Comer perdices

«LA GUERRA ES LA PAZ»

1984 – George Orwell

A fuerza de comer perdices, a Cenicienta le dio por engordar mórbidamente. Añoraba quizás, su antigua soledad. Una soledad de tareas domésticas y hermanastras, sí, pero con esperanza de encontrar otra vida.

La de ahora, en cambio, era una soledad de multitudes en las calles y camas inmensas y asoladas por la ausencia. El príncipe dejo de ser príncipe y se hizo de sapo y hueso, como todos los seres humanos cuando olvidamos aquel estupor primero, aquella adrenalina corriendo venas abajo.

Como adictos a una sustancia, aquellos abrazos de 5 segundos, que eran el mundo condensado, dejaron de bastar y ahora ni siquiera merecen el esfuerzo de levantarse del chaise-long para buscarlos.

A fuerza de comer perdices, Juan sin miedo conoció los celos, el desencanto y la lamentable costumbre de su amada de acostarse muy muy temprano.

Templado su carácter a base de solucionar peligrosas pruebas de valor e ingenio, habituado a explorar los castillos encantados de la noche, experto en burlar los hechizos de las brujas y los zarpazos de los ogros,  no supo asimilar que tocaba hacer el amor los jueves terceros de mes y que los sábados pares había que comer en casa de los suegros.

A fuerza de ganar batallas y conquistar civilizaciones, Alejandro Magno no resistió el veneno que venía acompañando las perdices. Después de haber esquivado siete mil flechas que le lanzaron sus guerras, no vio venir a los siete traidores que le lanzó la paz.

Tampoco el samurai supo nunca aliviar esa taquicardia inoportuna que le daba a media mañana, después de llevar 3 horas sin nada que hacer en el jardín que le regaló su Señor en pago a las veces que le salvó la vida su espada.

Los enemigos, pronto se vuelven comunes. Y cuanto más comunes se ven, más fácil es acercarse y cerrar filas y poner la mano en el hombro. Pero –y es que no me acuerdo del título del cuento– cuando desaparece el enemigo, uno descubre en el compañero esa mirada de incredulidad, de hastío, de desapego, cuando la broma no se soporta o se toma al pie de la letra lo que antes era una preciosa metáfora.

La guerra es la paz porque hace falta un adversario para la felicidad. Y si no está fuera –así somos los seres humanos–, entonces lo buscamos dentro, convirtiendo nueve meses de acercamiento en veinte años de matrimonio.

«Si hubiera una guerra«, le dijo, ahora sabe que con muy mal gusto, «que me pille a tu lado. Pero no sirves para la paz«. Aparte de algunas cuestiones médicas y de domicilio, de lo siguiente que hablaron fue de los términos de un divorcio que ahora le parece lejanísimo.

Amar el desenlace, pero adorar la trama. Comer perdices, bueno… ¿por qué no?… Pero no dejar que se convierta en el final de los cuentos.

Como el primer cigarro…
Como el primer cigarro,
los primeros abrazos. Tú tenías
una pequeña estrella de papel
brillante sobre el pómulo
y ocupabas la escena marginal
donde las fiestas juntan la soledad, la música
o el deseo apacible de un regreso en común,
casi siempre más tarde.

Y no la oscuridad, sino esas horas
que convierten las calles en decorados públicos
para el privado amor,
atravesaron juntas
nuestras posibles sombras fugitivas,
con los cuellos alzados y fumando.

Siluetas con voz,
sombras en las que fue tomando cuerpo
esa historia que hoy somos de verdad,
una vez apostada la paz del corazón.

Aunque también se hicieron
los muebles a nosotros.

Frente a aquella ventana -que no cerraba bien-
en una habitación parecida a la nuestra,
con libros y con cuerpos parecidos,
estuvimos amándonos
bajo el primer bostezo de la ciudad, su aviso,
su arrogante protesta. Yo tenía
una pequeña estrella de papel
brillando sobre el labio.

(Luis García Montero)

Cuando digo que no estoy para películas duras

Cuando uno está habituado a que las cosas pasen por encima sin pena ni gloria, como sintiéndolas lejanas, como si no fueran con uno ni pudieran serlo, como si no hubiera arcenes ni baches en la carretera sino sólo asfalto, cuesta salirse de la vía. Uno no está acostumbrado a los caminos de tierra, y mucho menos a los de barro o a los de hielo.

Pero en el proceso he aprendido muchas cosas, especialmente de mí mismo. Un proceso que no sé si está terminado. Aunque es ahora cuando soy consciente de que haya sucedido. Mientras estaba ocurriendo, no lo supe.

Me he dado cuenta de que salir a la intemperie no me ha hecho ni más listo, ni más fuerte, ni mejor de lo que era. Si lo parece es, simplemente, porque nos acostumbramos a todo. Incluso nos acostumbramos al miedo y parecemos más fuertes y más valientes.

Me he dado cuenta de que soy yo el que tengo que cuidar de mí, aunque a temporadas haya quien me eche una mano, cosa que agradezco profundamente. Yo tengo que ser mi propio negro bailarín y descarado. Y como debo ser yo quien me cuida, no puedo consentir darme pena, porque si me doy pena, no me sirvo para nada. La autocompasión no me lleva a ninguna parte.

También he aprendido que no pasa nada por hacer el ridículo. Que lo que los demás opinen es un asunto efímero, que el polvo que se levanta cuando tropiezo, acaba por volver a posarse en el suelo y quedarse quieto.

Cuando digo que no estoy para películas duras, una dureza que, en realidad, sólo consiste en ver como nos llega el deterioro precisamente cuando más indefensos estamos, y aún me preocupa llegar solo a ciertos lugares, no es que me pase nada.

No me pasa nada. No estoy triste, no sufro. No es que no tenga dudas, que las tengo, sino que estoy en paz con ellas. No estoy decepcionado, no me siento solo, no temo desgracias venideras. No hay nada de lo que me pueda quejar, ni hay nada de lo que quiera quejarme. Estoy donde estoy y como estoy por «méritos» propios, y lo acepto, aunque no me conformo.

Que no esté para pelis duras es solamente una medida de autoprotección. Nada más. Pero quiero ver películas contigo, de medio lado si es necesario, dentro de una lata de sardinas, en lo alto de la torre o en un sótano almohadillado. Para eso las guardo, para poderte preguntar cuál te apetece ver esta noche.

Me encantaría que me mimaras mucho, que es un mucho doble: mucho mimo y mucho me gustaría. Quisiera que lo hicieras. Casi te diría que me muero por que lo hagas.

Pero lo que no quisiera (y no sé si es por eso que tú llamas dignidad o por esto que yo llamo soberbia) es que me dediques tiempo por contrato, ni que me des ternura como salario, ni besos por gratitud, ni sexo por compasión.

Mímame, por favor. Pero sin urgencia, sin obligación. Sólo por el gusto. Que ese gusto que es mío, sólo puede ser gusto si también es tuyo.

Y si ocurre algunas tardes que me engullen los espejos y me desaparezco, apágame la luz y tápame la noche con las sábanas, que no tardaré en volver de las supersticiones.

Descuida, que nunca se me olvida quererte, nunca.

Carta a Mariana
¿Qué película te gustaría ver?
¿Qué canción te gustaría oír?
Esta noche no tengo a nadie
a quien hacerle estas preguntas.

Me escribes desde una ciudad que odias
a las nueve y media de la noche.

Cierto, yo estaba bebiendo,
mientras tú oías Bach y pensabas volar.

No creí que iba a recordarte
ni creí que te acordarías de mí.

¿ Por qué me escribiste esa carta?
Ya no podré ir solo al cine.

Es cierto que haremos el amor
y lo haremos como me gusta a mí:
todo un día de persianas cerradas
hasta que tu cuerpo reemplace al sol.

Acuérdate que mi signo es Cáncer,
pequeña Acuario, sauce llorón.

Leeremos libros de astrología
para inventar nuevas supersticiones.

Me escribes que tendremos una casa
aunque yo he perdido tantas casas.

Aunque tú piensas tanto en volar
y yo con los amigos tomo demasiado.

Pero tú no vuelves de la ciudad que odias
y estás con quién sabe qué malas compañías,
mientras aquí hay tan pocas personas
a quien hacerles estas simples preguntas:
«¿Qué canción te gustaría oír,
qué película te gustaría ver?
¿ y con quién te gustaría que soñáramos
después de las nueva y media de la noche?».

(Jorge Teiller, Para un pueblo fantasma, 1978)

Cuando en la tarde aparezco en los espejos…
Cuando en la tarde aparezco en los espejos
Cuando yo y la tarde queríamos unirnos
Tristemente nos despedimos
Tristemente nos hablamos en el espejo que disuelve las imágenes
Quién soy entonces
Quizás por un momento
De verdad soy yo que me encuentro
Quién soy yo sino nadie
Alguien que quisiera pasarse los días y los días
Como un solo domingo
Mirando los últimos reflejos del sol en los vidrios
Mirando a un anciano que da de comer a las palomas
Y a los evangélicos que predican el fin del mundo
Cuando en la tarde no soy nadie
Entonces las cosas me reconocen
Soy de nuevo pequeño
Soy quien debiera ser
Y la niebla borra la cara de los relojes en los campanarios.

(Jorge Teiller, En el mudo corazón del bosque, 1997)

Pintura

Se envenena el color pero tú insistes contra las paredes, salpicando filas que ruedan desde más arriba de las cabezas hasta que se frenan con un chirrido en las rodillas, oyes frotar el pelo redondeado sobre las esquirlas del pasado hecho azar en el gotelé y notas en las espinillas que se le saltan lágrimas de pintura al paisaje interior.

Miras al suelo y todo es un universo negativo, una vía láctea semidesnatada que viaja a velocidad de curvatura sobre el ferrogres amarronado, una galaxia que se estrella sobre un plástico de los chinos tan fino que el aire de cada paso lo levanta sobre sus cuartos traseros y relincha en tus suelas y todo se pone perdido de dibujos simétricos sobre el polvo.

El color no reacciona, maquillas la pared pero se vuelve ceniza, de un lila irisado a contratiempo, taladrado por la luz de la tarde que renuncia a su imperio temporal sobre las calles. Y nada es la tinta que apenas se desliza ya cansada sobre el yeso, cada blanco es un trozo de bombilla de una lámpara de madera y por mucho que el agua redunda en el barro, siempre queda alguna gota que resiste.

Y vienes aquí después de haber proyectado desde el sillón de los ojos cerrados doce tonos de color sobre la estancia sin que ninguno te sirva y piensas que ahora que todo es oscuro, que qué importa salmón o coral, quién distingue chocolate de avellana, hacia dónde se mira el blanco que hay por debajo del azul.

Nunca sabemos si merece la pena, si el resultado nos dará el descanso necesario. Nunca sabremos si habrá un instante en el que contemplar sentados la obra terminada y sentirse en paz. Nunca sabremos si el esfuerzo habrá valido la pena, si era mejor aquel blanco rodado que éste amarillo roto, si el espacio podrá parecernos otro aun siendo el mismo, si el color de los sueños tiene que ver con el de las paredes que los albergan.

Nunca sabremos nada de eso, pero vamos, vida, sin saber hacia dónde ni cómo, esperando encontrar algún color que matice la tarde, hay que pintarse los interiores de nuevo y poco a poco.

Vamos amor, que nada se sabe, excepto que nos mancharemos, que lo mancharemos todo y que ahí comienza el camino, que ese es el objetivo, tener algo siempre a medias, dispuestos a cambiarle el color a cada instante de la vida.

Qué ternura, o quizás no sea la palabra,
discutir sobre colores por teléfono,
planear la arena próxima, el siguiente agua,
rodar entrelazados sobre un texto
como si fuese una suave cuesta
o una cama,
caminar sin rumbo por la casa
buscando el rincón donde sentirse más cercanos,
mirar al infinito mientras se le habla
a las paredes.

Quizás ternura no sea la palabra
y haya que inventar un gesto alternativo,
un color luminoso, una nota nueva,
otro concepto de silencio.

Quizás ternura no sea la palabra
y este poema no conduzca
más que a la misma soledad
de la que vino.

Estamos en paz

Supongo que a mis maestros les debo
las primeras letras aprendidas,
como debo a mis padres y abuelos
las primeras palabras,
que luego he ido olvidando poco a poco,
y los primeros pasos,
que después he ido torciendo
yo solo.

A mis hijos les adeudo, también,
las primeras palabras,
que he ido recordando poco a poco,
y los primeros pasos,
que he ido enderezando
con su ayuda.

Le debo al primer amor, supongo
-y digo que supongo
porque cada uno que vino
fue siempre el primero-,
este punto de explosión en el pecho
que algunas veces me redime
de mantener la vida intacta.

A los amigos también les debo
todas las otras redenciones
y unos cuantos cubatas
de esos que desanudan
la soga del cuello.

La mirada perdida es lo que adeudo
a multitud de poetas que admiro
-algunos de lo cuales incluso cantan.

A mis congéneres les agradezco
que no me hayan dejado ser demasiado distinto,
a las mujeres, que no me vean feo,
a los vecinos, les debo mi gusto por el silencio
y su empeño en que siempre se debe seguir
un estricto horario
para sacar correctamente la basura.

A los sacerdotes les debo la fe en mí mismo
y los monjes mi gusto por el gregoriano.

A los sicólogos, que me hayan hecho el honor
de poner todos mis complejos en sus libros.

Debo a los ordenadores la extinción total
de mi caligrafía y esta sequedad continua de los ojos.

Debo, a quienes me leen, una impenitente
adicción a mirar por si hay comentarios.
A Mark Knopfler y a Paco de Lucía
tengo que agradecerles
su teoría de las cuerdas del universo,
y a José Luis Cuerda, que amanezca siempre
por el lado correcto.

Debo, en fin, a cientos de personas,
cientos de pensamientos, habilidades, noticias,
risotadas o sonrisas, compras con tarjeta,
malabares del corazón, complicidades técnicas
y un puñado de anécdotas que algún día contaré.

En cambio, a ti no te debo nada.

Porque sí,
es cierto que me has enseñado a escribir
cuando no puedo hacerte el boca a boca.

Por eso,
con este poema,
ahora que lo escribo,
ahora que lo lees,
respiramos,
y por fin juntos
estamos en paz.

AHORA

Me has enseñado a respirar

Juan Gelman

(Piedad Bonnett)