Nunca te volveré a regalar un paraguas

Elijo el color y el envoltorio. Rebusco la razón, una verdad, el mensaje escrito en mi puño. Sofoco una noche, desvelo un suspiro y espero que llegue una tarde antes de que sea tarde.

Entonces te regalo un paraguas para que puedas ir sola bajo la lluvia. Sola o con quienes quieras, que eso no depende del número ni del tamaño, sino de lo juntas que se pongan las cabezas mientras se anda mirando al suelo para que no salpique el agua de los charcos al pisar.

Es cierto que hay doce razones para todo y que también hay doce razones para todo lo contrario. Por eso sé que se puede considerar mezquino un paraguas, que se puede pintar de frío cualquier latido de un corazón desentrenado, que es sencillo calificar de cobarde a quien no te ata a la pata de la cama.

Pero regalar consiste en practicar un cierto malabarismo contra las decepciones, como bailar en la finísima línea que separa la maravilla que salva vidas del desacierto más estrepitoso. Regalar es exponerse a que los cerdos nos echen todas sus margaritas o a que las margaritas nos acusen de comprar perdones futuros o pasados.

Vemos lo que creemos, cada uno ve el mundo como se lo imagina. Ocurre que a veces el efecto no es el que uno esperaba y, al desenvolver el regalo, uno le escucha al otro decir un gracias tibio, imaginario, casi inhóspito. Un agradecimiento cínico o, lo que es peor, impregnado con la certeza de que por dentro hay escondida una puñalada con ganas de darse.

Cuando eso sucede, tengo que respirar hondo, tres veces seguidas, muy despacio. Entonces la ternura (que es como yo te imagino y es por eso que así te veo siempre) vuelve a inundarlo todo y recuerdo claramente que te regalo un paraguas para que puedas ir sola bajo la lluvia. Sola o con quienes quieras.

Y decido, más convencido que nunca, que claro que  te seguiré regalando paraguas. Ni siquiera es necesario que llueva como hoy ha llovido, como tiene que seguir lloviendo tantas veces de ahora en adelante.

Muy al contrario que en el resto de las cosas que te digo al oído, en ésta, la única mentira está en el título.

LA CASA
Llegó el momento de partir
el hogar en dos.

Bien:
comencemos por los rincones donde las arañas
tejieron también su historia.

Hablemos de los muros y sus cuadros.

¿Cuál eliges?
¿El del día de la boda,
el retrato de la niña
o el de vacaciones en verano?
Quiero el antiguo bodegón
para recordar las comidas familiares.

Mira la casa:
permanece ahí de pié
pero sin alma.

¿Con cuál alcoba deseas quedarte?
¿Aquella donde los gemidos
algunas vez fueron música perfecta?
¿O el cuarto azul
donde echó raíces la cuna para siempre?
¿O el jardín
donde todavía se columpian las sonrisas?
Deseo la terraza,
esa roja plataforma de minúsculos ladrillos
donde lluvias y palomas encontraron su refugio,
donde todavía transpiran las estrellas
y no hay sombra que oculte los engaños.

Te regalo los espejos
saturados de susurros, ecos familiares,
desfigurados rostros
que hoy se desangran en reproches.

Pero tienes razón:
tal vez aquí ya nada nos retenga.

A la frontera tal vez llegamos
entre el amor que vacila y las cenizas.

Viéndolo bien,
no puedo partir en dos la casa:
te la regalo toda
con todo y promesas de futuros sublimes.

Como cortinas viejas
te regalo lo que queda:
este cielo sombrío
y este desvencijado viento
que dejaste al cerrar la puerta principal.

(Lina Zerón, Vino Rojo, 2003)

MUDAR DE PIEL
Lo difícil es mudar de piel
la primera vez.

Después…
Oteas como un diafragma fotográfico
el cuerpo, su intemperie
luego las clandestinas caricias
las voces en murmullo,
los besos tras la puerta
que te obligan a buscar una isla blanca
en marejadas de olvido.

Al mudar de piel vuelves a sentir,
te izas como vela.

En tus sábanas blancas
el mundo es tuyo otra vez.

Lo más difícil es arrancar raíces,
dejar trozos del rompecabezas.

No colgar el bolso de cuero
cuando ves la cama vacía…

Sabes que emigras a una nueva piel.

(Lina Zerón, La spirale du feu, 1999)

Supongo que te habrán contado

La realidad consiste en fragmentos. Si te das cuenta, la misma película proyectada, el mismo paisaje caminado, la misma conversación mantenida, el mismo beso compartido o la misma imperiosa necesidad de una silla se perciben de modo distinto para cada uno.

Cuando nos arrolla algún fragmento, lo percibimos como un todo global, a veces confuso, pero que se extiende hasta rellenar un instante, un minuto, un mes, una vida. Lo percibimos como un todo con tanta fuerza, a veces confusa, que no se nos ocurre pensar que sólo es una parte, un fragmento, un fotograma.

Sólo hay una verdadera razón para contar lo sucedido, una única necesidad sustancial que es la de revivirlo, tal y como hacemos con los recuerdos que, al contarlos, parecen dejar de representar lo perdido y confiamos en retenerlos un poco más. Como una conversación de madrugada, cuando los ojos se van volviendo chiquitos y nadie quiere que la suya sea la última palabra.

La única razón para contar lo sucedido es la imperiosa necesidad de asegurarse de que alguien más vivió un momento con nosotros, que le dio tanto valor como nosotros, que significa lo mismo que para nosotros.

Las otras razones posibles son espurias, ficticias, bastardas… Porque también contamos para engañar o engañarnos, para dar envidia o propagar rumores, para presumir, para matar el tiempo, para detener ese ruido infernal en que a veces se convierte el silencio.

Contamos para sobornar a algún biógrafo aturdido, para alterar la gran investigación de la verdad del mundo, para convencer de que nuestro fragmento es el único. O para limar los bordes y sacarle brillo a ese trozo de la realidad que sólo puede ser nuestro. Muchas veces también contamos en defensa propia, para des-contar lo que dicen otros.

Supongo que te habrán contado muchos fragmentos, aunque no sé bien con qué objeto. Pero te habrán contado quienes siempre te cuentan, como siempre te cuentan, por lo que siempre te cuentan. Quizás me equivoco yo en lo que no cuento, porque puede que la curiosidad o la tranquilidad de otro sea también una razón aceptable para contar.

En cambio, sí quiero contarte la otra porción, esa que yo mismo me cuento para retenerla un poco más, para distinguirla de un sueño y saber en qué cara del poliedro estuvimos cada uno. Mi fragmento está lleno del peso aprendido de un cuerpo, del calor suave de una piel que al extenderse se va tornando doméstica y de ese intento tan desvalido de restregar la tristeza contra las sábanas, sin conseguir que desaparezca.

Supongo que te habrán contado, alguna vez, estas mismas cosas que yo te cuento. Puede que hasta con mejores palabras, con edad más apropiada para la ternura y con gestos más intensos. 

Yo sólo escribo aquí este fragmento para tener un sitio en donde guardar las cosas que pierdo y avisarme de las que no quiero seguir perdiendo.

NOSTALGIA DE PESO
Siento nostalgia de tu peso, del modo
tan particular que tiene el amor
de encaramarse a las sillas,
de esa sensación de espuma en el oído
cuando tu pelo se me enreda en los dedos
mientras respiras a dar.

Es curioso que la nostalgia se me acumule
en los brazos abiertos, en los muslos exentos
de ese peso justo que me ancla a la tierra
y a un lento recorrer los bordes de una nube.

Es curioso sentir esta nostalgia de tu peso.

Tú dirías, con esa niebla con que miras la vida,
que se puede vivir sin abrazos y sin besos.

Seguramente tendrías razón si lo dijeras,
como lo dices todo, mansamente,
como ciego que le alumbra al visitante
el fondo de la celda
en la que se desespera de oscuridad.

Tal vez tuvieras razón y se pueda
tener una vida corriente entre las manos
sin otra cosa que llevarse a los muslos
que el recuerdo de un peso,
sostenido a favor y en contra
de la ley de la gravedad.

Doce razones

¿Por qué ayer sí y hoy no? Sé que hay doce razones para todo.

Escribo aquí por la soberbia de creer que puedo, por la vanidad de parecerte más listo de lo que soy, por el egoísmo de tenerte pendiente de mis letras. Escribo por el entusiasmo de un reto, por la envidia de los que son capaces de explicar todo con el detalle suficiente para ser entendidos. Escribo para no sentirme solo.

Por la alegría de que me lo hayas pedido, contra la inconsciencia de los efectos secundarios, por si te cambia la vida sin que lo sepas. Escribo por el placer, para añadir coquetería a mi vida, con el atrevimiento de la ignorancia más supina. Y la última, es que escribo porque quiero.

Del mismo modo que deseo por otras doce razones consecutivas, aparentemente distintas, pero muy similares, a las doce por las que quiero, a las doce por las que me siento vivo, a las doce por las que me levanto cada mañana, a las doce por las que canto bajito algunos boleros.

Sé que hay doce razones para todo. Pero -y de esto me acabo de dar cuenta mientras pensaba en las doce razones necesarias para escribir este encargo-, del mismo modo, por la misma razón, sé que también hay siempre doce razones para lo contrario.

Que, además, podrían ser exactamente las mismas sólo que, quizás, con la botella más medio vacía. Y entonces, quizás podría no haber escrito este texto por la soberbia de creer que no puedo, por la vanidad de parecerte más discreto al callar como si supiera de un secreto, por la enorme retahíla de etcéteras que antes puse a favor…

Si la vida se analiza, uno encuentra doce razones para todo, doce para lo contrario, doce para festejar cualquier error, doce para fastidiar el mayor de los aciertos. Pero si se analiza la vida, deja de ser vida y se convierte en un puro razonamiento confuso.

Hay doce razones para todo y para todo lo contrario. Pero la cuestión verdaderamente importante es que yo he elegido escribir.

Hoy sí.

COREOGRAFÍA

Para mí amigo Carlos Cortés

No sé qué cosa es una guerra
y tengo como prisión al cuerpo
y alma como campo de batalla.

Me debato entre la duda
de reflexionar o fluir;
esto es situarse en el palco de los espectadores,
o estar
en cada íntimo instante del milagro.

Vivo de pedacitos,
pero aspiro a la totalidad,
es decir a Mozart y al poema que me redima
y me revele los espacios absolutos
y la nada.

Percibo de mí
los sitios más secretos:
la culpa,
una tercera conciencia de las cosas,
la dualidad del pensamiento,
la ira pequeña
por lo que ya ocurrió.

Pero he vivido poco. Treinta años.

Dos amores de piel
y un querer abandonar
esta espera que me señala la vida.

Anhelo la anarquía,
el más tierno desorden del amor,
la cábala
los relojes de arena y una habitación sencilla.

Quiero tener un destino trazado de antemano,
encontrarme con Dios
y los abismos
y no tener conciencia de la llama.

Ser la llama misma y la aventura.

Pero vengo de soledades últimas,
de conversaciones que nunca concluyeron,
de espejos que me miraron desde la infancia hasta ahora,
de abandonados armarios de caoba que fueron
de tías o de abuelas remotísimas.

Cuán poco he vivido.

No conozco la guerra. Y tampoco la paz.

Me duele la orfandad,
el desarraigo,
el sentirme extranjera en cualquier sitio,
el no pertenecer
a una familia o a una patria.

No puedo narrar una batalla;
ni hablar del hambre y de la peste,
ni escribir la canción de algún soldado herido,
ni hablar de mujer violada,
ni decir cómo es un cementerio después de una llovizna.

Pero anhelo decir en el poema
que la vida me conmueve,
que respiro mejor cuando me entrego,
que necesito amar de la manera más simple y primitiva.

Me gusta la paz y la defiendo
y la guerra cuando es justa,
y el sabor de las mandarinas cuando llega el verano,
que me gusta ser una y arraigarme en el cosmos,
y sentir que mi vida palpita al mismo tiempo que la vida,
aunque no haya vivido,
aunque mi hambre sea de infinito,
aunque no sepa expresar
que por alguna razón precisa estoy aquí,
a punto de vencer,
a punto de morir,
de vivir.

(Mía Gallegos)