Caramelo

Supongo que el caramelo existe porque vivimos de promesas. Llámale sueños, engaños, préstamos de ilusión, anticipos de infierno o de cielo. No es más que hervor de un azúcar, sólo es una masa pegajosa que se endurece al enfriarse. ¡Qué sería de cada caramelo si no tuviéramos, escondida en alguna parte, el alma esperanzada de un niño!

De diferentes sabores, de colores diversos, nos endulzan la vida un momento. Sólo un momento, desde luego, porque de todos es bien sabido que se nos pueden picar los dientes si lo paladeamos durante demasiado tiempo. Y es que los dientes de morder la rabia nos hacen mucha más falta que embelesarse un instante por la boca.

Como todo el mundo sabe que para una fiesta sorpresa, no son necesarios ni tarta, ni globos, ni llevar las uñas pintadas del mismo color que el bolso. Lo único necesario para ese tipo de fiestas es la propia sorpresa. Que no siempre acaba en caramelo.

Cuando una mujer se desmaquilla llorando delante del espejo, alguna renuncia anda suelta por su dormitorio. Quizás el miedo a que, después del caramelo, lo insípido del día a día resultara muy amargo o, tal vez, es que uno a veces se avergüenza de la altura de su vida. Siempre me he preguntado quién puede, y con qué cinta métrica, ponerse a medir la mía.

Y entonces hay que sacárselo de la boca, no contestar al teléfono, no acudir a la cita, simular que se tienen veinte años menos o dejarse cortar el pelo para que te toquen unas manos, como si así todo nos pesara menos.

Lo malo del caramelo es cuando llega a tu pierna y se te enreda en el vello. Hay que tirar con fuerza, un tirón enérgico, seco. Y aún así, todos sabemos que se enrojecerá la piel y habrá que frotarla durante un tiempo. Incluso, si la temperatura no es la adecuada, puede que nos quememos y nos deje marcas.

Todas las mujeres, y algunos hombres, saben cuánto duele. Es muy difícil hacérselo uno mismo, es tan fuerte la promesa del dolor del caramelo, que son pocos quienes se atreven a no pedirle ayuda a alguien más experto. Y, con todo, siempre duele.

No se puede hacer poco a poco. Un tirón seco, la piel enrojecida y, entretanto nos crece otra vez el vello, a ver si nos cae en la boca otro nombre del caramelo. Luego, a irse preparando para que nos rechacen en el siguiente casting, para la certeza de que los próximos tiempos difíciles están a punto de llegar.

Supongo que las promesas existen porque nunca nos dura lo suficiente ningún caramelo. Y porque el vello nunca deja de crecer.

EN TIEMPOS DIFÍCILES
A aquel hombre le pidieron su tiempo
para que lo juntara al tiempo de la Historia.

Le pidieron las manos,
porque para una época difícil
nada hay mejor que un par de buenas manos.

Le pidieron los ojos
que alguna vez tuvieron lágrimas
para que contemplara el lado claro
(especialmente el lado claro de la vida)
porque para el horror basta un ojo de asombro.

Le pidieron sus labios
resecos y cuarteados para afirmar,
para erigir, con cada afirmación, un sueño
(el-alto-sueño);
le pidieron las piernas,
duras y nudosas,
(sus viejas piernas andariegas)
porque en tiempos difíciles
¿algo hay mejor que un par de piernas
para la construcción o la trinchera?
Le pidieron el bosque que lo nutrió de niño,
con su árbol obediente.

Le pidieron el pecho, el corazón, los hombros.

Le dijeron
que eso era estrictamente necesario.

Le explicaron después
que toda esta donación resultaría inútil
sin entregar la lengua,
porque en tiempos difíciles
nada es tan útil para atajar el odio o la mentira.

Y finalmente le rogaron
que, por favor, echase a andar,
porque en tiempos difíciles esta es, sin duda, la prueba decisiva.

(Heberto Padilla, Fuera del juego, 1968)

Me gustaría leer
uno de los poemas
que me arrastraron a la poesía.

No recuerdo ni una sola línea,
ni siquiera sé dónde buscar.

Lo mismo
me ha pasado con el dinero,
las mujeres y las charlas a última hora de la tarde.

Dónde están los poemas
que me alejaron
de todo lo que amaba
para llegar a donde estoy
desnudo con la idea de encontrarte.

(Leonard Cohen, versión de Antonio Resines, La energía de los esclavos, 1972)

Una pistola en cada mano

Te equivocas, como yo me equivocaba, si piensas que hay cosas que nunca se cuentan. Todo se cuenta: a los amores, a los familiares, a los amigos, a los compañeros o a los vecinos. Al confesor o a la terapeuta.

Los secretos también se cuentan, sólo que a muy pocas personas. Hace falta intimidad para contarlos, desde luego, pero esa intimidad no suele ser suficiente. También es necesario que, quienes escuchan, no sean testigos, ni partes contratantes, ni víctimas, ni verdugos, ni agentes colaterales, ni fiscales, ni jueces del asunto en cuestión.

No hay más intimidad que la que ocurre, a veces, cuando se habla con un completo desconocido. El susodicho incógnito puede cobrarte por horas mientras estás tendido en un diván, o escucharte por amor al arte, con la curiosidad de quien lee una novela que ha caído en sus manos sin esperarlo. Pero siempre es un desconocido el mejor receptor de los secretos que, entonces, se convierten en novelas anónimas.

La técnica del «yo tengo un amigo al que un día» es otro modo de forzar ese anonimato. Lo que pasa es que está muy visto y los más perceptivos de entre quienes te rodean, te pillan enseguida el truco.

Pero todos los secretos se cuentan. Incluso, para los más valiosos, dibujamos un mapa en el que marcamos cruces rojas y senderos escondidos. Todos los secretos se acaban sabiendo.

La otra manera de publicar secretos es escribir la verdad como si fuera mentira, taladrarlos en la mente de quienes te leen pero en un idioma indescifrable. Contarlos envueltos en metáforas, cambiando las partes del cuerpo por nombres de frutas, evitando el orden exacto de los sucedidos y llamando a todas las mujeres Margarita.

Hacer trocitos la verdad y desordenarlos para que parezcan mentira es, en el fondo, el objeto último de este mapa, por cuya boca, sé que se irán muriendo todos mis secretos, tarde o temprano. Confío en que sean parecidos a los tuyos, a los de todos, a los de alguien que, alguna vez, descubrirá que todas las metáforas que se necesitan para vivir convergen en un solo punto.

A mí, naturalmente, también me gustaría descubrir algunos secretos de los demás: por qué se entristece aquel cuando nota que parece sonreirle el destino y abrirle una noche, cómo hay quien puede sentirse a gusto y, sin embargo, romper a llorar disimulando, cual es la razón por la que alguien permite insistentemente que se estropeen sus planes o hacia dónde quiere ir y con quién cuando le preguntas y te responde que «estoy bien».

Imagino que no me los contarán hasta que ellos y yo no consigamos ser unos completos desconocidos. O, al menos, hasta que puedan confiar en que yo no llevo una pistola en cada mano.

Me pregunto si, para poder ser buenos amigos, no será imprescindible, también, tratarse como completos desconocidos que se cruzan en un parque, que se cruzan en el mismo ascensor, que se cruzan sobre una misma mujer o sobre secretos parecidos.

LAS CLARAS PALABRAS
Hay más polen en el aire que en las flores
esta tarde y cualquier certeza
depende del gesto con que la aceptemos.

Tan dulcemente como decirte algún secreto
al oído y sentir que la piel
se te enciende otra vez de deseo.

Cuando cese el viento, la noche, con lentos pasos,
nos devolverá el espacio de los sueños
casi perdido pero aún meciéndose
en los confines del cuarto.

Será entonces el momento de decir las claras
palabras tan sabidas, las mismas
palabras con que hemos compartido
por igual, quizá sin saberlo,
destinos oscuros y brillantes sorpresas.

(Martí i Pol, versión de Adolfo García)

Animales heridos

Es bueno tener a mano alguna herida que lamerse. O inventársela, que también vale. Supongo que nos sirve como aviso de que tiene que venir la siguiente, como insignia de haber vivido alguna felicidad pasajera o como excusa para la autocompasión y todas las barbaridades que cometemos en su nombre.

A la amante, que no quería ser otra cosa que amante, no le importaba el fetichismo que él tenía como liturgia de reservar siempre la misma habitación en el hotel. Quizás, en el fondo, se preguntaba con intriga por lo curioso de la manía, pero «¿qué más da?», se decía. Todas son iguales.

La esposa esperaba salir en la revista y matar de envidia a todas sus amistades. La hija tenía clavada la astilla de no tener descendencia. La asistenta sentía que vivía en una fotonovela y su novio escondía la herida cotidiana de no pertenecer al paraíso.

La recepcionista odiaba que él pescara, aunque no se lo decía. Él odiaba el cansino paso de los días con todo según lo previsto.

Pero desde el hotel se ve la terraza y se siente engañada, desde la caravana se observa la infidelidad y se odia la propia cobardía, desde el yacuzzi parece más morena la piel mejicana y se quiere otra más blanca, desde el desdén se ve cómo enveceje la vida y hay que restaurarla, desde el estadio se comprende que siempre se es extranjero en algún lado.

Animales heridos que se acurrucan siempre en alguna esquina, eso es lo que somos. Porque todo el mundo tiene alguna vieja afrenta que lamerse en soledad o alguna llaga nueva y recién amoratada para enseñarla.

También yo tengo algunas -y otras me las invento-, para poder restregármelas mansamente por los renglones y dejarlo todo lleno de saliva. Parece que alivia, que ya no escuece tanto cuando, leído lo escrito con ojos de extranjero o visto el ejemplo oportuno en alguna película, va quedando claro que todos los arañazos que nos hicimos fueron pequeñas ejercicios de un cursillo acelerado de suicidios al que a temporadas nos apuntamos. Todas las lesiones que nos descubrimos y también las que nos inventamos.

Y de todas las cicatrices posibles, incluso de todas las imposibles, la más profunda, la que mejor nos inventamos y la que más nos empuja a ladrar como perro apaleado, es la nostalgia.

EMPLEO DE LA NOSTALGIA
Amo el campus
universitario,
sin cabras,
con muchachas
que pax
pacem
en latín,
que meriendan
pas pasa pan
con chocolate
en griego,
que saben lenguas vivas
y se dejan besar
en el crepúsculo
(también en las rodillas)
y usan
la cocacola como anticonceptivo.

                 Ah las flores marchitas de los libros de texto
finalizando el curso
                             deshojadas
cuando la primavera
se instala
en el culto jardín del rectorado
                             por manos todavía adolescentes
y roza con sus rosas
                             manchadas de bolígrafo y de tiza
el rostro ciego del poeta
                             transustanciándose en un olor agrio
                             a naranjas
Homero
                             o semen
                   Todo eso será un día
                   materia de recuerdo y de nostalgia.

                   Volverá, terca, la memoria
                   una vez y otra vez a estos parajes,
                   lo mismo que una abeja
                   da vueltas al perfume
                   de una flor ya arrancada:

                       inútilmente.

                       Pero esa luz no se extinguirá nunca:
                       llamas que aún no consumen
    …ningún presentimiento
    puede quebrar ]as risas
                       que iluminan
                       las rosas y ]os cuerpos
    y cuando el llanto llegue
                       como un halo
    los escombros
    la descomposición
                       que los preserva entre las sombras
                       puros
    no prevalecerán
    serán más ruina
                        absortos en sí mismos
    y sólo erguidos quedarán intactos
    todavía más brillantes
                         ignorantes de sí
    esos gestos de amor…

                         sin ver más nada.

(Ángel González)