Tu voz

Aún no había dicho ni una sola palabra y seguía encerrado en esa especie de jaula que le limitaba al norte con la electrónica y al sur con la pereza. Ni siquiera sabía si estaba completamente despierto o solo lo fingía delante del café templado de cada día, cuando las pantallas artificiales le anunciaron visita.

Tras la música de rigor que siempre hace de prolegómeno, percibió como un susurro que le mantenía entre algodones aquel contacto sincronizado que, dicho sea de paso, tuvo que superar algún que otro problema técnico para suceder.

Al otro lado del mundo, aquella voz le sonaba a lo que siempre le sonaba aquella voz: a aire limpio, a cristal tallado, a caricia rápida y furtiva que iba cambiando de tema casi al mismo ritmo de una respiración.

No lo supo entonces, sino desde siempre. Era un conocimiento largamente practicado el de saber que a la velocidad del wireless, desde algún satélite frío e ignoto de las corporaciones que gobiernan el mundo, cada palabra que recibía era un te quiero modulado por la transformada rápida de Fourier, que convertía eléctricos destellos en un sonido familiar y acogedor.

Aquella voz, a veces tierna, a veces dura o alegre o triste o enfadada o risueña, era la brújula que le explicaba, aunque no brevemente, cómo se sentían los dos antes y después, durante y mediante, asíncronos y perpendiculares, lívidos o inexpugnables.

Él sabía del negro y del arcoiris, del púrpura y del ocre, del gris y del rosa, lo sabía sin más duda que la acertar con el nombre de ciertos colores australianos de moda, pero cuando aquella voz le decía blanco, él sólo era capaz de imaginar nieve, sal, azúcar, leche, tango. Y se dejaba mecer cuando aquella voz le decía música o mariposa, y se dejaba resbalar cuando, en cambio, pronunciaba estrépito o desatino. Incluso seguía oyéndola desde dentro de su cabeza cuando, al cabo de un buen rato, al aparato le decaía su potencial con un melancólico y opaco clic.

Y en sus sueños, todas las voces eran la misma voz; en sus libros, todas las palabras se pronunciaban así mismo; en sus películas, todas las bandas sonoras paseaban por los fotogramas el timbre de aquella voz.

Pero entonces no supo hacerlo mejor —ni siquiera ahora sabría— y el milagro, y todos sus verbos, cuando no son suficientes y dejan de ser cotidianos, tiemblan impotentes en las baterías de litio hasta desvanecerse como un aroma y caerse de la lista de números siguiente.

Porque todo cambia excepto aquello que nos empeñamos en cambiar, si aquel hombre pudiera leer este texto, pronunciar su propio nombre despacio con los ojos cerrados, tararear torpemente aquella delicada canción, aún ahora, la escucharía —como yo la escucho siempre— con tu voz.

Tu voz (Lena Carrilero, Paraíso terrenal, 2017)
(cantando con Adriana Moragues)

Una de esas noches sin final (Javier Limón, Todos lo saben BSO, 2018)
(cantada por Inma Cuesta)