Un amor en tiempos de selfies

La vida se resume en costumbres, en una retahíla de rutinas. Del tiempo que transcurre, pasamos la mayor parte enfrascados en labores repetitivas, periódicas, que hacemos sin recordar cuando aprendimos y sin plantearnos si se puede prescindir de ellas o hacerlas de otro modo.

Te levantas a la misma hora de todos los días, saludas al Ché de la foto, desayunas lo de siempre, sacas al perro. Llamas o te llaman los mismos números, ensayas con la misma mimo las posturas del amor sin compromiso.

Das las mismas clases, ejecutas los mismos monólogos, llevas la misma barba de dos días y el mismo pelo graso. Tienes tus propias reglas, que incumples en cuanto te descuidas, y desprecias la tecnología.

La vida se resume en costumbres y los hombres nos resumimos en manías. Podría ser menos áspero y, en lugar de manías, decir que son preferencias, gustos, afinidades… Y puede que así comiencen, pero acaban siendo manías que se instalan y a las que es muy difícil expulsar.

Pero, cuando sucede, de improviso, cuando aparece un amor o alguna otra catástrofe y te afeitas y te pones corbata y te abres una cuenta de twitter y vas a bodas y haces anuncios en televisión… ¿Cambiar o ser el mismo?

Demasiado valor a rutinas aprendidas, a pensamientos leídos en un libro o ensayados ante los amigos del sótano envalentonados en alcohol y principios. Demasiado valor le damos a lo somos. O mejor dicho, a eso que queremos creer que somos y que nueve de cada diez dentistas no recomendarían.

Quien no duda, es que no está vivo. Tener las cosas muy claras es el nacimiento a una vida vegetativa en la que nos acabaremos ahogando. Estamos hechos de rutinas, de ignorancias, de creencias y de esoterismos… Pero sobre todo, estamos hechos de dudas y de conflictos.

Quitar al Ché no es un sacrilegio, sólo es dejar espacio para otra foto en la misma pared, regalarte un móvil no se traduce en control si tú no lo permites, sino en contacto efectivo, aunque remoto.

Aquellos que no quieren cambiar nunca, deberían sustituir los espejos por una foto de cuando eran los mismos niños que son y se arrugaban en la oscuridad de su cuarto deseando que volviera la luz. El miedo, que es una fuerza explosiva, no impide moverse.

Y si bien no nos gusta que nos empujen, y alguna resistencia hay que ofrecer, aunque el achuchón venga envuelto en amor del bueno (si es que no vienes de un mundo raro), cambiar es el gran trabajo que nos tiene encomendada la existencia.

Yo no soy, tú no eres, simplemente, vamos siendo. Construirse, odiarse por los pésimos resultados conseguidos y recontruirse después en el devenir de la intrahistoria.

Pero… ¿ponerlo en internet para que todos lo vean, para que todos opinen, tender al sol las miserias y que te caigan encima después cagadas por los pájaros?

Psché… ¿Y por qué no? Que cada uno se construya como sepa y que baje las escaleras como pueda… Lo hagas como lo hagas, no resulta fácil.

Elegía y postal
No es fácil cambiar de casa,
de costumbres, de amigos,
de lunes, de balcón.

Pequeños ritos que nos fueron
haciendo como somos, nuestra vieja
taberna, cerveza
para dos.

Hay cosas que no arrastra el equipaje:
el cielo que levanta una persiana,
el olor a tabaco de un deseo,
los caminos trillados de nuestro corazón.

No es fácil deshacer las maletas un día
en otra lluvia,
cambiar sin más de luna,
de niebla, de periódico, de voces,
de ascensor.

Y salir a una calle que nunca has presentido,
con otros gorriones que ya
no te preguntan, otros gatos
que no saben tu nombre, otros besos
que no te ven venir.

No, no es fácil cambiar ahora de llaves.

Y mucho menos fácil,
ya sabes,
cambiar de amor.

(Ángeles Mora)

Rebajas

Para tiempos de crisis, está visto que no hay nada mejor que bajar los precios. Gracias a esa técnica, hay quienes se interesan por artículos, nuevos o no tanto, cuyo precio inicial era prohibitivo para la mayoría de los bolsillos.

Venderse barato es la mejor estrategia. Pero no sólo hay que bajar el precio y estar siempre disponible, sino que se trata también de poner buena cara ante la demanda, aunque ésta no sea todo lo frecuente que a uno le gustaría. Halagar a la compradora enseñando la buena calidad del paño. Descubrirle como resalta la prenda sus ojos vivos, sus pechos suaves, su piel de terciopelo.

Impregnarse de su perfume celestial para seguir imaginando, cuando la tienda esté fuera del horario comercial, que hay interés en comprarte, que existe la impaciencia de llevarte puesto. Añadir a las palabras comunes que señalan el tipo de tela y su comportamiento en la lavadora, instrucciones de uso insistentes y sinceras: quédate, bésame, abrázame.

Y reír si ríe la cliente, y llorar si llora. Y preocuparse de su desánimo tras la certeza de toda rebaja ya experimentada. Y rozarle las manos con el corazón y acariciarle el corazón con las manos.

Por supuesto, debe ajustarse a la legalidad vigente. La bajada del precio no puede hacerse mintiendo ni en la calidad del producto, ni en la necesidad que uno tiene de venderse ganando algo a cambio, ni en el fervor del deseo de ofrecerle algo hermoso. Y naturalmente, dejar bien patente que puede descambiar la prenda a su antojo si, una vez en casa, no es de su agrado lo que ve en el espejo.

Es conveniente no dejar nada al azar y rematar la oferta con facilidades de pago. Inventar un pequeño abono diario o semanal y no reclamarlo a la fecha prevista de cargo, sino esperar a que ella misma se decida a hacerlo efectivo en el momento que mejor le parezca.

Practicar la humildad de no creer que uno es artículo de firma y abolengo, sino que cada quien vale lo que le cuesta a quien te compra. Convencerse de que el valor exacto que marca tu etiqueta es un número abstracto y arbitrario. En todo caso, se mide por las ganas que tengan de tenerte en su armario y las veces que eligen que cubras su silueta.

Me vendo barato, estoy de rebajas, porque es la mejor estrategia para los tiempos de crisis. Tiempos de crisis que escucho desde el otro lado del teléfono, tiempo de miedos que se coleccionan desde hace ya mucho, tiempos de incertidumbre que me hacen sentirme un par de tallas más pequeño y más anticuado.

Me vendo barato con la esperanza de que haya una clienta que «me lo quiten de las manos». Porque prefiero vivir alrededor de un torso adorable y espumoso, aunque me cueste entrar al mareo de las lavadoras, antes que seguir caro, frío, solitario, muriéndome de piel tras el cristal absurdo de cada escaparate.

DIFICULTADES

A Emilio Porta

Lo más difícil es
que las fotografías rocen sin abrasar
las horas degolladas,
acaricien sin daño
los encajes oscuros de las horas que fueron.

Lo más difícil es que la rutina sirva para tejer
una canción de cuna
que adormezca y abrigue los caballos sin alma del olvido.

Lo más difícil es que nuestros versos
rescaten hoy de nuevo la canción más oculta, sin sangrar,
sin hacer de la vida cotidiana un esperpento.

El resto es siempre fácil, sucede simplemente.

(Enrique García Trinidad)

COMO EL OLVIDO…

«Fui donde el Ángel y le dije que me diera el librito.

Y me dice: Toma, devóralo; te amargará las entrañas,

pero en tu boca será dulce como la miel-.» (10.9)

Así de amargo
el libro y cuanto en él se escribe
con la sangre.

Igual de amargo que este tiempo
que pasa como un trueno sobre el mar
y la tierra,
sobre la espalda de los hombres.

Como el dolor que no entendemos,
como el cansancio de la risa.

Igual que esta certeza que nos rompe
la voz y la cintura,
el recuerdo del barro,
la nostalgia de haber sido una lágrima fecunda.

Páginas vegetales que alimentan
las horas de la tarde,
cuando todas las cosas
ponen el corazón en cuarentena.

Letras amargas como el dorso
de una mano apoyada
sobre una puerta que cerró el recuerdo.

Pero en la boca,
dulce sospecha de esperanza,
pie que se acerca por la espalda
para dejar su beso sobre el cuello.

Dulce como la sombra
del verso que jamás escribiremos.
(Enrique García Trinidad)

En estos días

En estos días que corren, o mejor dicho, que no corren y se quedan como detenidos entre dos tiempos, como si necesitaran estar rellenos de alguna sustancia más espesa para ser verdaderos, hay que ser muy valiente para descorrer los cerrojos de las puertas.

No creas que no sé de tu arrojo porque lo admire mordiendo una sonrisa entre mis labios.

Salir a la calle en estos días sin estrépito remueve todos los engranajes del miedo y, el miedo, ya se sabe, como alguna otra materia reconocible enseguida, más profundamente huele cuanto más se agita. Pero tu aroma sigue siendo el de un sueño, aun en estos días que corren, o mejor dicho, que no corren y andan despacio buscando el final de los calendarios de bolsillo.

Quizá en el fondo de los ojos, alguien que se fije largamente, consiga atisbar una sombra. Puede que, sólo para un oído avezado, el final de algunas frases te delate incertidumbre. Es posible que entre paso y paso haya una vacilación muy bien escondida que solo un experto actor de método sabría poner en entredicho.

Pero es que temblar es el primer paso hacia la otra orilla, estremecerse es empezar la carrera para el impulso. No creas que, porque quiera desabrocharte la armadura, no percibo la verdad de tu coraje desnudo.

En estos días que, como hemos quedado antes, no corren, hay que ser muy fuerte para morirse de miedo y seguir de pie, caminando. Hay que ser muy animoso para no sucumbir a las dudas, hay que ser muy audaz para no apalabrar salvoconductos, hay que ser muy intrépido para extraer a carcajadas las tristezas del corazón.

En estos días tan llenos de villanos y villanías, cuando la razón ha perdido pie al borde de las declaraciones de prensa o de la legalidad vigente, cuando difamar parece el mecanismo más meritorio y una amenaza se contempla como el epílogo de los besos, el mundo necesita personas como tú para recordar que el valor se demuestra andando.

El mundo necesita personas como tú, y es muy urgente que lo sepas, que no desfallezcas, que no dejes de sonreír entre los escombros.

ENVÍOS
Todo lo que se da llega a destiempo.

No existe otra manera.

Entre el ojo y la mano hay un abismo.

Entre el quiero y el puedo hay un ahogado.

Un país que asoma su cabeza deforme en una
carta,
y va a darse a destiempo, nada es lo que
esperabas.

Y lo que llega envuelto en papel de regalo se irá
sucio de odio.

Bailamos entre los escombros de una cita.

Dibujamos una taza de café en el desierto.

Vivimos de sumar y de restar:
lo que te da el amor, lo que te quita el miedo.

Al final nos entregan los huesos de un perfume.

Aún así persistimos.

En alguna montaña vive un pez resbaloso.

Entre números rotos se desliza una estrella.

(Jorge Boccanera)

Mis memorias no valdrán nada

Sé que al escribir mis memorias
no conseguiré hacerme rico.

Puedo contar muy pocas cosas que vendan.

No conozco -o que era muy niño-
el silencio de un cementerio
que queda después de la muchedumbre.

En mi vida jamás le he salvado la vida a nadie,
ni siquiera a una mosca.

Tampoco he visto más mundo
que el que me ha pasado rozando
por tres o cuatro vecindarios.

Nunca fui de putas
-supongo que por miedo-,
llegué tarde a la era de Acuarius
y, cuando ya me tocaba ser bohemio,
compré una hipoteca completa
con su vida doméstica y domesticada.

Como soy un inútil total
-y conservo perfectamente
la humillación y los documentos que lo acreditan-
nadie entendió por aquel entonces
las objecciones de mi conciencia,
que es de poco militar en ninguna parte.

Los grises cambiaron de color
antes de que yo supiera correr delante de alguien.

Tampoco puedo contar
                                  -y toco madera-
enfermedades terribles,
noches de cárcel o borracheras…

Ni hice los méritos suficientes
para obtener de una chica
ese asombro con un punto de envidia
que dan algunos actos de amor
o de deseo
-y que nunca parecen ridículos
cuando los hacen los demás.

No he vivido ninguna guerra,
ni siquiera la del divorcio
-aunque desde entonces mantengo
un cierto temblor por debajo de las uñas
cuando firmo documentos triplicados.

Cero orgías en mi marcador aunque experto
en sexo solitario.

Pocas historias de amor ajeno
y muchas de amor propio frustrado.

Yo sé que mis memorias
nunca valdrán nada
porque mi biografía no contiene emociones fuertes,
mis perversiones y traiciones
son de lo más mundanas,
y mi único exilio es éste interior
en el que tanto tiempo llevo metido
que acabaré por confundirlo con una patria.

Ninguna tienda de Londres
sacará a subasta mis corbatas
ni mis calzoncillos.

Mis memorias,
aunque no valdrán nunca nada,
son las únicas que tienen algunas noches
donde recuerdo mi nombre
tiritando de luz o de frío o de asma.

A pesar de todo las voy escribiendo,
poco a poco,
desde esta vida barata en la que habito,
desde esta vida vulgar, anodina, sorda,
que a mí me cuesta vivir
tanto
        como si
                    realmente
                                   mereciera la pena.

LO DIJO EL POLICÍA
Las memorias se venden bien, pero su precio oscila.

Depende de si guardan árboles, lagos, travesuras de infancia,
columpios o lunas, algo que se llamó ideales
y también amores, abuelas tiernas, huesos, frutas.

Sí: los sueños ya suben mucho, y sobre todo algunos.

Y para poco gasto tenemos las de algunos que sólo cuentan
tiempos perdidos y que a los sumo fingen
llagas de sombra con rostros de tarde o de tortuga.

Nada es. Pero alcanza a cualquier bolsillo.

Yo ya siempre lo había dicho: las memorias
de los poetas castrados
nunca valdrán un duro.

(Santiago Montobbio)

CAE EL SOL
Perdóname. No volverá a ocurrir.

Ahora quisiera
meditar, recogerme, olvidar: ser
hoja de olvido y soledad.

Hubiera sido necesario el viento
que esparce las escamas del otoño
con rumor y color.

Hubiera sido necesario el viento.

Hablo con humildad,
con la desilusión, la gratitud
de quien vivió de la limosna de la vida.

Con la tristeza de quien busca
una pobre verdad en que apoyarse y descansar.

La limosna fue hermosa -seres, sueños, sucesos, amor-,
don gratuito, porque nada merecí.

¡Y la verdad! ¡Y la verdad!
Buscada a golpes, en los seres,
hiriéndolos e hiriéndome;
hurgada en las palabras;
cavada en lo profundo de los hechos
-mínimos, gigantescos, qué más da:
después de todo, nadie sabe
qué es lo pequeño y qué lo enorme;
grande puede llamarse a una cereza
( «hoy se caen solas las cerezas»,
me dijeron un día, y yo sé por qué fue ),
pequeño puede ser un monte,
el universo y el amor.

Se me había olvidado algo
que había sucedido.

Algo de lo que yo me arrepentía
o, tal vez, me jactaba.

Algo que debió ser de otra manera.

Algo que era importante
porque pertenecía a mi vida: era mi vida.

(Perdóname si considero importante mi vida:
es todo lo que tengo, lo que tuve;
hace ya mucho tiempo, yo la habría vivido
a oscuras, sin lengua, sin oídos, sin manos,
colgado en el vacío,
sin esperanza.)
Pero se me ha borrado
la historia (la nostalgia)
y no tengo proyectos
para mañana, ni siquiera creo
que exista ese mañana (la esperanza).

Ando por el presente
y no vivo el presente
(la plenitud en el dolor y la alegría).

Parezco un desterrado
que ha olvidado hasta el nombre de su patria,
su situación precisa, los caminos
que conducen a ella.

Perdóname que necesite
averiguar su sitio exacto.

Y cuando sepa dónde la perdí,
quiero ofrecerte mi destierro, lo que vale
tanto como la vida para mí, que es su sentido.

Y entonces, triste, pero firme,
perdóname, te ofreceré una vida
ya sin demonio ni alucinaciones.

(José Hierro, Libro de las alucinaciones, 1964)