Costumbre

No estábamos seguros.

Y aquel esfuerzo por parecerlo
fue dibujando la traición más desolada,
como si nos hubiéramos perdido de vista
mirándonos a los ojos,
acaso tropezando con la piedra misma.

Como niños que juegan a inventar colores
y acaban manchando de ocre
el porvenir de los pinceles,
inventamos un modo de irse alejando,
una manera de apartar lentamente
a quien te conoce tan palmo a palmo
que cualquier roce de su cuerpo significa
desvelar el esqueleto de tu historia.Recuerdo haber cantado miedo y vino
en el sótano de algunas noches
en las que la duda era un pájaro
y el corazón consistía
en pasear descalzos por el parque.

Ignorábamos entonces
que el calor que desprenden
dos cuerpos desacertados abrazándose
como al salvavidas de un naufragio,
no necesitaba arreglo alguno
porque ser imperfectos y turbios
no significa estar rotos.

Pero no estábamos seguros.

Así que suponerlo todo
se convirtió en una ciudad muy pequeña,
casi deshabitada, con un cine muy estrecho
en donde proyectaban la fe de aquellas películas
en las que éramos subtituladamente felices
al mismo tiempo que lo contrario.

Y ahora que el tiempo ha corrido
en lugar de seguir andando,
continuo sin saber, sin estar seguro,
sin haber perdido esta viscosa costumbre
de esforzarme en parecerlo,
a pesar de que hace ya muchos insomnios
que el olvidado para qué.

Conocimiento del medio (y III)

Trasplante
¿Se puede vivir con el corazón de otro,
notar como fluye en nosotros su sangre,
ver con sus ojos abiertos y mirarse
a distancia pero por dentro?
¿Se puede sentir una herida ajena
que parece hecha con dolores propios?
¿Se puede tener una vida en otra cabeza,
en el centro de otro cuerpo,
respirando en otro soplo?
¿Puedes contagiarme la realidad tuya?
¿Puedo contraerla, padecerla,
que luche contra mis defensas
y, una vez debilitada o muerta,
devolvértela inocua?
Sí, se puede, es preciso que se pueda.

Pero no hay que inventarse un trasplante,
ni colocar sensores electromagnéticos
alrededor del corazón o de las cabezas.

Basta con vivir muy cerca, tan juntos
que a ratos nos estorbemos,
a tan poca distancia que no distingamos
quien de los dos ve lo que vemos.

Tan cerca, que las pesadillas y los sueños
nos tapen con la misma sábana.

Así podré contagiarte mis sueños,
podrás contraerlos, padecerlos,
que luchen contra tus defensas
y, una vez debiltados o muertos,
devolvérmelos inocuos
o cumplidos.

Esqueleto
Este esfuerzo de armonizar palabras,
encontrar el acento,
subrayar el silencio y enhebrar el énfasis,
conmoverse y verse como desde fuera de la escena
para luego volver a entrar dentro,
este añadirte a los versos en la intención disparada,
en la letra consabida, en la atracción que quizá
ejerzan sobre el otro universo posible,
este modo de regar las cosas pequeñas
con miradas que se parecen a los tuyas,
de querer cortar el agua y romperla
en mil pedazos de plata y lluvia,
esta manía de esculpir para siempre
encuentros fugaces, de llamar a las cosas
por su otro nombre desconocido,
de remover la sopa de la vida
antes de dejarla reposar en el fondo del plato,
esta necesidad de encontrar renglones
de la talla precisa, de manejar palabras
que me aplastan, que me vienen grandes
o que me encogen sobre ti,
este ímpetu desordenador de instantes,
como si quisiera armar el puzle de otra caja,
este modo desenfocado de levantar acta de la distancia,
de tomarse los días como un breviario
y correr sobre las noches un tupido desvelo,
este palpar lo real en el deseo
de lo imaginario, esta confusa fritura de conceptos
en témpura de nubes, este caos
que siempre está al borde del riguroso orden alfabético,
esta, en fin, silueta del destierro
que te está esperando aquí escrita,
no tiene nada que ver con la poesía.

Es mi esqueleto.

Conocimiento del medio (II)

Porcelana
Allí extendida sobre la mesa,
campo mojado que espera lluvia
con los ojos cerrados,
tú estuviste primavera.

¡Cuánta ternura de labios!
La pregunta era respuesta,
el calor tenía poco espacio
y el aire, qué sé yo el aire,
tibio, dulce, respirado.

¡Cuánta ternura de labios!
Arcilla con amor de tierra,
caricias de horario artesano
en el torno de tu lengua
y en el calor de mis manos.

¡Cuánta ternura de labios!
Tendida allí, sobre la hierba,
temblando encima del calendario.

Alrededor, qué poca primavera,
pero en tus vértices ¡cuánto verano!

XVIII
Me despierto tal vez
y alguien
desnudo como yo
está a mi lado,
con una inesperada soledad
y los ojos en deuda con la noche,
hablándome de ti,
preguntando la historia de tu ausencia.

(Luís García Montero, Diario Cómplice, 1987)

La impertinencia de las hojas secas

Amanecen en el patio, secas, reposando después de un vuelo breve, casi un baile con el viento.

Entonces, armado de escoba y en armonía con la pendiente, las barro lentamente, dejo que jueguen un poco antes de meterlas en el recogedor.

Otras, las más, otras que cayeron a la tierra huyendo de la escoba, se dejan seducir por el rastrillo y se acercan a mis pies tímidamente.

Con las manos, las reúno en puñados que crujen -si no fuese porque me creerías loco, diría que crujen con la risa de las cosquillas- y las obligo a compartir el mismo olvido que a las otras.

Se suda, por el calor y porque yo sudo con poco, y después de la tarea apetece subir a lo alto de la escalera y encender un cigarro. El humo hace garabatos en el pensamiento y sabe a gloria ese escalofrío de la brisa que se levanta como queriendo llevarse las gotas de sudor.

Todo límpio, tranquilo, fresco el cuerpo a la sombra, quizás felicidad. Y vuelvo el rostro a contemplar la obra realizada y… ¡Será posible! Una imprecación, una incredulidad hecha parpadeo.

Nuevamente, hojas secas desparramadas por el patio, como notas de un pentagrama. Y como un Sísifo moderno, con un enfado que se va convirtiendo en ternura, vuelvo a retomar la misma tarea que acababa de terminar.

En el fondo, me conmueve la impertinencia de las hojas secas. Parecen remordimientos de la naturaleza que se posan en la conciencia del suelo. Porque son como las ausencias, como el silencio, como la soledad.

No hay manera de quitarlas del todo.

Conocimiento del medio (I)

Sigue lloviendo

Pero no ha dejado de llover aunque el sol invada el cielo. Sigue cayendo, la siento todavía volar mansamente, gota a gota, penetrando por todos los resquicios del pensamiento, mojándome lo ya húmedo, impidiendo lo seco.

Miro a través de la ventana y no la veo. Apenas un pequeño resto de palabras, como un reguero que se resiste a huir o que no se atreve a volver. Pero la oigo palpitar en todas partes, cayendo desde no sé qué cielo, tomando formas diversas al contacto con el suelo, andando de puntillas tras de mí.

No ha dejado de llover por más que lo digan los telediarios. Llueve sin agua, llueve sin nubes, llueve siempre. Lleva mucho tiempo lloviéndome en cada silencio, justo antes de cada palabra que pienso y, también, justo después de no decirla.

¡Me gusta tanto la lluvia! Que salga el sol si quieres, que salga si no la luna; pero que no deje de llover, que me caiga todo el agua encima. Ya no quiero estar seco porque me ahogaría.

«>(Sin publicar, diciembre 2009)

Incendio
En mis sueños hace mucho calor
y cuando, al cabo,
me levanto y me visto
sin saber el color que tendrá el cielo,
salgo buscando,
en todos los ojos que miro,
los ojos que llevo en mi sueño.

Incluso ahora que escribo,
sí, precisamente ahora mismo,
en estos bordes que comparten
el insomnio, la vigilia y un incendio,
no puedo dejar de pensar ni un instante
en este calor ni en este sueño.

Y lo peor es que esta llama
que me quema tan desde dentro
no puede sofocarse con agua,
sólo se apaga ardiendo.

(Instanteca, diciembre 2008)

Hierve el agua

¿Cuántas veces tiene que repetirse un sueño para que suceda? No sé, nunca he sabido, sigo sin saberlo, si la energía y el deseo que se entregan al anonimato de lo que uno imagina en los sueños pueden, de alguna manera, modificar la realidad y sustituirla por otra.

Ella está de espaldas y, al poner mi mano en su hombro, se gira y me abraza. Su cabeza se reclina en mi pecho y entre todos los brazos surge el ocho, el infinito.

En cada borbotón estamos más cerca; en cada ruido que prorrumpe, la respiración se acompasa. El universo toma su temperatura y el paisaje se aleja hasta desaparecer.

En cada gota que cae, sobra más el aire que nos separa. En cada bocanada, se difuminan en el contacto los límites de los cuerpos. En cada borbotón, el tiempo se ralentiza hasta hacer olvidar el futuro que viene.

Ninguno de los dos dice nada y la vida parece un soplo, un aliento que roza las caras. Nadie dice nada, nada, porque no hay nada que decir. Y mientras, hierve el agua.

¿Cuántas veces tiene que repetirse un sueño para que suceda? No sé, nunca he sabido, sigo sin saber. Pero he descubierto contigo que hay cosas que con una sola vez que sucedan, con una sola, se repiten para siempre en los sueños.

Y cada vez que hierve el agua.


Despedidas y estrépitos (y IV)

Vecindario
Anuncia el vómito de las pantallas
un fin del mundo cada día.

Subo el volumen de mi esencia cobarde
para no escuchar más soledad que la mía,
pero entra a golpes catódicos el ruido de fondo
y su histeria de cuchillos en el descampado.

Afuera no duerme nadie
en una guerra de mundos que nunca termina,
porque nadie puede escapar de esta pulsión infinita
de sapos que devoran culebras,
de locos que se devanan los sesos en la escalera
cuando el viento palpita en el alma de las persianas.

No puedo dormir esta noche moribunda
de cristales rotos y patadas en la puerta.

Porque me llegan las voces de las madres rotas,
el llanto asfixiante de los niños oscuros,
y el corazón me tirita con el ladrido
de los perros que arañan la luna.

(Instanteca, diciembre 2007)

Odio las columnas

Serían las ganas de salir de debajo de la tierra, el estrés de ir con el tiempo justo, la despreocupación de haber hecho lo más difícil o la inquietud de una tarde de frío en la vegija.

Sería el odio ancestral de las columnas, la luz mortecina de los subterráneos o el espanto de que el regalo inútil que buscaba costaba sesenta euros.

El caso es que antes de entrar por la puerta contraria, repase mentalmente la maniobra que tenía que hacer; y era sencilla, lo difícil había sido meter el vehículo en donde lo metí.

Sería que se me fue el demonio al cielo pensando que había perdido el tiempo, sería que vivo en otra vida por dentro de la cabeza, pero el caso es que aquello sonó a desastre y a rozadura.

En realidad no importa por lo que fue ni de quien es la culpa. Dos mil quinientos kilómetros después de comprarlo, he estrenado el coche en una columna anónima que, por supuesto, no quiero ni volver a ver.

Nada grave. Pintura roja y tirar de seguro. No te lo cuento para darle importancia a un hecho que no la tiene, sino para explicar con un ejemplo una sensación que hace mucho tiempo que tengo.

Cuando la columna se posó en la puerta, paré el coche ante ese pequeño ruido y miré por el retrovisor. Entonces comprendí la situación: la otra columna, el coche de al lado, las dimensiones del vehículo…

Entendí que, hiciera lo que hiciera, maniobrase de cualquier manera, iba a hacer algún estropicio en alguno o en todos los lados. Y es muy difícil moverse sabiendo que vas a hacer daño, que algún corazón quedará siniestrado, que tú mismo te arrancarás la piel.

Pero, después de pensarlo un rato, salí. Salí porque quedarse es morir en el intento, quedarse es sufrir a plazos y pudrirse por dentro, salí, a pesar de la dentera que da ir arañándolo todo al moverse. Salí.

Salí confiando en mi abuela… en que todo tiene apaño menos la muerte.


(La vida es insomnio, enero 2011)

Despedidas y estrépitos (III)

Tiempos feroces
Del estrépito de atascos y sirenas
a las calles engalanadas,
de las uvas de la suerte
hasta un escombro masacrado de Siria,
de los nombres amados, marcados a fuego
en calendarios impasibles
ante el dolor de los huesos,
hacia la lotería sin calvo
como último reducto de la esperanza.

De la rapiña legalizada y elegante
y la cotización del langostino tigre
en los supermercados de moda,
del viernes negro, de los lunes raros,
de las tardes de villancicos que murmuran
mantras en el hilo musical
de las grandes superficies inhabitables,
hacia los reyes magos electrónicos
y las felicitaciones por Whatsapp
como último reducto de la ternura.
De la lista ordenada y reincidente
de todos mis delitos cometidos,
de cada punto final que sólo pueden
embellecer viejas letras,
de esta soledad menos esperanzada
que la infinita ausencia anterior,
hasta el perro de esta angustia
que solo sabe ladrarme tus ojos
como último reducto del corazón.

Pero el espectáculo debe continuar.

Habitábamos tiempos feroces
y, por si fuera poco,
nos viene encima la navidad.