Más extraño que la ficción

Tendría que hablar de las pequeñas cosas, de ese tumulto de roces y rozaduras que hacen el mundo más llevadero. De aquellas sesenta y seis razones para sentirme feliz que aún me estremecen, o de otras tantas que me hacen ver el vaso medio vacío.

Tendría que mencionar al azar y quitarle la importancia que le damos cuando, sin saber cómo, nos pone delante de una puerta más o menos cerrada. Porque somos nosotros, y no la suerte, quienes damos un paso torpe y la empujamos diciendo «¿se puede?».

Debería hablar también de las guitarras y de su paciencia, de cómo pulsando las cuerdas adecuadas, en el momento oportuno, la música suena y agradecemos un bolero, un tango, una vieja canción cuyo nombre nunca supimos.

Sería necesario que yo abordará la muerte y sus certezas y sus infamias. Y sus mentiras, porque no hay dignidad en la muerte, sino en la vida que te conduce a ella. Tendría que decir que todas las muertes son la misma, queden mejor o peor en una novela de éxito. Y que empeñarse hasta el límite que cada uno se permita, es lo que concede valor a las historias que, tarde o temprano, llegarán a su final.

Y claro que, el tema siguiente, tendría que ser el de sentirse vivo. Debería entonces proponer una pequeña serie de metáforas brillantes que te hicieran pensar que sé de lo que hablo cuando pido tiempo y espero otra palabra, otra caricia, cuando te preparo galletas que quieres abonarme en función de las reglas establecidas. 

Lo cual me llevaría, indefectiblemente, a polemizar sobre el papel de los demás, permitiéndome alguna frase de azucarillo en mitad del discurso para poner de manifiesto que las vidas ajenas son la vida. Porque una canción es inútil si nadie la escucha, una galleta es estúpida si nadie se la come, un palabra es silencio si nadie se estremece al oírla.

Y esto me llevaría a mencionar el amor, sin poder resistirme a lanzarte un guiño que reconozcas o, según la temperatura que tuviera mi corazón en ese momento, se me escaparía eso que tú llamas queja, y que solo es algún pensamiento escuálido y camuflado de tristeza en mitad de un párrafo.

Por último, hablaría de literatura, supongo, aunque esto no lo tengo tan claro. Pero es más que posible que intentara un gran final poético, de esos que dejan pensando a las audiencias entregadas y que tanto aumentan mi ego como mi miseria.

Quizás intentaría convertir el texto resultante en un parábola hermosa, en la que, de algún modo, pudiera relacionar este texto con mi vida, incluso con el amor; pero sin aclararlo del todo, por supuesto, dejándolo implícito en los renglones.

Y confesar que, en ambos, literatura, amor y vida, aunque parezca que sé lo que tendría que hacer, raramente encuentro el cómo, suelo equivocarme con el cuándo y delante de cada papel vacío con el que me enfento, me muero de vértigo y se me caen al suelo las palabras que me rondan los labios.

Aunque quizás debería ser más modesto y, con suave voz en off, terminar este texto hablando de los relojes, de darles cuerda a los sentimientos, porque tal vez nos salven la vida el día que el tiempo nos atropelle.

//www.youtube.com/get_player

Instrucciones para dar cuerda al reloj

Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.

(Julio Cortázar)

El fin del mundo

La caldera de gas, el salón y su mobiliario adecentado, el tapete de diseño, el mal de Stendhal en una tienda de chinos y el nombre de los colores.

Pintar la puerta o cambiarla, el exámen de piano con sus teclas abrasivas, la playa intermitente y el modo estafa con masilla, el calor sofocante, las fiestas patronales y la orquesta tentaciones.

Abrillantar el suelo aunque deslumbre, tintarse el corazón con un color más jóven, el reiki contra la espalda, la cera del centro, la degustación de bizcochos, la ropa en desuso, la nueva tarjeta bancaria…

Hacienda, que somos todos, el taxi como oficio paterno, la fe del Alcoyano y su dama de Elche en mitad del palmeral, las lámparas y la verticalidad indiferente, la ausencia de Roma y, sin embargo, el laurel de noche.

En julio se puso azul la misma luna llena que ahora, inmensa, abarca el medio cielo que queda sin nublar. Y nacen niños fuera de cuenta, enloquecen adultos que mueren por asta de toro y estupidez, huyen refugiados de sus guerras, entrando por los telediarios hacia esa mezcla de crueldad y compasión que llamamos civilización.

Se oye el murmullo de los whatsapp, el crujido de los facebook, que es como una risilla nerviosa que recorre twitter a lo largo. Todo el mundo corre a ponerse a salvo y se llenan las carreteras con vehículos lánguidos y las pobres lavadoras tiemblan antes de empacharse de ropa sucia. Se preparan los abogados divorcistas para la avalancha de parejas rotas y lloramos la terrible realidad del desamor deshecho en hachazos.

Es el fin del mundo. Colisiona contra nosotros, irremediablemente, un septiembre que siempre nos pilla desprevenidos, que siempre llega demasiado pronto, que siempre huele a todo lo que nos faltó tiempo que dedicar.

Yo también hubiera necesitado una ración de caricias más, otra tarde dorada de playa, alguna mañana de churros, un paseo nocturno por la alhambra o convenir un escaparate en el que pasar las horas de más calor.

Hubiera necesitado un día más, un mes más, empezar de nuevo el verano o encontrarme un año de ventaja. Pero llega el fin del mundo y no ha habido tiempo para vivir más vida que la propia y rozar apenas la de los demás.

Todos hubiéramos necesitado algo que no sucedió porque, al fin y al cabo, vivir consiste en darse cuenta de lo que nos falta, estirar la mano para tocarlo y, muy probablemente, despreciarlo después de haberlo conseguido.

Pero llega septiembre y el mundo se acaba. Habrá que prepararse para el impacto. Colisionamos contra los días venideros, así que tendremos que agazaparnos esta noche protegidos por la cama de siempre y, bien temprano, preparar un informe de daños y una lista de las cosas que se han roto.

Y, lo más duro de todo: saber que sobreviviremos sin ellas.

El combate por la luz
De tanto ver la luz hemos perdido
la recta proporción de ese milagro,
que otorga a la materia su volumen,
contorno fiel al mundo que queremos
y límite a los puntos cardinales.

A fuerza de costumbre, hemos dado en creer
que es un merecimiento, cada día,
que el día se levante en claridad
y que se ofrezca límpido a los ojos,
para que la mirada le entregue un orden propio,
distinto a los demás, y lo convierta
en nuestra inadvertida obra de arte.

Hay una ingratitud consustancial
al hecho de estar vivos, un intrínseco
poder de desmemoria, y nos impiden
brindar a cada instante el homenaje
que cada instante de verdad merece,
por su absoluta magia de estar siendo,
en vez de no haber sido en absoluto.

Con cada amanecer dubitativo,
con cada tumultuoso amanecer,
la luz arrasa el reino de la noche
y emprende su combate. En el confuso
magma de oscuridad, con cada aurora
triunfa la exactitud de cuanto existe
sobre la vocación de incertidumbre
que tienta con su nada a lo real.

En toda madrugada se renueva
un conjuro de origen, esa fórmula
que impuso el movimiento al primer día.

Somos testigos, en el alba pura,
del trono en que la luz alza su reino
y lo concede intacto a cualquier súbdito.

Conviene contemplar la luz con más paciencia,
brindarle una atención encandilada,
el sumiso homenaje con que un bárbaro
descubre reverente en su aventura
la tierra que jamás ha visto nadie.

(Carlos Marzal)

La vida en un día

Saluda a mamá y apaga el incienso, desayuna huevos, afeítate por primera vez.

Esta es la hora en que la línea que divide los mundos se hace más delgada, abuela, quería decirte que soy gay y no sabía muy bien cómo te lo ibas a tomar.

Ella ha dicho que no, que no quiere nada conmigo. Es la hora de la siesta, cuando salgo de casa no sé si viviré para volver.

Lo que más temo es la muerte o las arañas, lo que más amo es a mi familia o a los gatos, lo que me levanta por las mañanas es una creencia que no siempre se cumple.

Mi padre cuida de mí y me trae la comida mientras me gano la plata. Es la primera vez que me afeito, doy gracias a quienes me cuidan en el hospital, quiero que por fin se reunan las dos Coreas, así se desayuna en Minessotta y he venido a Dubai para mandar dinero a mi familia.

Hoy no ha pasado nada extraordinario, pero quiero que el mundo sepa que estoy viva. Tú eres un pequeño milagro y te pareces a tu padre, en el estiércol las flores salen más hermosas, corramos a casa que va a empezar a llover.

Llevo mucho sin ver a mi viejo y quiero llevarlo a comer hamburguesas, estuvieron a punto de echarte del colegio, pero has conseguido graduarte. Esta es mi pistola, le echamos de comer a los cerdos, llevo mis ofrendas a Vishnú, empieza la jornada en el mercado de flores, voy a conseguir que el coronel haga el tonto para la cámara.

Me visto para la cita por skype con excitación, pero cuando se acaba no puedo evitar llorar. Mamá, no sirvió tu consejo y me ha dado calabazas.

¿Y si Dios no existiera y cuando nos muramos nos quedamos ahí, muertos, nada más? Dios tiene muchos nombres. Le temía al cáncer y lo tuve; luego temí que lo tuvieses tú, y lo tuviste.

Ya no le tengo miedo a nada. Aunque, ¿me véis?, así soy yo y eso es precisamente lo que más temo.

La vida, por dentro, como nos corre por las venas, es igual en todas partes.

Encuentro
Si la vida
nos regala otro encuentro
te dejaré ser tú
seré
sencillamente yo
Escucharé
la melodía
de tu música
y la mía
cuando se unan
(María Clara González)

Gloria

La felicidad siempre está en un mismo, dicen los que saben, aunque sin saber muy bien lo que dicen. La felicidad está en uno mismo, pero todos nos empeñamos en buscarla en los demás.

A veces la vida pierde brillo y se vuelve parda, plana, mediocre. Deja de faltar la respiración, se apacigua el vértigo y todo se vuelve monótono y rutinario.

Porque vivir no es brillar un instante ni resplandecer siempre, sino ir y venir de la luz a la oscuridad con pasos titubeantes, admiro tu viaje y tu osadía contra el desencanto.

En tu edad, que pronto será también la mía, veo como el mundo se ralentiza, se hace más liviano. Cuando toma las riendas el deterioro y todo consiste en ir cuesta abajo.

Hacer lo que deseas es, seguramente, el camino más directo hacia el fracaso. Porque no es la decadencia de los cuerpos, no es la voz de la experiencia, no es la derrota del amor ni el abandono de los pájaros.

Es la falta de sueños, la angustiosa dificultad de no tener un proyecto a medias, lo que nos impide firmar un breve armisticio contra las estafas de la vida. Sentirse en la víspera de un algo que nos rellena por dentro con un aire tan volátil que nos permite flotar un momento a dos milímetros del suelo.

Cada vez es la primera vez y así funcionan los capítulos de todas las novelas. Y en tanto esta primera vez se parece a todas las primeras veces, las piernas no pesan, el cuerpo rejuvenece, las ganas vuelven de nuevo justo al mismo sitio en que las perdimos y se nota en los encuadres un cierto esplendor del paisaje.

Caer desde esos dos milímetros al suelo, de repente, duele tanto como aterrizar desde tres metros. Porque no es la altura lo que daña nuestro espíritu, sino la desilusión de darse cuenta de que ese asunto de volar solo era un espejismo pasajero.

Sólo se puede ser feliz estando perplejo. El desencanto consiste en irse acostumbrando al estupor. Y luego todo vuelve a perder brillo y se vuelve pardo, plano, mediocre. Deja de faltar la respiración, se apacigua el vértigo y todo se convierte en monótono y rutinario.

Pero permíteme que no me rinda todavía, ni en esta edad, ni en esa tuya que pronto también será la mía. Permíteme que dibuje en el agua una esperanza que confirme el ciclo.

Porque todo pasa. Y como todo pasa, déjame creer que también el desencanto pasará y vendrá un estupor nuevo, otra primera vez como las anteriores.

Dicen los que saben, aunque sin saber muy bien lo que dicen, que la felicidad está en uno mismo. Y yo, que no sé tampoco muy bien lo que digo, prefiero pensar que la felicidad está en uno distinto, aunque a temporadas nos parezca que todo no es sino la copia falsificada de un aburrido y tenue mucho más de lo mismo.

Díptico
No hay luz sino estupor de luz
en este jardín abrasado
de frío y lenta escarcha donde
alguien cuya sombra te evoca
remueve sin prisa la tierra
y deja en los surcos un hilo
de luz fría donde mis ojos
desde esta página te anuncian
y dicen verte, aunque no estés.*
Hago inventario de tu ausencia:
ojos no usados, aire intacto,
las horas como lumbre escasa
que el aire no aventa ni excita.

En todo espío transparencias,
temblor que es tu cuerpo inasible.

Hago inventario de tu ausencia
para que sepas de tu vida
a mi lado, cuando no estás.

(Jordi Doce)

Felicidad

Si es que no decimos claramente lo que querermos o si es que no queremos claramente lo que decimos, el caso es que todo el mundo es infeliz.

Sea porque queremos lo que no podemos o porque podemos lo que no queremos, el caso es que la infelicidad se expande por el mundo.

Buen padre y siquiatra, sensible maestra compositora, timido y solitario agente de seguros, sensual escritora de éxito, vecina amante del helado, esposos de largo abolengo conyugal o madre orgullosa, la frustación nos catapulta hacia la paradoja de la infelicidad.

Quizás, del mismo modo que la vida acaba en muerte irremisible y que, por tanto, sólo el roce con el camino a través de los pasos ofrece alguna clase de sentido al viajero, tal vez, también, sean las lágrimas y las risas las que midan el trayecto que une y separa la felicidad de la existencia.

Quiero decir que nos queda el deseo, que es esa lucecita caprichosa que alumbra siempre el otro lado del la calle en la que estamos, que hace resplandecer otro cuerpo como si en su brillo estuviera el bálsamo y todas las curas.

Quiero decir que sin el ansia, sin la pulsión hacia la otra orilla, sin el latido contradictorio de un pensamiento que al expandirse nos contrae, sin la ausencia imaginaria de eso tan apetecible que vemos en los otros, tal vez no seríamos humanos.

Entiendo que las personas no somos hasta que no deseamos, que vivir es ir persiguiendo sombras, que sentir conduce a imaginar. Entiendo que no, que yo no pregunto, yo deseo.

Sea porque la pasión es lo que nos mantiene vivos, sea porque estamos vivos para mantener la pasión, el caso es que nadie es feliz en mitad de la maraña. Y nunca se llega a la zanahoria que colgamos en la punta del palo; y, cuando se llega, resulta que estaba hecha de un aire que se muerde con rabia y deja la garganta llena de polvo.

Quizás la felicidad esté en el último poema, en la familia de cinco soledades reunidas en la misma mesa, a donde llegar con ojos de chiquillo y decir sonriendo «me he corrido».

Pero sea porque no escuchamos correctamente lo que nos dicen, o sea porque no nos dicen correctamente lo que escuchamos, el caso es que siempre queda un final pendiente de resolver en todas las historias y un alguien a quien acercarse del que, más tarde, luego, nos querremos alejar completamente.

LA CONDENA
El que posee el oro añora el barro.

El dueño de la luz forja tinieblas.

El que adora a su dios teme a su dios.

El que no tiene dios tiembla en la noche.

Quien encontró el amor no lo buscaba.

Quien lo busca se encuentra con su sombra.

Quien trazó laberintos pide una rosa blanca.

El dueño de la rosa sueña con laberintos.

Aquel que halló el lugar piensa en marcharse.

El que no lo halló nunca
es un desdichado.

Aquel que cifró el mundo con palabras
desprecia las palabras.

Quien busca las palabras lo cifren
halla sólo palabras.

Nunca la posesión está cumplida.

Errático el deseo, el pensamiento.

Todo lo que se tiene es una niebla
y las vidas ajenas son la vida.

Nuestros tesoros son tesoros falsos.

Y somos los ladrones de tesoros.

(Felipe Benítez Reyes)

La vida es una brisa

Odio las sorpresas, quizás porque tengo secretos, y quizás porque tengo secretos soy capaz de temblar ante una ternura que raramente encuentro.

Yo también soy mi basura, mis fracasos, mis peores recuerdos. Si mis hijos o una enfermedad, o una reencarnación, me los quita de golpe, dejo de ser yo para ser uno nuevo, sí, pero no necesariamente mejor. ¿Quién eres tú para sacarme de mi infierno, para sangrarme las mentiras en las que vivo, para pincharme los muebles que hay en mis sueños?

Adoramos lo nuevo. El mundo se rinde a la media lengua de un niño, a sus pasos titubeantes, a su llanto desconsolado. Pero los suspiros de los viejos, sus traspiés solitarios, sus certezas sentenciadas nos dejan indiferentes o, en el peor de los casos, nos dibujan las puertas de un asilo.

No sabría decir si las familias son como la sociedad en la que viven o viceversa, pero hay espejos en donde todo el mundo puede verse si logra mantener firme la mirada, en donde mi oportunidad está por encima de tu tristeza, donde las hienas se echan a suertes los despojos de los leones.

Y bueno, el resto es buscar un colchón entre la podredumbre, una aguja roma en un pajar metafórico. Una lotería que sucede entre ambientadores que ocultan el olor a viejo y que no distinguen entre bromas espesas y sorpresas de dudosa calidad ética. Y por eso las odio.

Te digo que sólo creemos en las mentiras gigantes, que sólo buscamos tesoros si son millonarios, que hay que esconderse del mundo tanto en la suerte como en la desgracia.

Sólo los niños creen a los abuelos, aunque escondan el gorro de la lana en la escuela. Sólo los que no tienen nada pueden darlo todo, hasta el mérito. Quizás la vida sería de otro modo si viésemos a los hijos como miramos a los nietos. Quizás es que todo misterio gira alrededor de un colchón.

Entretanto escribo, al correo me llega una fantástica oferta de un colchón de viscolástica y de ambientadores automáticos. La vida no es fácil aunque es una brisa, pero no se lo digas a la abuela.

Odio las sorpresas del mismo modo que no creo en la compasión. La vida no es fácil porque hay andar persiguiendo sueños, porque todos los secretos se acaban sabiendo, porque toda sorpresa acaba en decepción.

La vida no es fácil y, por eso, antes de cambiarme por algo nuevo, mira bien en mi colchón.

Buenas noches, tristeza
La vida siempre acaba mal.

Siempre promete más de lo que da
y no devuelve
nunca el furor,
el entusiasmo que pusimos
al apostar por ella.

Es como si cobrase en oro fino
la calderilla que te ofrece
y sus deudas pendientes
-hoy por hoy-
pueden llenar mi corazón de plomo.

No sé por qué agradezco todavía
el beso frío de la calle
esta noche de invierno,
mientras que me reclaman,
parpadeando,
sus ojos como luces de algún puerto.

Por qué espero el calor que se fue tantas veces,
el deseo
por encima de todas las heridas.

Pero acaso me calma una tibia tristeza
que ya no me apetece combatir.

Todo sucede lejos o se apaga
como los pasos que no doy.

La vida siempre acaba mal.

Y bien mirado:
¿puede terminar bien lo que termina?
(Ángeles Mora)