Te echo de menos

Seguramente es mentira, una mentira inocente, de esas que se dicen sin ser conscientes del peso exacto de las palabras proferidas.

Amo las palabras mucho más que a las vísceras. Y al mismo tiempo las odio por su ingratitud, por su destiempo, por la simplicidad con la que pronuncian alfileres u omiten pomadas.

Las odio porque me marean, dando vueltas en mi cabeza como buscando atolondrarme, porque se me atragantan en el discurso y tengo que engullirlas sin masticar y sé que luego volverán como un mar del norte abandonando una ría.

Pero es largo el amor que nos tenemos. En ellas descanso, a veces, o encuentro fuerzas, o levanto castillos de arena en mitad de un desierto. Remos con los que escapar de la corriente que desemboca en la catarata, alas de tela que me permiten levantar brevemente los pies del suelo –y aterrizar de bruces, luego–, ruedas con las que subir más suavemente la cuesta –o con las que despeñarse hasta el fondo.

Seguramente es mentira. Seguro que todas las palabras lo son tarde o temprano; especialmente, aquellas que más necesitamos. Especialmente aquellas que un eco repentino nos devuelve insistentemente desde el centro de ese huracán interior con el que siempre convivimos a duras penas.

Aún así, y sin creer en la magia, creo en sus efectos. Los disfruto y los sufro más allá del episodio pasajero de escucharlas en otros labios o en los míos, en directo o en diferido, en una escena real o en la secuencia de una ficción. Las sufro y las disfruto mucho más allá del juicio sumarísimo al que tienta someterlas después de cada párrafo. Las vivo más profundamente que el acto en el que se pronuncian o se omiten.

Seguramente es mentira y, además, ya no tengo edad de creer ni siquiera en mí mismo. Empiezo a alejarme de las voces, de los guiños, de los ruidos de fondo que enturbian todas las conversaciones de este mundo, y me quedo con el hueso de las palabras y su dureza contundente y su fragilidad descalcificada a base de años y desperfectos.

Cuando se cruzó en mi camino azul de titubeos y esguinces, dejó de perseguir su objetivo redondo y se paró en seco. Sonrío y, mirándome durante un siglo, me derribó sobre cinco palabras, aprendidas quizás como un himno: «¡Hola, profe! Te echo de menos».

Un acierto imprevisto que, seguramente, es mentira. Seguramente…

Está solo. Para seguir camino…
Está solo. Para seguir camino
se muestra despegado de las cosas.

No lleva provisiones.

Cuando pasan los días
y al final de la tarde piensa en lo sucedido,
tan sólo le conmueve
ese acierto imprevisto
del que pudo vivir la propia vida
en el seguro azar de su conciencia,
así, naturalmente, sin deudas ni banderas.

Una vez dijo amor.

Se poblaron sus labios de ceniza.

Dijo también mañana
con los ojos negados al presente
y sólo tuvo sombras que apretar en la mano,
fantasmas como saldo,
un camino de nubes.

Soledad, libertad,
dos palabras que suelen apoyarse
en los hombros heridos del viajero.

De todo se hace cargo, de nada se convence.

Sus huellas tienen hoy la quemadura
de los sueños vacíos.

No quiere renunciar. Para seguir camino
acepta que la vida se refugie
en una habitación que no es la suya.

La luz se queda siempre detrás de una ventana.

Al otro lado de la puerta
suele escuchar los pasos de la noche.

Sabe que le resulta necesario
aprender a vivir en otra edad,
en otro amor,
en otro tiempo.

Tiempo de habitaciones separadas.

(Luís García Montero)

Maneras de ponerse a salvo

No dormir acompañado por si se ronca fuerte, no soñar despierto por si se desvanece el milagro, no asomar la cabeza por si encontramos la bala perdida.

No presumir de lo bailado —ya se sabe, por si nos lo quitan—. No cometer otra vez los mismos errores por si al final resulta que no producen los mismos efectos y no éramos nosotros los equivocados.

No engordar ni un solo gramo por si luego no damos la talla precisa en el escaparate y nunca, nunca, nunca, bajo ningún concepto, permitirnos salir mal en la foto.

No reír por si luego se llora y no llorar por si las lágrimas inundan el refugio del puente cuando llegue la tormenta con su aparato eléctrico.

Nada de excesos, que luego se sopla; nada de sexo, por si luego duele. Ni una sola palabra que no sea amarga, porque las dulces son contratos que vencen antes de que acabe el plazo.

Dar sólo lo que sobra, guardar para el futuro, aunque no sepamos qué nos hará falta. Esperar pacientemente a que tropiecen los otros para saber cuál de los caminos tomamos.

Esconderse entre la multitud para despistar a los asesinos con buena memoria. Sufrir en nombre de todas las víctimas de todos los naufragios conocidos, por si acaso nos desgrava del dolor total que nos corresponda.

Hacer caso a los adultos, cumplir las normas, prestarse sin compromiso a las causas y pedir cada noche pase de pernocta. Meter sólo un pie en el jardín, nadar y guardar la ropa que ya no es de la temporada. Antes de entrar, tener programada la salida de emergencia. Empezar por el plan B.

Huir de todos, huir de uno mismo, huir de los principios y de los finales, huir de todo sin que se note cómo mengua el tarro de las pastillas, conformarse con poco y ser como los demás.

Sin embargo, me temo que no es suficiente estar prevenido. En esta vida, no hay sitio donde ponerse a salvo. No puedo hacerte caso, Adriana.

Porque no puedo ni quiero ponerme a salvo, pero sé que hay hombros en los que echarse, que me permiten recobrar el aliento. Por eso ya pienso en mí cuando empleo tiempo en reanimarlos, sin saber hacer el boca a boca, sin saber llover sobre mojado.