Somos vocabulario

Somos puro vocabulario. Estamos hechos, ni más ni menos, que de las palabras que usamos. Al fin y al cabo, es falso (y, por tanto, no digo que sea mentira) que los hechos nos preceden o nos califican.

Porque la realidad es efímera, la gran mayoría de los actos que uno hace son (salvo que estemos en Gran Hermano) privados. Cualquier comportamiento que tenemos es interpretable, opinable y hasta analizable desde diferentes «creencias» que modifican su entendimiento por parte de los espectadores.

Uno es siempre quien dice que es. Uno es siempre quien los demás dicen que es. Yo soy quien tú dices; pero sólo soy si me dices.

Elige bien las palabras con las que me haces existir, porque de ellas dependo. Si dices que soy bueno, lo seré. Si me tomas por celoso, irritable, miserable o santo, seré todas esas cosas juntas y a la vez. Me tienes en tus labios ¿acaso no lo sabías ya?

Del mismo modo, por la misma regla de tres, un día, tal vez, por fin me creas y puedas entender entonces, que eres exactamente como yo te cuento, lo que siempre te digo, eso que tantas veces repito: mi vida.

A VECES
Escribir un poema se parece a un orgasmo:
mancha la tinta tanto como el semen,
empreña también más en ocasiones.

Tardes hay, sin embargo,
en las que manoseo las palabras,
muerdo sus senos y sus piernas ágiles,
les levanto las faldas con mis dedos,
las miro desde abajo,
les hago lo de siempre
y, pese a todo, ved:
¡no pasa nada!
Lo expresaba muy bien Cesar Vallejo:
«Lo digo y no me corro».

Pero él disimulaba.

(Ángel González)

Nadie es perfecto

He ido aprendiendo poco a poco a no entender a los demás. Requiere mucho esfuerzo. Aceptar que nadie es perfecto, aunque te pida la bolsa o la vida a punta de razones, no es sencillo de asimilar.

No me refiero a la desatención de oír a mis semejantes en lugar de escucharlos. También hago eso de vez en cuando, naturalmente, faltaría más: tampoco yo soy perfecto.

Ni tampoco quiero decir que me desentiendo. El único capital propio es el tiempo que tenemos y a qué o a quién se lo dedicamos. Y, desde luego, no me gusta despilfarrarlo.

Quizás no lo sepa explicar mejor que como he dicho al principio. He ido aprendiendo poco a poco a no entender a los demás. Supongo que gracias a este progresivo desconocimiento que la vida me regala con el paso, más que de los años, de las situaciones y de las personas que me transitan.

Cuando me dicen que un año o cinco años, inmediatamente consigo no entenderlo. Cuando alguien se aflige porque no consigue hacer lo que quiere hacer, me resulta muy sencillo no entenderlo. Cuando me refieren enfados concretos, venganzas terribles, promesas inquebrantables, preferencias infinitas, principios irrenunciables, advertencias genéricas o, simplemente, planes bien elaborados, noto enseguida que se activa el mecanismo de no entenderlo. Cuando me dicen que me quieren, soy capaz de no entenderlo perfectamente.

No es ningún ingenioso juego de palabras ni ninguna mordaz reprimenda infundada. Ocurre que hay quienes piensan que somos rubios o morenos, fieles o mujeriegos, casados o solteros, guapos o feos, de izquierdas o de derechas, aries o sagitario, Leoncios o Tristones, gavilanes o palomas, mentirosos o sinceros, estruendosos o tímidos, corazones o cabezas… y, entonces, lo entienden todo. Entras por la puerta y, con una sola mirada, ya saben que eres hipocondríaco, neurótico, pasivo, hipertenso, depresivo, homosexual, impetuoso, fumador, sádico pero romántico y que prefieres los perros a los gatos.

Pero poco a poco hay que ir no entendiendo. Porque, por encima de todo eso que puede que seamos, muy por encima, mucho antes, somos, los seres humanos, profundamente contradictorios. Y, por si no fuera ya implícito en la frase anterior, añado que, naturalmente, somos fundamentalmente incongruentes.

Si ves que no me entiendes, no te preocupes lo más mínimo, es buena seña, vas por buen camino. Porque no es que yo no sea perfecto, no es que tú no seas perfecta: sino que lo perfecto es que seamos.

No, mi besos -quizás algún día puedas comprobarlo- no son perfectos. Lo perfecto es que sean besos. Y que se puedan despojar de toda costumbre añadida.

ÉCHALE A ÉL LA CULPA

A José María Álvarez y Carmen Marí

Pero el amor nos cambia, nos convierte en espías
ridículos del otro, en implacables jueces
que condenan sin pruebas y comparten
sus estúpidas penas con el reo.

El amor nos confunde y trata ahora
de que vea en tu fiesta una traición.

Por huir de esa trampa me amenazo
con los nombres que cuadran al que cae en su vacío:
egoísta, ridículo, inseguro, celoso…

Y como un ejercicio de humildad pienso en ti
divirtiéndote sola: te imagino bailando
y mirando a otros hombres;
al calor del alcohol
confiesas a una amiga algunas cosas
que te irritan de mi sin que yo lo sospeche,
y por unos instantes saboreas
una vida distinta que esta noche te tienta
porque eres humana, aunque no me haga gracia.

Ahora caigo en la cuenta de que dudas
como yo dudo a veces, y que también te aburres,
y que incluso algún día habrás soñado
follar como una loca con el tipo que anuncia
la colonia de moda.

Para calmarme un poco
tras la última idea, yo me digo
que el amor es un juego donde cuentan
mucho más los faroles que las cartas,
y procuro ponerme razonable,
pensar que es más hermoso que me quieras
porque existen las fiestas, y las dudas,
y los cuerpos de anuncio de colonia.

Lo que quiero que sepas es que entiendo
mejor de lo que piensas ciertas cosas,
que soy tu semejante, que he pensado besarte
cuando llegues a casa; y que es el amor
-ese tipo grotesco y marrullero-
el que va a hacerte daño con palabras
absurdas de reproche cuando vuelvas,
porque ya estás tardando, mala puta.(Vicente Gallego)