Tápame

En mitad del mes de julio
de este trozo de sur desubicado que soy
hace el mismo frío sin ti
que cuando noviembre llovía palabras tristes
enredadas entre sofás y cementerios.

Es tan escaso el entreacto, tan breve el requisito
de tener secuestrado al mundo tras la persiana,
tan exiguo el orificio de los relojes
por el que cabe la placidez de tu mirada,
tus labios entreabiertos sobre la tarde,
tus zapatos descansando bajo mi cama,
que el frío toma la forma cóncava
de un candado cuya llave
nadie consigue encontrar.

Y volver luego, desarmado de tu piel,
al aroma traidor que espera agazapado en la penumbra,
al telediario de postre y su amianto,
al sofá de una sala que siempre es de espera
llena de huellas que huyen en la nieve.

Y buscar acomodo en este frío que me empuja
hacia hombres y mujeres y viceversa,
que me saca los colores de las cortinas
para obligarme a salir del andén mientras me convenzo,
vamos muchacho, muévete, no te quedes ahí parado,
que el tren de la nueva vida solamente descarrila
tres o cuatro veces al mes.

Estoy sudando en plena noche y, sin embargo,
hace el mismo frío sin ti,
cada latido es un vaho invisible que se dispersa
sobre este frío húmedo y ausente
que me cala hasta los sueños
y no me deja dormir.

Y, sin embargo, amor, a través de las lágrimas,
yo sabía que al fin iba a quedarme
desnudo en la ribera de la risa.

Aquí,
hoy,
digo:
siempre recordaré tu desnudez entre mis manos,
tu olor a disfrutada madera de sándalo
clavada junto al sol de la mañana;
tu risa de muchacha,
o de arroyo,
o de pájaro;
tus manos largas y amantes
como un lirio traidor a tus antiguos colores;
tu voz,
tus ojos,
lo de abarcable en ti que entre mis pasos
pensaba sostener con las palabras.

Pero ya no habrá tiempo de llorar.

ha terminado
la hora de la ceniza para mi corazón:
Hace frío sin ti,
pero se vive.

(Roque Dalton)

Porque esta noche duermes lejos
y en una cama con demasiado sueño,
yo estoy aquí despierto,
con una mano mía y otra tuya.

Tú seguirás allí
desnuda como tú
y yo seguiré aquí
desnudo como yo.

Mi boca es ya muy larga y piensa mucho
y tu cabello es corto y tiene sueño.

Ya no hay tiempo para estar
desnudos como uno
los dos.

(Roberto Juarroz)

Fumar en los poemas

Voy a dejar de fumar en los poemas.

Es una decisión metafórica, pero firme,
un pensamiento largamente meditado,
una acción indivisible.

Para que nada siga siendo nada,
para que las palabras empleadas por cuenta ajena
no lleven alquitranes ni cianuros
y te lleguen sin olor a tabaco.

Porque no quiero verte
los ojos rojos por el humo,
por la desconfianza y su estadística
que explica cómo mancha todo de nicotina
la infidelidad de los ceniceros.

Voy a dejar de fumar en los poemas.

El humo que surja después entre los versos
difuminando todos mis intentos de amarte,
ya nunca más será fortuna, nunca más señuelo,
nunca más espejismo en el que mirarte.

Menos que el circo ajado de tus sueños
y que el signo ya roto entre tus manos.

Menos que el lomo absorto de tus libros
y que el libro escondido
de páginas en blanco.

Menos que los amores que tuviste
y que el tizne que alarga los amores.

Menos que el dios que alguna vez fue ausencia
y hoy ni siquiera es ausencia.

Menos que el cielo que no tiene estrellas,
menos que el canto que perdió su música,
menos que el hombre que vendió su hambre,
menos que el ojo seco de los muertos,
menos que el humo que olvidó su aire.

Y ya en la zona del más puro menos
colocar todavía un signo menos
y empezar hacia atrás a unir de nuevo
la primera palabra,
a unir su forma de contacto oscuro,
su forma anterior a sus letras,
la vértebra inicial del verbo oblicuo
donde se funda el tiempo transparente
del firme aprendizaje de la nada.

y tener buen cuidado
de no errar otra vez el camino
y aprender nuevamente
la farsa de ser algo.

(Roberto Juarroz)

No se trata de hablar,
ni tampoco de callar:
se trata de abrir algo
entre la palabra y el silencio.

Quizá cuando transcurra todo,
también la palabra y el silencio,
quede esa zona abierta
como una esperanza hacia atrás.

Y tal vez ese signo invertido
constituya un toque de atención
para este mutismo ilimitado
donde palpablemente nos hundimos.

(Roberto Juarroz)

La vida secreta de las palabras

Me habló de su sueño con «tata de tocholate» y tuve que reírme a todo pulmón. Me invitó a asistir a una estancia rural y rechacé la oferta. Me contó sus problemas de intendencia como disculpa para las cervezas y me extrañó su acercamiento a estas alturas de partido.

Me pidió que arreglara un ordenador y le expliqué el mecanismo del enchufe. Me propusieron que arreglara otros dos más y les recordé las precauciones que no habían tomado. Me contó la operación de su madre y me alegré de que ya estuviera en casa.

Me dijo que su hijo estaba mejor y sonreí al saberlo. Me invitó a subir al coche y preferí bajar la cuesta, aunque luego me alegró que, cargado, a la vuelta, me la subiera sin pies.

Me comentó sobre una película con bolero y le recordé un chiste antológico. Me escribió «anexos» y yo respondí con «zafes». Me preguntó cuántos kilos de tomates y le dije que dos. «Fortuna» fue la palabra que le dije mientras me preguntaba con cara de circunstancias. Me dijo sin pronunciar ninguna erre que la tela de mosquitero estaba en la otra tienda y le di las gracias.

Me habló de su infancia valenciana y respondí con una frase genérica. Me dijo que vendría hoy y mañana, y le dije que cuando quisiera. Me pidió un número de teléfono y se lo dí con los dedos. «Bienvenido», parpadeó; y yo le dije «Retirada de efectivo». En tres mensajes apareció mi nombre, en la ventanita de una factura y en la foto de un comentario.

Primero fue «ni hao» y luego «zian jian». Ninnette dice que está embarazada y el señor de Murcia calla. Los muertos vivientes no dicen nada, solo muerden; y ella tampoco dice mucho, solo dispara. Hay que dejar la bellota una noche en agua antes de plantarla, dijo a la audiencia, mientras yo pulsaba el seis.

Estrategias metodológicas rezaba el apartado que borré por accidente. Le dejo escrito en una nota que me cobre los productos de limpieza que faltan. Su pedido ha sido confirmado, decía el email. «Es que no estoy en la casa, luego te lo digo» me dice cuando le pregunto por la cena. Suena el móvil con dos pitidos y al leer reflexiono que las palabras no deberían perderse con el suministro eléctrico. En todo caso, que se pierdan en el aire; o en la traducción.

Se me ocurrió decir algo para matar el silencio y darle ánimos, me respondió con una serie de catastróficas desgracias y un beso. Este texto se titula «la vida secreta de las palabras». Tecleo «palabras», «vida», «secreta», «decir», «contar», «hablar», «comunicación» y algunas otras etiquetas más. Le doy a «publicar».

Entonces releo el artículo y recuento todas las palabras propias y ajenas de hoy. Y echo de menos las que no he dicho, las que no me han dicho. Las pronuncio en voz baja, muy baja, tan sólo para mí; como si esas palabras tuvieran una vida secreta que se deshace cuando, otro yo, las lee o las escucha.

Y muy bajito vuelvo a decírmelas, mientras pienso que a dónde irán a parar -a qué oscuro pozo de memoria, a qué claro manantial del olvido-, todas las palabras que nacen y mueren en este nueve de octubre, y que no me han servido para nada.