Lo amargo

Me gusta mucho la fresa ácida, esa que, al pasearse entre mi lengua, me enciende la misma electricidad que yo le transmito al recipiente, que se despierta y se yergue. Si acaso, me gusta con un punto dulce, quizás nata, aunque no lo he probado. Dos puntos dulces, pero no demasiado.

La vainilla es la siguiente, un sabor de infancia, suave, larga, intensa. Probarla es como dar besos chiquitos, como recorrer lentamente un espacio que se convierte en hogar. Me gusta extendida sobre cojines, a la luz de velas que titilan tornándola caramelo. Aunque también me gusta con la luz del sol entrando por los agujeros ordenados en filas.

Pero como más disfruto es con el sabor de lo amargo, con esa repentina avalancha de saliva en que se convierte la boca. Porque cada vez que tomo aire, entregado al manjar que apenas se adivina, en mi lengua resucita un escalofrío. Y entonces quiero más, sólo o con avellanas, como si no me bastara nunca, hasta el punto de que, a veces, alguien me tiene que parar el paladeo con una carantoña.

He comprado esta tarde las pastillas que atrapan los sueños. No sé si me los traerán de fresa ácida, de vainilla, de ciruela, de gominola o de turrón. Todos me gustan, es verdad, me gustan mucho. Pero sé que cuando, dentro de un rato, ponga mi fe en su bioquímica indescifrable, desearé que todos los sueños que me toquen esta noche, tengan chocolate.

Porque me gusta lo amargo; no tengas ninguna duda. Aunque a veces me salgan ronchas y me dé por rascarme el corazón con uñas imaginarias.

INSOMNIO
Estar cerca no es suficiente
para esculpir los olores de la rosa,
porque el apetito que me abre en la química
es un hambre que no desaparece.

Ni decirle que me mire es suficiente
para borrar de cada tarde una ausencia
que se acaba volviendo confortable y tenue.

Me paso el día entero diluviando palabras
que se estrellan contra el suelo inerte,
contra las paredes vencidas y blancas,
sobre las mesas de los bares de siempre.

Palabras que no le llueven a nadie
porque en ese instante todos duermen,
todos duermen menos yo
que me dedico, de cien en cien,
a ir contando gotas de amor
para tomármelas después en el recipiente
cóncavo e inacabable de la noche,
porque estar cerca no es suficiente
para esculpir los olores de la rosa
que gravitan sobre mí en el aire,
porque estar cerca ya no es suficiente
y quiero pincharme.

Ya veremos

Porque, al fin y al cabo, aún esperamos llegar a mañana, ya veremos.

Los desajustes estacionales en el tiempo de los sueños, las disidencias de los cuerpos y algún que otro problema de tensión contra la caldera, son preocupantes, pero ya veremos.

En mitad del desfile multitudinario, «¡cuánto hace que no nos vemos!», quise huir, lo confieso. Me detuvo mi pragmática forma de entender el desaliento y un no saber hacia dónde; aunque, bueno, ya veremos.

Un mismo silencio sostenido puede ser lúgubre y convertirse en frío antes de llegar a ser enérgico. El día ha ido perdiendo los minutos poco a poco por algún hueco que no he podido cerrar por mucho que he apretado los puños. Mañana posiblemente suceda igual, pero ya veremos.

Extender hacia el futuro la solución y los problemas, con esa especie de resignación amarga que otorga ser testigos del dolor ajeno y no poder hacer nada. Un envoltorio frágil para la esperanza del fondo del armario, una difícil pirueta de los sueños sobre la realidad, un inexacto cálculo temporal sobre los sucesos. Y, bueno, lo dicho, que ya veremos.

Mañana ya veremos, es un mantra que dibuja con arena sobre el desierto. Es la idea de un salto que se gesta en el corazón. El espacio que separa la utopía del horizonte. Sí. Ya veremos.

Aunque lo cierto es que, ahora que ya casi se acaba hoy, lo cierto es que no hemos visto.

Pero ya veremos.

DESTIEMPO
Nuestro entusiasmo alentaba a estos días que corren
entre la multitud de la igualdad de los días.

Nuestra debilidad cifraba en ellos
nuestra última esperanza.

Pensábamos y el tiempo que no tendría precio
se nos iba pasando pobremente
y estos son, pues, los años venideros.

Todo lo íbamos a resolver ahora.

Teníamos la vida por delante.

Lo mejor era no precipitarse.

(Enrique Lihn)

No sé por dónde empezar

Hablar a oscuras sobre la luz partida, recreando esa mezcla de afecto y angustia que nos va acercando lentamente sobre un beso. Permanecer atentos cuando el verbo corroer se amortigua sobre la pulcritud de una pregunta que nadie hace.

Entonces, escrutar el sabor que genera una idea discutible, combatir el fragor de los gestos idénticos con señas inequívocas, elaboradamente descuidadas hasta parecer una tormenta del horizonte que no termina de venir ni de alejarse.

Seguir fracturando esta pasión encogida que me carcome, adoptando un enfoque indolente, un modo ingenuo de desafiar al éxito sin necesitar adorarlo en primera persona.

Y, en contra del instinto de creer que se sabe cómo se es, amortiguar cada destello con un agradecimiento o contra una disculpa, recomponerse en los labios del otro y viajar con las manos sobre un vientre suave.

Me gustaría cambiar el sueño inquieto de esta noche por una conversación interminable y sin sentido, cuando ya los cuerpos dejan de pesar y las lenguas olvidan el final de cada frase, que se difumina entre sábanas con aspecto de mecánico cansado.

Pero no sé por dónde empezarla.

DE VISITA
Cuando llegue la hora, no hagas ruido.

La casa bulliciosa
olvidará tu paso al poco de irte
como se olvida un sueño desabrido.

No te valdrá el amor ni la paciente
entrega a su cuidado.

Márchate silenciosa,
suavemente.

Entre sus moradores, alguien crece
para quien defendiste la techumbre,
los muros y los altos ventanales
donde la luz cernida comparece
cada nueva mañana.

Es la costumbre:
Permanecer no entraba en el contrato
y es preciso partir
(de todos modos,
no pensabas quedarte mucho rato).

(Jon Juaristi, Diario de un poeta recién cansado, 1985)

Diferencias

Aunque pudiera parecerlo, no es la primera vez que la almohada de un pecho te invita al sueño. Sucede también, que una mano que recorre lentamente espirales sobre tu vientre atrae un silencio expectante sobre la escena y, como otras veces, las luces te parecen ojos atónitos que interrumpen la oscuridad.

Nada es nuevo. Sobre tus vértices se alza salvaje el señuelo que atrapa las mariposas de tus párpados y las posa sobre la tarde. Hay un indicio anfitrión en la humedad que resbala, pugnando por salir de entre los pliegues.

El mundo gime y echa hacia atrás el pensamiento que dice que sí, mientras tu cuello estira un no tímido y lento. Ha pasado muchas otras veces que notas eso cuando el centro del universo se abre al contacto de otra piel bienvenida, se expande como acto reflejo bajo la presión de un peso de sabor dulce y liviano.

No son los primeros labios que se te adhieren al sentimiento, no es la primera lengua tenaz que te arranca un suspiro, no es la primera mejilla tibia que te ofrece sitio en donde guarecer los silencios. No es la primera caricia que hace galopar tu corazón hacia el vacío.

El placer, cuando estalla, es el mismo de tantas otras veces, acude por los mismos sitios, estira los mismo músculos y despliega sobre tu piel las mismas azucenas, los mismos lirios. No hay nada nuevo, ni siquiera el algodón para los sentidos que arropa después, cuando la habitación vuelve a resurgirte de entre las sombras.

Nada es nuevo, nada es distinto. La diferencia no estriba en la mecánica de los cuerpos, ni en la fugacidad de un instante que se aloja a borbotones en la memoria. La diferencia no procede de la llama de las velas, ni de la paz posterior que acalla el remolino, ni de la ausencia que se pare tras el último beso.

Es hermosa la diferencia, pero no es necesaria. La vida corriente es suficientemente vida, es extraordinariamente única, no necesita más distinción que ser vivida a corazón abierto, a pleno pulmón, limpia de miedo.

La diferencia no es necesaria. Pero, por si existe y quieres buscarla, mira bien en el corazón de las palabras que se dicen y en los ojos de las que no.

EL AMOR
Las palabras son barcos
y se pierden así, de boca en boca,
como de niebla en niebla.

Llevan su mercancía por las conversaciones
sin encontrar un puerto,
la noche que les pese igual que un ancla.

Deben acostumbrarse a envejecer
y vivir con paciencia de madera
usada por las olas,
irse descomponiendo, dañarse lentamente,
hasta que a la bodega rutinaria
llegue el mar y las hunda.

Porque la vida entra en las palabras
como el mar en un barco,
cubre de tiempo el nombre de las cosas
y lleva a la raíz de un adjetivo
el cielo de una fecha,
el balcón de una casa,
la luz de una ciudad reflejada en un río.

Por eso, niebla a niebla,
cuando el amor invade las palabras,
golpea sus paredes, marca en ellas
los signos de una historia personal
y deja en el pasado de los vocabularios
sensaciones de frío y de calor,
noches que son la noche,
mares que son el mar,
solitarios paseos con extensión de frase
y trenes detenidos y canciones.

Si el amor, como todo, es cuestión de palabras,
acercarme a tu cuerpo fue crear un idioma.

(Luís García Montero)

A Roma

Quisiera llevarte a Roma, como tantas veces quise, sin causa ni razón ni fundamento. Llevarte a Roma para llevarte aroma de una vida más sencilla que poder abrocharnos en los minutos del frío.

Has estado allí muchas veces. Conoces ya las fuentes y su moneda herrumbrosa, reconoces los frescos de todas las capillas y, quizás por eso, sea difícil convencerte para que vengas. Entiendo los baches y la decadencia de la piedra, comprendo el musgo amedrentado por la historia, ya me hago cargo de las trampas camufladas en esos idiomas que casi somos capaces de entender.

Pero, a pesar de todo, quisiera llevarte a Roma; intentar arrancarte el estómago de los aviones y transformarlo en mariposas. Señalarte los signos del otro tiempo, aprender del corazón de tus preguntas y responderlas sólo con dos dedos. Demostrarte que es posible partir uniendo, que es posible salir llegando.

Ya sabes que la esquina, esa esquina detrás de la cual nos espera el porvenir, la afila el miedo. La afilan el miedo y la memoria, y uno puede cortarse al doblarla, y doblarla al cortarse. Pero tengo un sueño que nos conduce a Roma, un sueño que arroma su borde y lo redondea. Y Roma está ahí, aquí, casi podríamos tocarla.

Cualquier camino nos sirve, elígeme en el que tú quieras. Aunque yo quisiera llevarte a Roma por todos los caminos a la vez, para que el paisaje nunca se vuelva monótono de aire respirado, para que no se distingan las pisadas que ya se hicieron antes.

Quisiera llevarte a Roma, como tantas veces quise, paso a paso. Y para que no me confundas con todos aquellos que te invitaron a la ciudad eterna, para que no te espante repetir caminos, para que no se olvide el origen del que partimos, quisiera llevarte a Roma de espaldas, andando hacia atrás.

Para que cuando mires el nombre del sitio al que lleguemos, entiendas el otro sentido de las letras a donde quiero llevarte, a donde quiero que me traigas.

Frío como el infierno
Roma, 1995
Estamos en invierno y esto es Roma
y tú no estás.

                      Yo voy de un lado a otro
de tu nombre,
                       lo mismo
que un oso en una jaula;
                                        marco un número;
pongo la radio, escucho una canción
de Patti Smith dar vueltas dentro de Patti Smith
igual que un gato en una lavadora.

Estamos en invierno y yo busco un cuchillo;
miro la calle;
                     pienso en Pasolini;
cojes una naranja con mi mano.

Y esto es Roma.

                          La nieve
convierte la ciudad en una parte del cielo,
ilumina la noche,
deja sobre las casas su ángel multiplicado.

Y tú no estás.

                     Yo cierro una ventana,
miro el televisor,
                            leo a Ungaretti,
                                                       pienso:
la distancia es azul,
yo soy lo único que hay entre tú y este frío.

Estamos en invierno y esta ciudad no es Roma
ni ninguna otra parte.

                                     Miro atrás
y puedo verlo: acabas de apagar una lámpara;
has cerrado los ojos
y sueñas con un bosque;
                                       de repente
alargas una mano,
                               buscas una manzana
que está en el otro lado de la mujer dormida…

Mientras,
                yo odio este mundo frío como el infierno
y el cansancio que caza lentamente mis ojos;
odio al lobo que has puesto en la palabra noche
y la forma en que llenas la habitación vacía.

Odio lo que veré
desde hoy y para siempre: tus pisadas
en la nieve de Roma, donde nunca has estado.

(Benjamín Prado, Todos nosotros, 1998)