
Es bueno tener a mano alguna herida que lamerse. O inventársela, que también vale. Supongo que nos sirve como aviso de que tiene que venir la siguiente, como insignia de haber vivido alguna felicidad pasajera o como excusa para la autocompasión y todas las barbaridades que cometemos en su nombre.
A la amante, que no quería ser otra cosa que amante, no le importaba el fetichismo que él tenía como liturgia de reservar siempre la misma habitación en el hotel. Quizás, en el fondo, se preguntaba con intriga por lo curioso de la manía, pero «¿qué más da?», se decía. Todas son iguales.
La esposa esperaba salir en la revista y matar de envidia a todas sus amistades. La hija tenía clavada la astilla de no tener descendencia. La asistenta sentía que vivía en una fotonovela y su novio escondía la herida cotidiana de no pertenecer al paraíso.
La recepcionista odiaba que él pescara, aunque no se lo decía. Él odiaba el cansino paso de los días con todo según lo previsto.
Pero desde el hotel se ve la terraza y se siente engañada, desde la caravana se observa la infidelidad y se odia la propia cobardía, desde el yacuzzi parece más morena la piel mejicana y se quiere otra más blanca, desde el desdén se ve cómo enveceje la vida y hay que restaurarla, desde el estadio se comprende que siempre se es extranjero en algún lado.
Animales heridos que se acurrucan siempre en alguna esquina, eso es lo que somos. Porque todo el mundo tiene alguna vieja afrenta que lamerse en soledad o alguna llaga nueva y recién amoratada para enseñarla.
También yo tengo algunas -y otras me las invento-, para poder restregármelas mansamente por los renglones y dejarlo todo lleno de saliva. Parece que alivia, que ya no escuece tanto cuando, leído lo escrito con ojos de extranjero o visto el ejemplo oportuno en alguna película, va quedando claro que todos los arañazos que nos hicimos fueron pequeñas ejercicios de un cursillo acelerado de suicidios al que a temporadas nos apuntamos. Todas las lesiones que nos descubrimos y también las que nos inventamos.
Y de todas las cicatrices posibles, incluso de todas las imposibles, la más profunda, la que mejor nos inventamos y la que más nos empuja a ladrar como perro apaleado, es la nostalgia.
EMPLEO DE LA NOSTALGIA
Amo el campus
universitario,
sin cabras,
con muchachas
que pax
pacem
en latín,
que meriendan
pas pasa pan
con chocolate
en griego,
que saben lenguas vivas
y se dejan besar
en el crepúsculo
(también en las rodillas)
y usan
la cocacola como anticonceptivo.Ah las flores marchitas de los libros de texto
finalizando el curso
deshojadas
cuando la primavera
se instala
en el culto jardín del rectorado
por manos todavía adolescentes
y roza con sus rosas
manchadas de bolígrafo y de tiza
el rostro ciego del poeta
transustanciándose en un olor agrio
a naranjas
Homero
o semen
Todo eso será un día
materia de recuerdo y de nostalgia.Volverá, terca, la memoria
una vez y otra vez a estos parajes,
lo mismo que una abeja
da vueltas al perfume
de una flor ya arrancada:inútilmente.
Pero esa luz no se extinguirá nunca:
llamas que aún no consumen
…ningún presentimiento
puede quebrar ]as risas
que iluminan
las rosas y ]os cuerpos
y cuando el llanto llegue
como un halo
los escombros
la descomposición
que los preserva entre las sombras
puros
no prevalecerán
serán más ruina
absortos en sí mismos
y sólo erguidos quedarán intactos
todavía más brillantes
ignorantes de sí
esos gestos de amor…sin ver más nada.
(Ángel González)