Ruido de fondo

Las campanas de la iglesia dan los cuartos como quien regala una promesa. Después, con otra música más melodiosa suenan las horas, con otro tono más adusto anuncian los entierros. Con otra armonía más alegre, cascabeles del aire, anuncian las fiestas de todos los santos y de todas las vírgenes que salen a las calles por el verano.

El bar no está demasiado concurrido pero las voces de los clientes suben tibiamente por las columnas del aire anunciando confesiones de terraza, chismes populares o secretos venidos a menos a lo largo de los tiempos. De tanto en tanto alguien canta, sin instrumentos, a puro vozarrón del norte con boca pastosa de calimocho. Aunque las más de las veces son voces quedas las que empañan esta partitura suave que convierte la noche en madrugada.

No es demasiado ancha la calle, avenida es un nombre que se le queda grande especialmente cuando las motos se enfadan sorteando los coches atascados. Hay aves diversas y marinas sobrevolando el gris del cielo —que parece asfalto— pero son los pájaros del semáforo los que cantan estrepitosamente cuando el botón de esperar verde los alborota como si los pillara desprevenidos.

En el parque se habla el lenguaje de las motosierras, el idioma del viento revolucionando las hojas de los árboles de copas infinitas que miran a lo lejos, el estruendo de los perros que hablan a los humanos —o a otros perros, o a las pelotas, o las mesas de los bares, no lo sé— sin conseguir que los entienda nadie a pesar de su insistencia.

Los mosquitos tienen el detalle torero de anunciarse con un zumbido agudo —una chispa lanzada al aire— cuando me pasan rasantes muy cerquita del oído. En el mercadillo pirata, los vendedores anuncian con voz destemplada —pronunciando asombrosamente bien y con otra latitud todas y cada una de las letras— sus poderosos mensajes de marketing cotidiano: ¡atención, señoras, calidad y precio! ¡Como en el Corte Inglés, pero sin escaleras!

Hace mucho tiempo que no escucho tu voz —siempre me parece que ya hace mucho tiempo de todo— y para remediarlo escucho canciones con la memoria encendida y el corazón, no diré sobresaltado, porque los años y las ausencias me lo han dejado sonámbulo, pero sí atento y empecinado en latirme completamente izquierdo mientras repasa estribillos y punteos, letras tristes y voces cariñosas, diálogos escondidos entre ese piano contrito y aquel chelo arrebatador.

A tantos kilómetros de sanfermines, me uno con la muchedumbre que murmulla su ¡pobre de mí! cuando todo me dice que se me está acabando la fiesta, cuando caigo en la cuenta de que todo consiste en aprender a sobrellevar este ruido, todos los ruidos, ese runrún que tenemos dentro de la cabeza y que solo algunos abrazos podrían silenciar.

Pero entre abrazo y abrazo —hace tanto tiempo del último— nada puedo esgrimir para defenderme del estruendo interior, nada me alivia el picor de las ausencias y el fragor del final del tercer acto que ya se adivina en el telón que empieza a caer poco a poco excepto, a duras penas, el bendito Fierabrás de este ruido de fondo que sinceramente agradezco.

El ruido de fondo (Miguel Ríos, El ruido de fondo, 1980)

Ruido (Amaral, Salto al color, 2019)

Hablar de nada (Viva Suecia, El Amor De La Clase Que Sea, 2022)

Táctica y destiempo

En las relaciones personales, y por supuesto en el amor, todos caemos en la trampa de la táctica.

Hay montones de influencers que dedican horas de vídeo y pamplinas al noble oficio de sacarnos de nuestros errores y promover sus propias recetas y enseñanzas para cosas de lo más variopinto.

Perder barriga haciendo ejercicios sentado en un silla, mantener la flexibilidad de los hombros con el palo de una escoba, detectar cuando le gustamos a alguien con solo hacerle tres preguntas esotéricas.

Cinco indicios para saber si tu relación está a punto de venirse abajo, el modo de peinarse para parecer más alto o cómo hacer el delicioso para que tu pareja se haga adicta.

A esto hay que añadir la retahíla de estrategias que uno mamó desde niño y que ahora tienen nombres ingleses: ghosting, curving, pocketingSituationship y benching, da igual que lo hagas o que te lo hayan hecho, uno aprende, paperclipping va, breadcrumbing viene, que es imprescindible tener alguna táctica.

Desde el chantaje emocional de «si me queréis, irse», hasta la dignidad de «si me quieren, que me busquen», toda la vida vamos de estrategia en estrategia, como si hubiese alguna manera de que nos quieran aquellos que no nos quieren pero que siempre nos buscan cuando les podemos ser útiles.

Al final de cada técnica empleada, puede ocurrir que no funcione convenientemente el truco y no quieras a quien te busca; o que quien te guste no te busque, que no te busquen los que no te quieren… Y puede, tal vez, suceder el milagro y que te busque quien tú quieres que te busque.

Aunque cabe también la puñetera caprichosa casualidad de que, quien querías que te buscara, efectivamente te busque… pero ¡ay! tan demasiado pronto que no te encuentre preparado o, lo más habitual, tan demasiado tarde que tampoco te encuentre porque tú ya estás en otra fase.

A mí no me sirve ninguna estrategia, porque casi todas se basan en asuntos que no consigo desarrollar adecuadamente. Porque no sé insistir, porque odio sentir que estorbo o que soy pesado, porque a veces me fallan mis maneras personales de no sentirme ridículo. No me sirve ninguna táctica o, también es posible, que soy torpe y no consigo hacerlas bien.

Pero sea con la técnica que sea, al final ocurre que no te quieren quienes no te quieren. Solo te buscan y te quieren quienes te buscan y te quieren. Y aun así, ni siquiera eso es siempre suficiente, lo cual es una de las más terribles imprecisiones que nos regala la vida. Y desgraciadamente no hay táctica que lo remedie.

La otra imprecisión contra la que también andamos desvalidos es la de no saber cuando dejar de esperar que llegue nuestro tiempo; para poder cerrar el capítulo de esa novela imposible y empezar otra —o no— por otro sitio, con sus correspondientes estrategias imprevisibles y su previsible corazón partido.

DESTIEMPO

Nuestro entusiasmo alentaba a estos días que corren
entre la multitud de la igualdad de los días.
Nuestra debilidad cifraba en ellos
nuestra última esperanza.
Pensábamos y el tiempo que no tendría precio
se nos iba pasando pobremente
y estos son, pues, los años venideros.

Todo lo íbamos a resolver ahora.
Teníamos la vida por delante.
Lo mejor era no precipitarse.

(Enrique Lihn)

Nuestro tiempo (Amaral, Salto al color, 2019)