Diez mandamientos

Encontrar otro modo de ver como pasan los días. Cambiar de libro la contabilidad y anotar en ella sólo los abonos, ignorando lo que cuesta conseguirlos.

Inventar cada día al menos una frase que contenga virtudes del otro, ignorando que todo será mentira tarde o temprano.

Saludar con alegría, poner entusiasmo en las horas comunes, sacudirse la pereza y expulsarla del sofá, ignorando que toda rutina primero pareció maravilla.

Añadir al vocabulario las palabras que alguna vez nos salvaron la vida y volverlas a poner de moda, ignorando que las medicinas pierden su efecto si se toman en demasía.

Equivocarse por exceso, decidir en primera persona, ignorando que tal vez el otro no sea capaz de oponerse.

Dividir las respuestas en síes y noes, desterrar los «me da igual», los «como quieras» y la tibieza, ignorando que tal vez, una hora más tarde, haya que desdecirse y dar marcha atrás.

Pedir explicaciones y pedir que no sean largas, ignorando que posiblemente todo el mundo se pone a la defensiva.

Cambiar las horas jazztel por minutos del brillo de la piel a la luz de telecinco, ignorando la incomodidad y el regreso solitario.

Agradecer al pasado que haya pasado, agradecer el presente justo cuando está sucediendo, confiar en lo venidero como si fuese a ocurrir, ignorando que las ruinas siempre acaban llegando a tiempo.

Responder con pasión a la pasión, y no con compasión. Ignorando, en fin, que lo único que no cansa es aquello que se acaba.

Estos diez mandamientos, se resumen en dos:

Que la ignorancia es la fuerza y que es muy atrevida…

Y que la vida es del color del cristal con que se mira a quienes tienes a tu lado.

los teléfonos debieran ser parte
                             de la poesía
-la poesía está llena de recuerdos-
Hoy, una llamada solitaria
hizo rodar de nuevo el pasado a mi falda.

Se murieron tres años
                                casi cuatro.

Un bigote se movió sobre unos labios
murmurando
cosas triviales, de todos los dfas
que cómo están los niños,
si al fin me voy a Francia
que la perra tiene
                             tres cachorros
que cómo creció Carlos.

Y el teléfono de ayer me dijo
Cuánto te quiero.

Cuánto te extra no.

(Ana María Rodas)

Mendiga voz
Y aún me atrevo a amar
el sonido de la luz en una hora muerta,
el color del tiempo en un muro abandonado.

En mi mirada lo he perdido todo.

Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay.

(Alejandra Pizarnik)

Samba

Menciono algunas veces el desencanto y otras veces hablo del descreimiento. No son lo mismo, aunque todo son pérdidas.

Desencantado o descreído es alguien a quien le han robado, que se ha dejado quitar, que ha extraviado o dilapidado un tesoro; aunque son tesoros diferentes en cada caso.

O simplemente, que se le ha escurrido por entre los dedos, por mucha fuerza con que apretara las manos. Supongo que la vida sólo te da aquello que puede quitarte o, quizás, es que te lo da para que lo gastes, lo desgastes y se lo devuelvas vacío, inútil, inerme.

Y desde las pérdidas, la vida resulta tristemente sencilla de entender, especialmente, cuando desaparece el asombro y todo lo que brilla se mide en gasto de combustible en lugar de en maravilla de colores.

Cuesta creer la policía amable, el tío sensato, la ausencia de mafias, el estilo clásico de los besos y el «burn out» que desaparece acariciando caballos. Cuesta creer que «to er mundo e güeno» y aún más cuesta traducir los cuentos de hadas al siglo de las leyes de extranjería.

Los trabajos basura son reales, como el miedo a las estaciones y a las luces azules y al fragor de la burocracia. Es lo bienaventurado lo que resulta raro en un mundo de vilipendios; lo prudente, el atisbo de un exceso en un tiempo de demoliciones sin medida, es lo más difícil de tragar.

Debo tener alguna resistencia rota. La resistencia a la maravilla, el potenciómetro del desánimo desencajado, la válvula de la ilusión atorada.

Cuando perdemos la inconsciencia, dejamos de ser intocables y, en cada abrazo, perdemos un poco más del polvo de las alas de mariposa con las que volamos.

Pero, en realidad, de lo que quiero hablar es de lo contrario. De que aún hay veredictos que pueden sorprendernos y devolvernos a la vida. De que aún hay corazones inamovibles que consiguen temblar en mitad de una historia.

En definitiva, quiero decir que hay momentos de perfil que nos salvagurdan de esa máquina de asfaltar caminos a la que llamamos rutina. Que hay películas que se miden en el brillo de unos ojos, en la comisura de una sonrisa, en el peso de una cabeza vencida contra tu hombro.

Contra lo descreído, propongo pasión. Contra el desencanto, olvido. Y contra ambos juntos y asumidos, propongo samba. Y alguien que me enseñe a bailarla.

Alabanza tuya
Es malo que haya
gente imprescindible.

No es muy buena
la gente que a sabiendas
se vuelve imprescindible.

La fruta
ha de continuar atesorando sol,
no ha de menguar la fuerza del torrente
si por acaso un día
se pierden unos labios.

Pero
         -y este pero me abrasa-
no puedo
decir que sea malo
que tú seas imprescindible.

(Jorge Riechmann)

Amor
Es esto:
Transacciones sin efectivo.

La manta siempre un poco corta.

El contacto flojo.

Buscar más allá del horizonte.

Rozar con cuatro zapatos las hojas muertas
y frotar mentalmente pies desnudos.

Arrendar y tomar en arriendo corazones;
o en la habitación con ducha y espejo,
en un coche alquilado, con el capó hacia la luna,
dondequiera que la inocencia se baja
y quema su programa,
suena la palabra en falsete,
cada vez diferente y nueva.

Hoy, ante la taquilla aún cerrada,
susurran, de la mano,
el avergonzado viejo y la vieja delicada.

La película prometía amor.

(Günter Grass)

Felicidad

Si es que no decimos claramente lo que querermos o si es que no queremos claramente lo que decimos, el caso es que todo el mundo es infeliz.

Sea porque queremos lo que no podemos o porque podemos lo que no queremos, el caso es que la infelicidad se expande por el mundo.

Buen padre y siquiatra, sensible maestra compositora, timido y solitario agente de seguros, sensual escritora de éxito, vecina amante del helado, esposos de largo abolengo conyugal o madre orgullosa, la frustación nos catapulta hacia la paradoja de la infelicidad.

Quizás, del mismo modo que la vida acaba en muerte irremisible y que, por tanto, sólo el roce con el camino a través de los pasos ofrece alguna clase de sentido al viajero, tal vez, también, sean las lágrimas y las risas las que midan el trayecto que une y separa la felicidad de la existencia.

Quiero decir que nos queda el deseo, que es esa lucecita caprichosa que alumbra siempre el otro lado del la calle en la que estamos, que hace resplandecer otro cuerpo como si en su brillo estuviera el bálsamo y todas las curas.

Quiero decir que sin el ansia, sin la pulsión hacia la otra orilla, sin el latido contradictorio de un pensamiento que al expandirse nos contrae, sin la ausencia imaginaria de eso tan apetecible que vemos en los otros, tal vez no seríamos humanos.

Entiendo que las personas no somos hasta que no deseamos, que vivir es ir persiguiendo sombras, que sentir conduce a imaginar. Entiendo que no, que yo no pregunto, yo deseo.

Sea porque la pasión es lo que nos mantiene vivos, sea porque estamos vivos para mantener la pasión, el caso es que nadie es feliz en mitad de la maraña. Y nunca se llega a la zanahoria que colgamos en la punta del palo; y, cuando se llega, resulta que estaba hecha de un aire que se muerde con rabia y deja la garganta llena de polvo.

Quizás la felicidad esté en el último poema, en la familia de cinco soledades reunidas en la misma mesa, a donde llegar con ojos de chiquillo y decir sonriendo «me he corrido».

Pero sea porque no escuchamos correctamente lo que nos dicen, o sea porque no nos dicen correctamente lo que escuchamos, el caso es que siempre queda un final pendiente de resolver en todas las historias y un alguien a quien acercarse del que, más tarde, luego, nos querremos alejar completamente.

LA CONDENA
El que posee el oro añora el barro.

El dueño de la luz forja tinieblas.

El que adora a su dios teme a su dios.

El que no tiene dios tiembla en la noche.

Quien encontró el amor no lo buscaba.

Quien lo busca se encuentra con su sombra.

Quien trazó laberintos pide una rosa blanca.

El dueño de la rosa sueña con laberintos.

Aquel que halló el lugar piensa en marcharse.

El que no lo halló nunca
es un desdichado.

Aquel que cifró el mundo con palabras
desprecia las palabras.

Quien busca las palabras lo cifren
halla sólo palabras.

Nunca la posesión está cumplida.

Errático el deseo, el pensamiento.

Todo lo que se tiene es una niebla
y las vidas ajenas son la vida.

Nuestros tesoros son tesoros falsos.

Y somos los ladrones de tesoros.

(Felipe Benítez Reyes)

No sé por dónde empezar

Hablar a oscuras sobre la luz partida, recreando esa mezcla de afecto y angustia que nos va acercando lentamente sobre un beso. Permanecer atentos cuando el verbo corroer se amortigua sobre la pulcritud de una pregunta que nadie hace.

Entonces, escrutar el sabor que genera una idea discutible, combatir el fragor de los gestos idénticos con señas inequívocas, elaboradamente descuidadas hasta parecer una tormenta del horizonte que no termina de venir ni de alejarse.

Seguir fracturando esta pasión encogida que me carcome, adoptando un enfoque indolente, un modo ingenuo de desafiar al éxito sin necesitar adorarlo en primera persona.

Y, en contra del instinto de creer que se sabe cómo se es, amortiguar cada destello con un agradecimiento o contra una disculpa, recomponerse en los labios del otro y viajar con las manos sobre un vientre suave.

Me gustaría cambiar el sueño inquieto de esta noche por una conversación interminable y sin sentido, cuando ya los cuerpos dejan de pesar y las lenguas olvidan el final de cada frase, que se difumina entre sábanas con aspecto de mecánico cansado.

Pero no sé por dónde empezarla.

DE VISITA
Cuando llegue la hora, no hagas ruido.

La casa bulliciosa
olvidará tu paso al poco de irte
como se olvida un sueño desabrido.

No te valdrá el amor ni la paciente
entrega a su cuidado.

Márchate silenciosa,
suavemente.

Entre sus moradores, alguien crece
para quien defendiste la techumbre,
los muros y los altos ventanales
donde la luz cernida comparece
cada nueva mañana.

Es la costumbre:
Permanecer no entraba en el contrato
y es preciso partir
(de todos modos,
no pensabas quedarte mucho rato).

(Jon Juaristi, Diario de un poeta recién cansado, 1985)