Huida

Huida

Podría parecer que huyo, que el horizonte se me aleja por todos lados sin acercarse por ninguno. Que, una vez perdido un rumbo, me da igual cualquier fuga siempre y cuando no me traiga de regreso. Que me escabullo de humo y me deshilvano para no dejarme tocar.

Puede que huya, que mire atrás con agotamiento, que me espanten las sombras que antes me refrescaban del sol. Que empuñe los renglones para protegerme del precipicio, que me agarre a las rimas como si bailase el último vals.

Estoy huyendo, cada vez más deprisa, a saltos que me disparo al aire, descartando los sitios a los que ir y rompiendo los sitios en los que quedarme. Huyo de lo posible para, en lo posible, dejar todo atrás y poder huir hacia adelante en medio de la tormenta. Huyo como si desapareciera desde dentro.

Huyo de mí mismo a todo correr, me borro la boca, me quito las manos, me parto en poemas pequeñitos que tirar a la ceniza. Huyo de cada historia empezada antes de que le llegue el fin y haya que zafarse de un corazón rebosante.

Huyo de mí y, al volver atrás la cabeza, veo que me he perdido de vista y que nadie me sigue. Y entonces, despavorido, huyo aún más de mí, saltando de dos en dos los escalones que me llevan hasta el miedo de llegar a alguna parte y dejar de querer huir.

Huyo tan a fondo, tan deprisa, me ausento tan profundamente, me escapo con tanta fuerza que, al final, siempre sigo aquí, en el otro camino.

(La vida es insomnio, septiembre 2010)

EN EL CAMINO
Han pasado diez años y es un día de invierno.

Tú caminas por las avellanedas.

y vas junto a esos sauces amarillos que avanzan
por los ríos con luna.

No será como ahora, no tendrás veinte años;
la nieve irá acercándose a tu casa
y el aire verde moverá en tus ojos
sus bosques de cristal y de silencio.

Recuérdalo, hubo un río.

Los árboles vivían
en el imán del agua.

Por la noche, escuchábamos gotear en las sombras
la canción de los búhos.

Y, luego, la corriente se llevó nuestras caras.

No sabemos a dónde. No sabemos por qué.

Aún estamos aquí.

Pero, de pronto,
han pasado diez años
y tú y yo somos dos desconocidos.

(Benjamí Prado, Un caso sencillo, 1986)

La vida consiste en complicársela

Que la vida consiste en complicársela, es una idea que he repetido en mis conversaciones de bar durante mucho tiempo. Tanto, a tanta gente, que me sorprende darme cuenta de que nunca la he escrito. O, si lo he hecho, ha sido sin venir a cuento, y las cosas que no vienen a cuento empiezan extrañando, pero terminan en el olvido.

Escribir un libro, construir una casa, cambiar los muebles… Cuidar de un enfermo, de unos niños, de un perro, de un amor… Colaborar en una ONG, apuntarse a un partido o hacerse sindicalista, preparar una exposición o un discurso… Invitar a comer a tus amigos y cuadrar agendas y tirar de horno…

Y no, como su propio nombre indica, complicarse la vida no resulta sencillo. Se sufre, se trabaja, se duda. Uno se ilusiona para después decepcionarse, imagina globos para que luego la realidad los desinfle, y esto es lo más terrible, poco a poco, casi sin que uno pueda percatarse sino cuando ya van precipitados a tierra.

Y en este epígrafe incluyo también que sean tus cómplices quienes te la compliquen. Por que, al fin, tenerlos es la mayor de las complicaciones y hay que bendecir cualquier cosa que venga de ellos, aunque son muchas las veces que renegamos de sus efectos.

No es una cuestión de azar, como algunas voces apuntan sin gana, sino de voluntad porque, del mismo modo que el presente dura un segundo, del mismo modo que la caricia se extingue al despegar la mano del torso, el azar sólo dura un instante: a partir de que uno se enamora de quien le ha tocado en el bombo, a partir de que el otro parece receptivo, todo lo demás es remar contra corriente, como demuestra el historial de fracasos que todos podríamos exhibir después de dos copas.

Por eso, lo verdaderamente interesante sucede cuando uno quiere complicarse la vida con otro alguien que quiere, al mismo tiempo, complicársela contigo. Y digo interesante, y no digo maravilloso, porque tras la complicación sobrevienen los silencios, los desencantos, los desencuentros… Cuando los hilos esán sueltos ya no se disfruta hablando de nudos, cuando se puede elegir entre cava o ginebra, parece mentira que una vez se tuvo sed y se bebió en un charco o en el interior de un coche asesinado por los ojos de los transeuntes.

Y no digo maravilloso, pero digo interesante, necesario, vital, urgente. Levantar reglas y bajar barreras, revolver la mochila que cada uno traía en su espalda, llenarse del barro que el otro salpica y quedarse manchado para siempre de otras maneras de ver el mundo. Entender que no se entiende, recordar que todos los caminos conducen a Roma excepto el que hemos tomado, desvelarse por las noches con una lágrima de despedida en la mejilla y luego resucitar de entre los olvidados cuando te lanzan un guiño por entre la multitud.

Que la vida consiste en complicársela es un pensamiento alegre, es un deseo plácido, es una certeza que yo tengo. Aunque no le quita hierro al hecho de que no todo el mundo quiere complicársela contigo.

Y a esos, a pesar del sabor a óxido que se queda en los labios y porque la vida consiste en complicársela, no hay más que despedirlos con respeto, agradecerles su tiempo, desearles mucha suerte y alegrarse por ellos cuando, esa vida que no quiso complicarnos, nos los devuelva al doblar una esquina y nos digan sonriendo que todo les va sobre ruedas.

Porque la vida consiste en complicársela, a veces, con alguien; otras veces, sin ese alguien.

FRÍO COMO EL INFIERNO
Roma, 1995
Estamos en invierno y esto es Roma
y tú no estás.

                           Yo voy de un lado a otro
de tu nombre,
                             lo mismo
que un oso en una jaula;
                                                 marco un número;
pongo la radio, escucho una canción
de Patti Smith dar vueltas dentro de Patti Smith
igual que un gato en una lavadora.

Estamos en invierno y yo busco un cuchillo;
miro la calle;
                            pienso en Pasolini;
cojes una naranja con mi mano.

Y esto es Roma.

                                 La nieve
convierte la ciudad en una parte del cielo,
ilumina la noche,
deja sobre las casas su ángel multiplicado.

Y tú no estás.

                            Yo cierro una ventana,
miro el televisor,
                                   leo a Ungaretti,
                                                                     pienso:
la distancia es azul,
yo soy lo único que hay entre tú y este frío.

Estamos en invierno y esta ciudad no es Roma
ni ninguna otra parte.

                                              Miro atrás
y puedo verlo: acabas de apagar una lámpara;
has cerrado los ojos
y sueñas con un bosque;
                                                   de repente
alargas una mano,
                                      buscas una manzana
que está en el otro lado de la mujer dormida…

Mientras,
                      yo odio este mundo frío como el infierno
y el cansancio que caza lentamente mis ojos;
odio al lobo que has puesto en la palabra noche
y la forma en que llenas la habitación vacía.

Odio lo que veré
desde hoy y para siempre: tus pisadas
en la nieve de Roma, donde nunca has estado.

 
(Benjamín Prado)

Pretextos y ser feliz

EL VIAJERO

para Javier Egea

Te acompañaban siempre los violines.

Tus poemas estaban en ti como los peces
en el fondo de un río.

Eso es lo que vi en ti:
peces en el desierto,
música amenazada.

Te vi hacer bosques y subir montañas,
te vi cavar abismos con tus manos.

No supe dónde ibas.

Te vi buscar la sombra entre la luz,
te vi buscar la muerte entre la vida,
y no pude entenderte.

Yo no sé qué has ganado, pero sé qué has perdido:
tu música,
                      tus peces,
                                            tus montañas azules.

No puede ser feliz quien entierra un tesoro.

No puede ser feliz
quien envenena el agua de su vida.

(Benjamín Prado, Un caso sencillo, 1986)

Quizás si no hubiera escrito en este rectángulo, mi vida me pasaría desapercibida, confundida entre la multitud que se cruza entre las velas, dentro del río de gente que inunda las calles en noches como ésta.

Puede que, aunque no escribiera, tampoco llamara mi atención. El brillo de las palabras es incontrolable, tan imprevisto como la coincidencia de un autobús, tan curioso como las formas que adopta una nube en el cielo de un niño.

Investigar las causas y los efectos solo es un pretexto para continuar con lo que ya se había decidido. Justificar la mansedumbre, embriagarse de vocabulario, amartillar los adverbios ante un pronombre asustado. Discernir es un mero pretexto para no querer ser consecuente con la evidente verdad de la fisiología.

Así me tomo la literatura, como excusa que invoca una ceremonia delicada. Para esta liturgia amarga y sublime de sentarnos enfrente de la pantalla y conversar en silencio.

Algunas veces, confieso que echo de menos un cuerpo al que asirme, que me ofrezca un calor ajeno que, a golpe de roces y fragores de batalla, acabe confundiéndose con el mío propio. Pero enseguida me doy cuenta de que esa nostalgia comedida sólo es un pretexto que esgrimo contra mi cobardía calculada.

¿Pero perder qué, si todo se pierde, si nada puede retenerse?

Estoy descubriendo, no sin una cierta tristeza suave con la que no contaba en mis planes, que tiene este blog una luz avejentada, un velo de error embellecido, el maquillaje sutil de un desasosiego largamente amamantado. El de saber que, a la frustración y sus fracasos, le debemos tanto como a los recuerdos, como a los sueños. Tanto como a la vida.

Les debemos ese delicadísimo hilo que separa los pretextos y ser feliz.

EL VIAJERO

para Javier Egea

Te acompañaban siempre los violines.

Tus poemas estaban en ti como los peces
en el fondo de un río.

Eso es lo que vi en ti:
peces en el desierto,
música amenazada.

Te vi hacer bosques y subir montañas,
te vi cavar abismos con tus manos.

No supe dónde ibas.

Te vi buscar la sombra entre la luz,
te vi buscar la muerte entre la vida,
y no pude entenderte.

Yo no sé qué has ganado, pero sé qué has perdido:
tu música,
                      tus peces,
                                            tus montañas azules.

No puede ser feliz quien entierra un tesoro.

No puede ser feliz
quien envenena el agua de su vida.

(Benjamín Prado, Un caso sencillo, 1986)

Pues en eso quedamos

Tú me llamas o yo te llamo, sin más acuerdo contractual que la infinita fe en alguna de las dos impaciencias. Y ya entonces hablamos, de esto o de lo otro, sin guión previo ni velocidades exactas. Nos ha costado mucho trabajo sincronizar ese sin ton ni son que siempre apalabramos.

Le damos una vuelta de tuerca a algún misterio ya desmenuzado o emprendemos uno nuevo, flamante, sin estrenar. Saltamos de la publicidad a lo privado, de la oralidad del sexo mundano a la sexualidad muda del asombro. Contamos en primera persona todas esas mismas cosas que les pasan siempre a un amigo de los demás y añadimos ejemplos de un repertorio un poco inventado, pero no tanto.

Pedimos perdón sin usar ese lúgubre vocablo y damos las gracias como se recita un mantra. Especificamos canciones como posología de un acierto y escribimos a mano, entrecortadas, contraindicaciones personales en el prospecto de la medicina que espanta la tristeza.

De tanto en tanto, nos sentimos perversos y nos denunciamos a la policía científica para que investigue el polvo de mariposa que nos brilla en los dedos. Nos interrumpimos el ying para incrustarle una dosis redonda de yang, o nos robamos los argumentos para cambiarlos de labios y asombrarnos de lo diferente que suenan.

Tú me llamas o yo te llamo, para emprender tonterías diversas que pudieran servirnos de precedente, de medias preguntas y simulacros de respuesta, de hilo para la ósmosis inversa o de guarnición para un almuerzo sin carne. Tú me llamas o yo te llamo, aunque también es evidente que tu te llamas y yo me llamo.

Sé que se me olvida algo que quería decirte cuando se acerca la hora de colgar el aparato y ya nada duele como antes dolía. Entonces, tú me llamas o yo te llamo. En eso quedamos.

Pues en eso quedamos, precisamente en eso es donde vamos quedando, dejándonos, aparentando y dejando de aparentar. En eso quedamos como una huella, porque la memoria es un pasaporte sellado que luego nos dice, mientras parecemos estar en mitad de otro mundo, que ahí ya habíamos estado.

Pues en eso quedamos y, sin embargo, nunca nos quedamos en eso. Siempre miramos más allá, como si nada fuera suficiente, como si todo lo hubiéramos perdido antes incluso de tenerlo.

4 DE OCTUBRE EN LANDMARK HOTEL

-Si es un sueño no quiero que nada me despierte
-decías con El ángel que nos mira en la mano
y corriendo bajo la lluvia- decías
la tormenta es un tigre,
el tigre tiene un movimiento de árbol
que va entrando en la noche.

Bajo la lluvia,
a solas con tu vida entre cielos e infiernos,
entre nada ya es suficiente y demasiado no basta,
mirabas caer la oscuridad en los parques
-como un sonido de campanas sobre el agua-
y decías una canción es sólo
la forma de salir de un callejón sin salida,
mirabas la oscuridad,
con tu corazón perseguido por los leones,
con tus plumas azules y tus sortijas árabes.

20 años después, mientras me hablas
de pequeñas ciudades -me pregunto
si un recuerdo es algo que conservamos
o algo que hemos perdido-, de pequeñas ciudades junto al mar,
yo comprendo que sólo fuiste un sueño. Y como dice
Delmore Schwartz en una canción de Lou Reed,
en nuestros sueños comienzan nuestras responsabilidades.

La última playa es fría y tiene una luz extraña,
una luz blanca hecha de pájaros caídos.

20 años después, desde este mundo
de las cosas tal como son, tenemos
nuestras propias preguntas y respuestas
que huyen de tu nombre
como animales asustados por un trueno.

El sueño es dulce, sientes
grandes ruedas de fuego en el calor del día.

y Lou Reed también dice
que si cierras la puerta
tal vez la noche dure para siempre.

(Benjamín Prado, Cobijo contra la tormenta, 1995)

A Roma

Quisiera llevarte a Roma, como tantas veces quise, sin causa ni razón ni fundamento. Llevarte a Roma para llevarte aroma de una vida más sencilla que poder abrocharnos en los minutos del frío.

Has estado allí muchas veces. Conoces ya las fuentes y su moneda herrumbrosa, reconoces los frescos de todas las capillas y, quizás por eso, sea difícil convencerte para que vengas. Entiendo los baches y la decadencia de la piedra, comprendo el musgo amedrentado por la historia, ya me hago cargo de las trampas camufladas en esos idiomas que casi somos capaces de entender.

Pero, a pesar de todo, quisiera llevarte a Roma; intentar arrancarte el estómago de los aviones y transformarlo en mariposas. Señalarte los signos del otro tiempo, aprender del corazón de tus preguntas y responderlas sólo con dos dedos. Demostrarte que es posible partir uniendo, que es posible salir llegando.

Ya sabes que la esquina, esa esquina detrás de la cual nos espera el porvenir, la afila el miedo. La afilan el miedo y la memoria, y uno puede cortarse al doblarla, y doblarla al cortarse. Pero tengo un sueño que nos conduce a Roma, un sueño que arroma su borde y lo redondea. Y Roma está ahí, aquí, casi podríamos tocarla.

Cualquier camino nos sirve, elígeme en el que tú quieras. Aunque yo quisiera llevarte a Roma por todos los caminos a la vez, para que el paisaje nunca se vuelva monótono de aire respirado, para que no se distingan las pisadas que ya se hicieron antes.

Quisiera llevarte a Roma, como tantas veces quise, paso a paso. Y para que no me confundas con todos aquellos que te invitaron a la ciudad eterna, para que no te espante repetir caminos, para que no se olvide el origen del que partimos, quisiera llevarte a Roma de espaldas, andando hacia atrás.

Para que cuando mires el nombre del sitio al que lleguemos, entiendas el otro sentido de las letras a donde quiero llevarte, a donde quiero que me traigas.

Frío como el infierno
Roma, 1995
Estamos en invierno y esto es Roma
y tú no estás.

                      Yo voy de un lado a otro
de tu nombre,
                       lo mismo
que un oso en una jaula;
                                        marco un número;
pongo la radio, escucho una canción
de Patti Smith dar vueltas dentro de Patti Smith
igual que un gato en una lavadora.

Estamos en invierno y yo busco un cuchillo;
miro la calle;
                     pienso en Pasolini;
cojes una naranja con mi mano.

Y esto es Roma.

                          La nieve
convierte la ciudad en una parte del cielo,
ilumina la noche,
deja sobre las casas su ángel multiplicado.

Y tú no estás.

                     Yo cierro una ventana,
miro el televisor,
                            leo a Ungaretti,
                                                       pienso:
la distancia es azul,
yo soy lo único que hay entre tú y este frío.

Estamos en invierno y esta ciudad no es Roma
ni ninguna otra parte.

                                     Miro atrás
y puedo verlo: acabas de apagar una lámpara;
has cerrado los ojos
y sueñas con un bosque;
                                       de repente
alargas una mano,
                               buscas una manzana
que está en el otro lado de la mujer dormida…

Mientras,
                yo odio este mundo frío como el infierno
y el cansancio que caza lentamente mis ojos;
odio al lobo que has puesto en la palabra noche
y la forma en que llenas la habitación vacía.

Odio lo que veré
desde hoy y para siempre: tus pisadas
en la nieve de Roma, donde nunca has estado.

(Benjamín Prado, Todos nosotros, 1998)