,
y, para curar males, en alguna oración.

Mas yo creo en las horas azules y rosadas
que tú a mí me procuras
y en voluptuosidades de hermosas noches blancas.

Y tan profunda es mi fe
y tanto eres para mí,
que en todo lo que yo creo
sólo vivo para ti.

(Paul Verlaine, versión de Luis Garnier)

Días señalados

Tengo que acordarme de señalar en el calendario este día, que ya va terminando, con una marca indeleble. Una marca bien visible, pero discreta, que no llame la atención de los transeúntes. Los números no me sirven, se repiten tanto, tantas veces, que su significado se vuelve frágil con el tiempo.

He descartado el aspa grande, esa que se pone en los días que se tiran a la basura, como cuando el viejo profesor no encuentra ni los pies ni la cabeza de tu ejercicio y te suspende. Tampoco la uve me gusta, porque no ha sido victoria, sino evitarle al devenir otra derrota de las que acechan incansables. Y odio los círculos, porque a veces no se cierran, porque otras veces se vuelven viciosos o, lo que es peor, equidistantes, fríos, inexpugnables.

Prefiero poner una cruz pequeña, como la que se escribe en los mapas del tesoro entre el árbol solitario y la roca con forma de nariz. Una cruz pequeña y decidida, un beso en la carta de una mano temblorosa, un empate en el pronóstico de la jornada.

Porque llegarán los días que me estropeen la vida, quiero guardar marcados los que merecieron la pena ser vividos: los que me regalaron el gesto preciso, los que me alumbraron la risa perfecta, los que consiguieron que el minuto de cielo durara tres cuartos de hora.

Llegarán entonces con la hiedra enredada en la memoria, las ruinas que cambian de dueño. Pero yo miraré, nuevamente asombrado, el firmamento de las crucecitas de un calendario de propósito desconocido y que ya no recordaré haber guardado.

Como no recordaré, posiblemente, ni nombres, ni rostros, ni la caricia de la vida que quise ocultar bajo la señal. Quizás, entonces, ya no distinga entre el sueño y la vigilia, ni recuerde que existen milagros cotidianos a través de unos ojillos chicos que se agrandan entornándose, como endulzando ese tiempo que algunas veces se le consigue robar a la cordura.

Pero sé que miraré embobado el brillo envejecido de los días señalados y sabré esbozar la sonrisa etrusca de quien tiene un secreto en la punta de los labios; un secreto que ya nadie entenderá.

Ojalá, entonces, me encuentre alrededor unos ojos marcados, en los que pueda reconocer este mismo brillo de calendario.

LAS TARDES
Ya casi no recuerdo las mañanas,
su tiempo azul y claro,
lejos quedan, perdidas en colegios
o en piscinas extrañas e indolentes.

Porque sentimos duro el despertar
retrasamos ahora
la luz que nos fatiga los despegados ojos.

Y es un destino oscuro el de las tardes,
en ellas aprendí que llegará la noche,
y que es inútil
cualquier esfuerzo por burlar la historia
equivocada y triste de los años.

He vivido en la espera absurda de la vida,
cuando he gozado
ha sido con reservas; amé creyendo en el amor
que habría luego de venir, y que faltó a la cita,
y renuncié al placer por la promesa
de una dicha más alta en el futuro incierto.

Pero los días, al pasar, no son
el generoso rey que cumple su palabra,
sino el ladrón taimado que nos miente.

Con su certeza
nos convierte la edad en más mezquinos,
nos enseña a amar lo que nos duele,
las cosas más pequeñas, aquello que ahora somos
y tenemos: la música suave, nuestros cuerpos,
el calor de la estancia y el cansancio.

Buscamos la derrota de las tardes, su tregua
en la exigencia vana de una gloria
que ya no nos seduce. Nos convierte
la edad en más obscenos, y aceptamos
cualquier regalo aunque parezca pobre:
esa boca gastada por el uso, tan dulce aún,
el fuego antiguo y leve de la carne,
los viejos libros, los amigos justos,
un poema mediocre, pero nuestro,
y la costumbre extraña
de ser al fin felices en la sombra.

Es un destino oscuro el de las tardes,
pero también hermoso
y breve como el paso de los hombres.

(Vicente Gallego, Los ojos del extraño, 1990)

VARIACIÓN SOBRE UNA METÁFORA BARROCA

A Carlos Aleixandre

Y ahora miro esa flor
igual que la miraron los poetas barrocos,
cifrando una metáfora en su destino breve:
tomé la vida por un vaso
que había que beber
y había que llenar al mismo tiempo,
guardando provisión para días oscuros;
y si ese vaso fue la vida,
fue la rosa mi empeño para el vaso.

Y he buscado en la sombra de esta tarde
esa luz de aquel día, y en el polvo
que es ahora la flor, su antiguo aroma,
y en la sombra y el polvo ya no estaba
la sombra de la mano que la trajo.

Y ahora veo que la dicha, y que la luz,
y todas esas cosas que quisiéramos
conservar en el vaso,
son igual que las rosas: han sabido los días
traerme algunas, pero
¿qué quedó de esas rosas en mi vida
o en el fondo del vaso?
(Vicente Gallego, Los ojos del extraño, 1990)

La vida secreta de las palabras

Me habló de su sueño con «tata de tocholate» y tuve que reírme a todo pulmón. Me invitó a asistir a una estancia rural y rechacé la oferta. Me contó sus problemas de intendencia como disculpa para las cervezas y me extrañó su acercamiento a estas alturas de partido.

Me pidió que arreglara un ordenador y le expliqué el mecanismo del enchufe. Me propusieron que arreglara otros dos más y les recordé las precauciones que no habían tomado. Me contó la operación de su madre y me alegré de que ya estuviera en casa.

Me dijo que su hijo estaba mejor y sonreí al saberlo. Me invitó a subir al coche y preferí bajar la cuesta, aunque luego me alegró que, cargado, a la vuelta, me la subiera sin pies.

Me comentó sobre una película con bolero y le recordé un chiste antológico. Me escribió «anexos» y yo respondí con «zafes». Me preguntó cuántos kilos de tomates y le dije que dos. «Fortuna» fue la palabra que le dije mientras me preguntaba con cara de circunstancias. Me dijo sin pronunciar ninguna erre que la tela de mosquitero estaba en la otra tienda y le di las gracias.

Me habló de su infancia valenciana y respondí con una frase genérica. Me dijo que vendría hoy y mañana, y le dije que cuando quisiera. Me pidió un número de teléfono y se lo dí con los dedos. «Bienvenido», parpadeó; y yo le dije «Retirada de efectivo». En tres mensajes apareció mi nombre, en la ventanita de una factura y en la foto de un comentario.

Primero fue «ni hao» y luego «zian jian». Ninnette dice que está embarazada y el señor de Murcia calla. Los muertos vivientes no dicen nada, solo muerden; y ella tampoco dice mucho, solo dispara. Hay que dejar la bellota una noche en agua antes de plantarla, dijo a la audiencia, mientras yo pulsaba el seis.

Estrategias metodológicas rezaba el apartado que borré por accidente. Le dejo escrito en una nota que me cobre los productos de limpieza que faltan. Su pedido ha sido confirmado, decía el email. «Es que no estoy en la casa, luego te lo digo» me dice cuando le pregunto por la cena. Suena el móvil con dos pitidos y al leer reflexiono que las palabras no deberían perderse con el suministro eléctrico. En todo caso, que se pierdan en el aire; o en la traducción.

Se me ocurrió decir algo para matar el silencio y darle ánimos, me respondió con una serie de catastróficas desgracias y un beso. Este texto se titula «la vida secreta de las palabras». Tecleo «palabras», «vida», «secreta», «decir», «contar», «hablar», «comunicación» y algunas otras etiquetas más. Le doy a «publicar».

Entonces releo el artículo y recuento todas las palabras propias y ajenas de hoy. Y echo de menos las que no he dicho, las que no me han dicho. Las pronuncio en voz baja, muy baja, tan sólo para mí; como si esas palabras tuvieran una vida secreta que se deshace cuando, otro yo, las lee o las escucha.

Y muy bajito vuelvo a decírmelas, mientras pienso que a dónde irán a parar -a qué oscuro pozo de memoria, a qué claro manantial del olvido-, todas las palabras que nacen y mueren en este nueve de octubre, y que no me han servido para nada.