Sanfermines varios (y III)

Sudor

El rey Sol, tan absoluto, comienza su hegemonía sobre la paz del verano. El cielo sometido aparece de un azul tan claro como seco, impotente y desarmado contra el látigo inmisericorde de sus propios rayos.

Todas las criaturas se esconden y buscan la sombra, el amparo de los árboles, la frescura de la esquina en la que convergen las pocas brisas que aún sobreviven al calendario.

El mundo se vuelve amarillo y resopla con la boca abierta para ahuyentar este calor de infierno que no puede detener ninguna puerta. Y se sueña con el mar cuando sólo se llega a bañera, o con un glaciar cuando las cosas no dan para más que sujetar en la mano un refresco de la heladera.

Entonces llegan las horas quedas, el entreacto del mediodía, cuando se para la vida y apetece una siesta. Nos subimos a hurtadillas al tornado del ventilador para que sea ahora tu calor el origen del sudor que me escurre por las costillas.

Para entrar en tu propio cielo ardiente, quedarme encendido y mojado, surtido y derramado, libremente encerrado entre tus dos sonrisas diferentes y perpendiculares.

Y aunque odio los veranos circulares y el calor de este sol, me gusta cuando pasa quemando nubes, mientras pasa la vida, mientras pasamos al amor, pidiendo que te queme yo, deseando que tú me sudes.

(Agosto 2008)

Sigo sin querer ser Harrison Ford

Es verdad que todo el mundo le conoce, que es famoso, que enciende los flashes allá por donde va. Que va regalando autógrafos y que siempre lleva una alfombra roja en los pies. Sin embargo, cuando sea mayor —qué cosas más curiosas se piensan en días como hoy—, yo no quiero ser Harrison Ford.

¡Qué sí, qué sí! Que ya sé que gusta porque tiene un no se qué madurito, entre atractivo y sexy. Que supongo que será millonario, que tendrá coches caros, que nunca pasa desapercibido. Pero el caso es que, cuando sea mayor, yo no quiero ser Harrison Ford.

Porque, cuando el tiempo avance, yo no quiero que dudes nunca de si tal vez puedo ser un replicante. Porque no quiero que creas que todo lo que hice estaba escrito en un guión y que sólo actuaba para la cámara. Porque no me gusta nada que me confundan con la gente de los látigos, ni con la de las espadas.

Si me gusta, si me parece un gran actor, si me emocionó verle la cara mientras su hijo le enseñaba a atarse los zapatos. Y alguna vez hasta me ha hecho soñar que descubría un tesoro enterrado a lo Indiana Jones o que luchaba contra los malos en plan socarrón desde el Halcón Milenario o que era un presidente que vivía en un avión. Pero es que yo, cuando pasen los años, no quiero ser Harrison Ford.

Si no digo que no sea un tío majo y pinturero, ni que no esté envejeciendo bien, ni que haya vivido mucho y mucho tenga que contarle a sus nietos. Seguro que es un tipo estupendo, que sabe montar a caballo y caer de pie cuando salta de un edificio en llamas. Pero no, por más que sé que mi calvicie avanza, yo no quiero ser Harrison Ford.

Cuando sea mayor, yo no quiero ser Harrison Ford, porque lo que quiero es no ser mayor, seguir siendo adolescente o tener dos edades diferentes, que se lleven las dos fatal y te produzcan un efecto Serrat. Para que así, y así que pasen los años, dondequiera que estés, te acuerdes de mí al leerme. Y te parezca que todo está escrito para ti, incluso sin conocerme.

Aunque me temo que todos los números comienzan a estar contra mí. Especialmente los redondos.


Y ahora es el momento, ya me toca soplar las velas de dos cumpleaños. Como adolescente sólo se me ocurren imposibles y extraños deseos. El de dejar de ser Aries por un tiempo y hacerme Sagitario, o el de no dejarme perdido este amor tan pequeño en un doblez del calendario.

Como mayor, deseo poco: poder devolver todos los bailes que dejé prometidos, encontrar algún día los abrazos perdidos que no pude dar y que haya un sexto sentido que aún me desvele. Y que el adolescente y yo sigamos unidos, que tengamos suerte y que siga siendo caprichoso el azar.

Ruby Sparks

Se me quedan las manos frías en el teclado mientras te invento en palabras, mientras me voy inventando en proyectos de ser como nunca podré ser.

A ratos te quisiera dulce, a ratos frívola, a ratos te quisiera violentamente tierna. Cambiaría, con un par de palabras, todas tus lágrimas por una sonrisa, aunque, tengo que confesar, egoísta y avergonzado, que algunas de tus sonrisas las me alejan de ti más de lo que yo quisiera creer que creo.

Podría describirte en un párrafo aún más hermosa o pronunciar tus curvas con una retahíla de esos adjetivos que casi se mastican al leerlos en voz alta. Sin embargo, esa nunca fue tentación de estos dedos que noto helados sobre las teclas, sino más bien, deslizarse por la suavidad de los montes y encrucijadas de tu mapa.

Quizás movería el tiempo, aceleraría manecillas solitarias y pararía la arena de los relojes con un par de verbos lentos y participios sonrosados. O puede  -¿por qué no?-, que tapizara de rojo las paredes de algún capítulo desbocado y loco, en donde no quedara espacio para metáforas leves ni susurros.

Conocería tus respuestas por anticipado dictándotelas parapetado tras un párrafo, evitaría tus temores dándote a conocer tu propia valentía, me anticiparía a tus más profundos deseos y conseguiría cambiar en el calendario las efémerides íntimas para que siempre coincidieran en sábado.

Seguramente te haría feliz de vez en cuando -que es como hacerme feliz yo mismo- teniendo previstos los adverbios precisos, algún humor mágico y manipulando el diccionario para inventar vocablos nuevos de esos que tanto te hacen reír. O me inventaría para ti una cena con baile multitudinario contra la melancolía que envíe la vida y que sea imposible parar con versos ni con promesas.

Pero he dejado de creer en Serrat a pie juntillas y, aunque me sigue pareciendo fantástico que pudieras ser tal y como yo te he imaginado, estoy convencido de que lo verdaderamente deseo es que seas como quieras ser, que me quieras como quieras quererme y que me entiendas como quieras entenderme.

Y si no pudiera ser así, que la vida siga, lentamente, más allá, nadie sabe…