El fin del mundo

La caldera de gas, el salón y su mobiliario adecentado, el tapete de diseño, el mal de Stendhal en una tienda de chinos y el nombre de los colores.

Pintar la puerta o cambiarla, el exámen de piano con sus teclas abrasivas, la playa intermitente y el modo estafa con masilla, el calor sofocante, las fiestas patronales y la orquesta tentaciones.

Abrillantar el suelo aunque deslumbre, tintarse el corazón con un color más jóven, el reiki contra la espalda, la cera del centro, la degustación de bizcochos, la ropa en desuso, la nueva tarjeta bancaria…

Hacienda, que somos todos, el taxi como oficio paterno, la fe del Alcoyano y su dama de Elche en mitad del palmeral, las lámparas y la verticalidad indiferente, la ausencia de Roma y, sin embargo, el laurel de noche.

En julio se puso azul la misma luna llena que ahora, inmensa, abarca el medio cielo que queda sin nublar. Y nacen niños fuera de cuenta, enloquecen adultos que mueren por asta de toro y estupidez, huyen refugiados de sus guerras, entrando por los telediarios hacia esa mezcla de crueldad y compasión que llamamos civilización.

Se oye el murmullo de los whatsapp, el crujido de los facebook, que es como una risilla nerviosa que recorre twitter a lo largo. Todo el mundo corre a ponerse a salvo y se llenan las carreteras con vehículos lánguidos y las pobres lavadoras tiemblan antes de empacharse de ropa sucia. Se preparan los abogados divorcistas para la avalancha de parejas rotas y lloramos la terrible realidad del desamor deshecho en hachazos.

Es el fin del mundo. Colisiona contra nosotros, irremediablemente, un septiembre que siempre nos pilla desprevenidos, que siempre llega demasiado pronto, que siempre huele a todo lo que nos faltó tiempo que dedicar.

Yo también hubiera necesitado una ración de caricias más, otra tarde dorada de playa, alguna mañana de churros, un paseo nocturno por la alhambra o convenir un escaparate en el que pasar las horas de más calor.

Hubiera necesitado un día más, un mes más, empezar de nuevo el verano o encontrarme un año de ventaja. Pero llega el fin del mundo y no ha habido tiempo para vivir más vida que la propia y rozar apenas la de los demás.

Todos hubiéramos necesitado algo que no sucedió porque, al fin y al cabo, vivir consiste en darse cuenta de lo que nos falta, estirar la mano para tocarlo y, muy probablemente, despreciarlo después de haberlo conseguido.

Pero llega septiembre y el mundo se acaba. Habrá que prepararse para el impacto. Colisionamos contra los días venideros, así que tendremos que agazaparnos esta noche protegidos por la cama de siempre y, bien temprano, preparar un informe de daños y una lista de las cosas que se han roto.

Y, lo más duro de todo: saber que sobreviviremos sin ellas.

El combate por la luz
De tanto ver la luz hemos perdido
la recta proporción de ese milagro,
que otorga a la materia su volumen,
contorno fiel al mundo que queremos
y límite a los puntos cardinales.

A fuerza de costumbre, hemos dado en creer
que es un merecimiento, cada día,
que el día se levante en claridad
y que se ofrezca límpido a los ojos,
para que la mirada le entregue un orden propio,
distinto a los demás, y lo convierta
en nuestra inadvertida obra de arte.

Hay una ingratitud consustancial
al hecho de estar vivos, un intrínseco
poder de desmemoria, y nos impiden
brindar a cada instante el homenaje
que cada instante de verdad merece,
por su absoluta magia de estar siendo,
en vez de no haber sido en absoluto.

Con cada amanecer dubitativo,
con cada tumultuoso amanecer,
la luz arrasa el reino de la noche
y emprende su combate. En el confuso
magma de oscuridad, con cada aurora
triunfa la exactitud de cuanto existe
sobre la vocación de incertidumbre
que tienta con su nada a lo real.

En toda madrugada se renueva
un conjuro de origen, esa fórmula
que impuso el movimiento al primer día.

Somos testigos, en el alba pura,
del trono en que la luz alza su reino
y lo concede intacto a cualquier súbdito.

Conviene contemplar la luz con más paciencia,
brindarle una atención encandilada,
el sumiso homenaje con que un bárbaro
descubre reverente en su aventura
la tierra que jamás ha visto nadie.

(Carlos Marzal)

Playa y pastores

Tengo que decir que pasan cansinos los días de verano entre el vaivén de las olas y el ritmo de la brisa. La vida parece tomarse un respiro de la agitación frenética a que nos tiene acostumbrados. Tal vez, un resoplido, que intenta en vano remediar el calor sofocante de los mediodías y el bochorno agazapado por las noches dentro de las casas.

El mar es, al mismo tiempo, el centro y el paisaje de un devenir indeciso que pasa despacio, como no sabiendo si irse o si quedarse, bailando al son de vientos juguetones, pero siempre con su misma estampa, en su misma parsimonia.

Tengo que decir que está frío este rincón el Mediterráneo y me recuerda al entrar en su seno que no soy criatura de agua, sino de fuego. Más tarde, a fuerza de insistencia, las olas me abren un hueco y parecen aceptarme. Pero siempre seré un invitado molesto y al menor descuido la lengua del mar me empuja con su termómetro roto, como esperando que desista de mi intento.

Me siento en la playa, felizmente derrotado, y el mar se tumba tranquilo alrededor del horizonte. Me quedo embriagado con su aroma azul a viaje lejano, con su incansable y sutil forma de lamer la tierra, con el caos de remolino que juega a filtrarse en la arena despeinando la tierra para, en el instante siguiente, volver a alisarle el pelo.

Abre la boca la ola que gruñe, arrasando las pisadas que dejaron los pies errantes sobre el terno mojado de la blandura. Y cuando se retira el tirabuzón de espuma, llega el silencio concreto tras el estallido momentáneo del susurro, la calma después del torbellino, el orden camuflando el caos que lleva dentro. Se borra la pizarra fugaz del pasado y ya no importa quién pisó la playa, ni cuando, ni por qué; porque en el mar del tiempo, todos los rastros duran un soplo, dos latidos, tres parpadeos.

Tengo que decir que la memoria salada del mar lo olvida todo, lo borra todo, lo tapa todo. Se traga los gritos de los náufragos, el bautismo de las niñas y las huellas del tiempo. Ahoga el llanto de los que una vez anduvieron por el otro lado y que, ahora, pasan a mi alrededor intentando vender vestidos a bajo precio.

Pero no es melancolía ni tristeza, sino retorno, lo que rezuma el mar por todos sus poros. Tengo que decir que nos llevamos su arena en las chanclas, sus caracolas en el oído, sus conchas en los collares y su sal en la piel que va tornándose de color oscuro aunque no con la rapidez que quisiéramos. Mas nada le preocupa, porque sabe que un día todo lo que se le arrebató alguna vez, en alguna vida, le será devuelto junto con el secreto de los ciclos que regresan a su punto de inicio.

Dichosa sal que transforma en comunes las tarde, bendita arena que es tiempo regalado sobre la espalda, preciosa piel desnuda cuando se hace cotidiana. Tengo que decir que también me traigo la caracola de los pastores con todos los «tengo que decir» enrollados en espirales que, tal vez, tú escuches cuando te acerques estas letras al oído.

Horizontal, sí, te quiero...

Horizontal, sí, te quiero.

Mírale la cara al cielo,
de la cara. Déjate ya
de fingir un equilibrio
donde lloramos tú y yo.

Ríndete
a la gran verdad final,
a lo que has de ser conmigo,
tendida ya, paralela,
en la muerte o en el beso.

Horizontal es la noche
en el mar, gran masa trémula
sobre la tierra acostada,
vencida sobre la playa.

El estar de pie, mentira:
sólo correr o tenderse.

Y lo que tú y yo queremos
y el día – ya tan cansado
de estar con su luz, derecho –
es que nos llegue, viviendo
y con temblor de morir,
en lo más alto del beso,
ese quedarse rendidos
por el amor más ingrávido,
al peso de ser de tierra,
materia, carne de vida.

En la noche y la trasnoche,
y el amor y el transamor,
ya cambiados
en horizontes finales,
tú y yo, de nosotros mismos.

(Pedro Salinas)

El insomnio del astronauta

Con este corcho en los sentidos, con las nubes en la cabeza, voy flotando por los pasillos de mi vida, suavemente aterrizando entre paso y paso.

Noto la levedad, esa que me empuja a subir hacia arriba y luego me deja caer muy despacio a merced del viento sideral.

Metido dentro de la escafandra, sin poder traspasar mi piel -que es mi primera y mi última frontera- y escapar de mí mismo, no sé si buzo montado del Canadá o astronauta en la Luna, todo me pasa de puntillas, como una nata bien fotografiada sobre un plato sin flan.

Llamo a Houston a cada hora y la respuesta que obtengo es siempre la misma, que todos están ocupados, que me atenderán en breves momentos. Y tengo que colgar el aparato antes de que el hilo musical me amanse la feria.

Las cosas normales ya me parecen funestas y, que el cielo esté encaladrillado, ha dejado de ser un trabalenguas para convertirse en la descripción más exacta de una hora muerta mirando al techo.

No quiero ser distinto, pero es que ser un alguien corriente me resulta complicado porque, de este mundo en el que no estoy, ya sólo me importan las personas. Y no todas, debo añadir.

El oxígeno se me acaba y el rozamiento con la atmósfera me da más frío que miedo. No sé qué será de mí cuando americe en el verano que viene y tenga que atragantarme de desierto.

«Houston, tengo un problema», les digo, porque noto un asma rara, un pellizco profundo en el estómago, una ansiedad insoportable que abre mil veces todos los frigoríficos. Y me veo, triste astronauta, embutido en el traje oficial de los domingos de paseo, mirando una alarma que me parpadea en el corazón diciendo: «Desabróchese el cinturón y respire dentro de la bolsa».

TEXTURA DE SUEÑO
No he visto el día
más que a través de tu ausencia
de tu ausencia redonda que envuelve mi paso agitado,
mi respiración de mujer sola.

Hay que están hechos para morirse o para llorar,
días poblados de fantasmas y ecos
en los que ando sobresaltada,
pareciéndome que el pasado va a abrir la puerta
y que hoy será ayer,
tus manos, tus ojos, tu estar conmigo,
lo que hace tan poco era tan real
y ahora tiene la misma
textura del sueño.

(Gioconda Belli)