;imagen,2;Eran los días de la primera barba, los días de aquel viento que zumbaba gotas saladas sobre el pensamiento. Días de pasear por las bodas de aquellos sin nombre y sin paradero que habrán olvidado también el color dorado con que las chimeneas alumbran un instante.
Los días felices siempre pertenecen a otros y uno acaba estorbándose a la vista en el perímetro rectangular de las fotos donde descubre que, la memoria, es un mar sin espuma que nunca está en reposo. Un oleaje en el que los días se revuelcan y se revuelven.
Ninguno de los ausentes sospecha en este instante cuánto de su felicidad me pertenece. Antes de abordar el álbum cincuenta y uno, tengo que apartarme a tirones el deseo viscoso de entregarme a la voracidad de las carpetas llenas de fotos.
Por si acaso vinieran días con el mismo gris que esta mañana, cuando toque arriar el corazón a la hora de levantarse, y pueda encontrar algún recuerdo de la niña abrazada que entorna los ojos como si no existiera otro sitio posible en el mundo.
Porque los días felices siempre pertenecen a otros, yo tampoco puedo adivinar cuánto de mi felicidad te corresponde.