Loreak

Sucede de repente y, aunque luego encontramos la explicación que más nos apetece creernos, nadie sabe bien por qué.

Un día aparece alguien. Quizás llevaba años a tu lado o sólo coincidió unos segundos mientras cruzábamos un semáforo.

Es difícil encajar el movimiento entre las rutinas de la vida, difícil combinar el lenguaje preciso con el mensaje. Uno quiere decir «hola» y le sale un «te quiero» o, más frecuentemente, viceversa.

Atrapados en esta imprecisión de los fines y de los medios, perdidos en la traducción de sentimientos en acciones, sucede que dices «vete» queriendo decir «no te vayas», que te sale por la boca «luego» cuando tu corazón está gritando «ahora».

Las palabras son barcos y siempre naufragan, dos cuerpos abrazados conforman un idioma que se transforma en lengua muerta, tres cantautores conectan una vida mientras que otros tres mil la deshacen en rumba y boleros.

Casi siempre nos perdemos en la burocracia de los mensajes, en la letra pequeña de los contratos, en la coma que respira agitadamente en mitad de un párrafo.

Entonces se abandona el idioma propio intentando aprender el ajeno y, al principio, uno avanza deprisa very good, très jolie y picolissima. Tan deprisa, tanto se esfuerzan todos, que parecemos hablar dos lenguas con sus correspondientes metadatos y un acento casi nativo.

Nos hace gracia que alguien diga repodridos, chanchos o que se dirija a nosotros mediante un vos. Parecemos entender lo que nos dicen, paracemos creer lo que decimos. Hasta que un día nos damos cuenta de que leer a Kant en alemán es imposible, que el quijote original se te atraganta por capítulos, que las óperas de Verdi te pasan por encima en italiano.

Pero ya no se puede volver al principio, porque «concha» ya es más que el caparazón de un molusco, porque «vida» es un latiguillo sin concepto, porque «bien» ha significado «mal» tantas veces que no se le puede dar crédito.

Saltar de un tejado al otro y no llegar con los dos pies, es estrellarse contra el suelo. No se pueden tener las cosas a medias, las palabras a medias, los abrazos de medio lado. Las medias se convierten en pantis y se le hacen carreras. Querer dominar dos idiomas es no entenderse con ninguno.

Pero quizás aún haya remedio. Otra vía, otro cruce de caminos, otro sendero sin palabras: las flores. Plantarlas, regarlas y regalarlas, olerlas y pincharse, mancharse las uñas con su tierra y ver su estruendo de color en primavera.

Quizás haya remedio. Aunque me temo que no, que las flores tampoco sólo son flores.

El despertar
Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y se ha volado
y mi corazón está loco
porque aúlla a la muerte
y sonríe detrás del viento
a mis delirios
Qué haré con el miedo
Qué haré con el miedo
Ya no baila la luz en mi sonrisa
ni las estaciones queman palomas en mis ideas
Mis manos se han desnudado
y se han ido donde la muerte
enseña a vivir a los muertos
Señor
El aire me castiga el ser
Detrás del aire hay monstruos
que beben de mi sangre
Es el desastre
Es la hora del vacío no vacío
Es el instante de poner cerrojo a los labios
oír a los condenados gritar
contemplar a cada uno de mis nombres
ahorcados en la nada.

Señor
Tengo veinte años
También mis ojos tienen veinte años
y sin embargo no dicen nada
Señor
He consumado mi vida en un instante
La última inocencia estalló
Ahora es nunca o jamás
o simplemente fue
¿Cómo no me suicido frente a un espejo
y desaparezco para reaparecer en el mar
donde un gran barco me esperaría
con las luces encendidas?
¿Cómo no me extraigo las venas
y hago con ellas una escala
para huir al otro lado de la noche?
El principio ha dado a luz el final
Todo continuará igual
Las sonrisas gastadas
El interés interesado
Las preguntas de piedra en piedra
Las gesticulaciones que remedan amor
Todo continuará igual
Pero mis brazos insisten en abrazar al mundo
porque aún no les enseñaron
que ya es demasiado tarde
Señor
Arroja los féretros de mi sangre
Recuerdo mi niñez
cuando yo era una anciana
Las flores morían en mis manos
porque la danza salvaje de la alegría
les destruía el corazón
Recuerdo las negras mañanas de sol
cuando era niña
es decir ayer
es decir hace siglos
Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y ha devorado mis esperanzas
Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
Qué haré con el miedo
(Alejandra Pizarnik)

La vida secreta de las palabras

Me habló de su sueño con «tata de tocholate» y tuve que reírme a todo pulmón. Me invitó a asistir a una estancia rural y rechacé la oferta. Me contó sus problemas de intendencia como disculpa para las cervezas y me extrañó su acercamiento a estas alturas de partido.

Me pidió que arreglara un ordenador y le expliqué el mecanismo del enchufe. Me propusieron que arreglara otros dos más y les recordé las precauciones que no habían tomado. Me contó la operación de su madre y me alegré de que ya estuviera en casa.

Me dijo que su hijo estaba mejor y sonreí al saberlo. Me invitó a subir al coche y preferí bajar la cuesta, aunque luego me alegró que, cargado, a la vuelta, me la subiera sin pies.

Me comentó sobre una película con bolero y le recordé un chiste antológico. Me escribió «anexos» y yo respondí con «zafes». Me preguntó cuántos kilos de tomates y le dije que dos. «Fortuna» fue la palabra que le dije mientras me preguntaba con cara de circunstancias. Me dijo sin pronunciar ninguna erre que la tela de mosquitero estaba en la otra tienda y le di las gracias.

Me habló de su infancia valenciana y respondí con una frase genérica. Me dijo que vendría hoy y mañana, y le dije que cuando quisiera. Me pidió un número de teléfono y se lo dí con los dedos. «Bienvenido», parpadeó; y yo le dije «Retirada de efectivo». En tres mensajes apareció mi nombre, en la ventanita de una factura y en la foto de un comentario.

Primero fue «ni hao» y luego «zian jian». Ninnette dice que está embarazada y el señor de Murcia calla. Los muertos vivientes no dicen nada, solo muerden; y ella tampoco dice mucho, solo dispara. Hay que dejar la bellota una noche en agua antes de plantarla, dijo a la audiencia, mientras yo pulsaba el seis.

Estrategias metodológicas rezaba el apartado que borré por accidente. Le dejo escrito en una nota que me cobre los productos de limpieza que faltan. Su pedido ha sido confirmado, decía el email. «Es que no estoy en la casa, luego te lo digo» me dice cuando le pregunto por la cena. Suena el móvil con dos pitidos y al leer reflexiono que las palabras no deberían perderse con el suministro eléctrico. En todo caso, que se pierdan en el aire; o en la traducción.

Se me ocurrió decir algo para matar el silencio y darle ánimos, me respondió con una serie de catastróficas desgracias y un beso. Este texto se titula «la vida secreta de las palabras». Tecleo «palabras», «vida», «secreta», «decir», «contar», «hablar», «comunicación» y algunas otras etiquetas más. Le doy a «publicar».

Entonces releo el artículo y recuento todas las palabras propias y ajenas de hoy. Y echo de menos las que no he dicho, las que no me han dicho. Las pronuncio en voz baja, muy baja, tan sólo para mí; como si esas palabras tuvieran una vida secreta que se deshace cuando, otro yo, las lee o las escucha.

Y muy bajito vuelvo a decírmelas, mientras pienso que a dónde irán a parar -a qué oscuro pozo de memoria, a qué claro manantial del olvido-, todas las palabras que nacen y mueren en este nueve de octubre, y que no me han servido para nada.