El amor es extraño

Cuando se llora por la ausencia de un cuerpo doméstico desaparecido del propio tálamo, el amor es extraño.

Cuando se discute contra un familiar adolescente por la cantidad de arte que tienen tus cuadros, el amor es extraño.

Cuando te invita a rezar la misma persona que te despide de tu trabajo, el amor es extraño.

Cuando no hay sitio para dos, cuando el lugar de cada uno es tan escaso que se estorba, cuando el teléfono es el cordón umbilical y la ciudad se hace tan grande que desespera, el amor es extraño.

Y es una anónima la que cierra un final que se abre, y es un muchacho ajeno el que porta el último recuerdo, y es un completo desconocido el que ofrece hogar. Y son los libros franceses los que desatan la catástrofe minúscula de la ira, y un paisaje hacia el este se queda atrapado en la tela, y un corazón es lo que se parte en mitad de una fiesta.

Cuando la despedida se atranca en plena boca de metro, el amor es extraño. El odio, en cambio, es mucho más sencillo de entender.

Y es un recuerdo lo que queda, lo poco que queda, de un amor que es extraño, que siempre es extraño. Especialmente extraño cuando me miro aqui solo escribiendo delante de este invento y no consigo dejar de echarte de menos.

Quizá es que el amor, el amor común y corriente, nos resulta familiar en el principio y, más tarde, cuando los cuerpos se acostumbran a dejar de ser invitados, el amor resulta un huésped extraño porque se va acercando hacia un no tener final más digno que su comienzo.

Y mucho, muchísimo más esta semana de flores y bombones de doble filo.

Las mujeres y las armas
II

Lo expresa una palabra: desencanto.

Ningún dolor concreto o abandono,
más bien esa actitud que a su partida
el dolor nos contagia:
cierta desconfianza y un asombro
extraño ante la dicha.

Que en el amor no sean
las palabras tan sólo lo gastado,
pues como en un poema que pretendo feliz
y me traiciona, en él he perseguido, siempre,
algún final más digno a sus comienzos.

En la desposesión que se repite
ya lágrimas no encuentro,
una resurrección, ninguna muerte
pudiera todavía emocionarme,
pues somos la costumbre del fracaso.

Pero yo sé que habrá, de vez en cuando,
algún modesto obsequio de los días:
alcohol y noches, tangos, libros, cuerpos,
o quizá el verso hermoso que hoy me huye:
escudo ante las llamas, armas blancas
contra el devastador ejército del tiempo.

(Vicente Gallego)

Las horas corrientes

Desde que empecé a ser niño, desde que no podía ser otra cosa que niño, mis años empiezan en septiembre y acaban en junio. Y julio y agosto son extraños pasadizos del tiempo, dos dunas contiguas del mismo desierto en el que me quedo perdido.

Sin embargo, no consigo evadirme de esta manía recopilatoria que trae diciembre con motivo del cambio de calendarios. Todo ayuda: la navidad que nos aprieta, el frío que nos amilana, los telediarios que recaudan catástrofes y reaniman partidos del siglo que nunca lo fueron.

Todo el mundo intenta refrescar sus efemérides varias, vistas con el color del cristal de ahora, y se esfuerzan en presentarlas como singulares, decisivas, extraordinarias. Que no digo que no lo sean, que precisamente por que lo son retintinean en nuestra memoria con un sonido más llamativo que cualquiera otras.

Pero yo quisiera recordar mi año a través de las horas corrientes, de los días normales. Esas jornadas en las que trabajé sin que pasara nada digno de mención, las tardes en que esperé visitas que no aparecieron, las noches en que nadie me llamó para dar una vuelta.

Los momentos en que salí a andar y vi el sol ponerse o alumbrar redondo el cielo. Las horas de música, las películas olvidables y sin palomitas, el ajetreo de las compras y la ceremonia de las gasolineras. Quiero recordar las palabras irrelevantes que dije y me dijeron, los gestos inútiles que se perdieron en la penumbra, las noches solitarias de sueños que no consigo recordar.

Porque las horas corrientes también son vida, porque las rutinas domestican el paso del tiempo y lo vuelven de nuestra medida, porque todo lo repetido pesa profundamente sobre los corazones, quiero recordar de este año que termina todas las horas comunes que son comunes a muchas otras vidas.

Los minutos en que me inventaba palabras que decirte al oído, las horas en que uno imagina encuentros fugaces, el ordinario momento de fregar una sola copa y hacer una cama que solo tiene deshecho el lado izquierdo. El tránsito de escaleras, el tiempo de los atascos, las colas en la caja del supermercado, las horas de navegación sin rumbo por las páginas de internet, las conversaciones conmigo mismo sobre asuntos que ahora, ya, ni siquiera importan.

El brillo con que la memoria embadurna los sucesos que guarda es incontrolable. Por eso, también yo tengo mis efemérides, que andan generalmente cerca del corazón. Pero es que quisiera que dejaran de serlo, que se convirtieran en horas normales y corrientes, en minutos básicos, en segundos frecuentes.

Pareciera que, en esta vida, aquello que no nos quema es que no está encendido, que lo que no brilla un instante no tiene luz. Puede que sea cierto y que vivir sea ir perdiendo destellos por entre la inmensidad de lo oscuro.

Pero yo espero todas esas horas corrientes del año que viene con mucha curiosidad, lleno de ilusión. Sí, llámame iluso si quieres, pero eso no impedirá que deje de creer lo que ya creo: que las horas ordinarias, contigo, dejan de serlo.

Porque extraordinario no es lo que nos pasa, sino quienes nos lo convierten.

POSDATA
Todo está en este cuarto, y me acompaña:
las jornadas tranquilas junto al mar,
la luz que vi y que he sido algún instante,
la roca que frecuento, el abandono
en que caigo después de las comidas
tras fatigar el centro de mi cuerpo
con un golpe de sal, el balneario
sin cristales, las villas del paseo
que un nuevo otoño ha despoblado,
la tormenta y los gritos de las aves,
un ajetreo sordo que me envuelve
cuando todo transcurre en la inminencia
de una ignorancia última que es
conocimiento último y sencillo:
esta dicha modesta de saberme
aquí, ahora, yo. No hay más. Acepto.

(Vicente Gallego)

EN LAS HORAS OSCURAS…
En las horas oscuras
que van creciendo en nuestras vidas
al igual que la noche se alarga en el invierno,
en esas horas, a menudo,
una imagen tenaz y hermosa me consuela.

Regreso hasta una playa de otro tiempo,
todavía cercano. Es un día precioso
de final de septiembre, brilla el mar
con su estructura lenta, sugestivo y exacto
como un cuchillo. Quedan
unos cuantos bañistas a esa hora
dudosa de la tarde, y no estoy solo,
un grupo de muchachas me acompaña,
el sol dora sus cuerpos de diecisiete años,
y es ya fresca la brisa, y en sus nucas
la humedad reaviva el aroma a colonia.

Y la tarde transcurre dulcemente,
mas sin gloria especial, y las muchachas ríen,
y me dan su alegría, aunque no amo a ninguna,
y hay un aire de adiós en cada cosa:
en el mes avanzado, en los bañistas,
en el estío lento, en aquellas muchachas
que desconozco hoy, y en la luz de la playa.

Apuré aquel momento agradecido,
al igual que se goza un hermoso regalo,
en su dicha sereno, destinado a perderse
tras la felicidad frecuente de esos años.

Y ahora comprendo que en aquella tarde
algo más que belleza se ocultaba,
porque su luz me salva, muchas veces,
en las horas oscuras, y se empeña,
con una obstinación absurda que me asombra,
en volver a mis ojos y a mis días.

En las horas oscuras
una imagen tenaz y hermosa me consuela,
y me lleva al verano y a una tarde.

y yo aún me pregunto por qué vuelve,
y qué es lo que perdí en aquella playa.

(Vicente Gallego)

El insomnio del astronauta

Con este corcho en los sentidos, con las nubes en la cabeza, voy flotando por los pasillos de mi vida, suavemente aterrizando entre paso y paso.

Noto la levedad, esa que me empuja a subir hacia arriba y luego me deja caer muy despacio a merced del viento sideral.

Metido dentro de la escafandra, sin poder traspasar mi piel -que es mi primera y mi última frontera- y escapar de mí mismo, no sé si buzo montado del Canadá o astronauta en la Luna, todo me pasa de puntillas, como una nata bien fotografiada sobre un plato sin flan.

Llamo a Houston a cada hora y la respuesta que obtengo es siempre la misma, que todos están ocupados, que me atenderán en breves momentos. Y tengo que colgar el aparato antes de que el hilo musical me amanse la feria.

Las cosas normales ya me parecen funestas y, que el cielo esté encaladrillado, ha dejado de ser un trabalenguas para convertirse en la descripción más exacta de una hora muerta mirando al techo.

No quiero ser distinto, pero es que ser un alguien corriente me resulta complicado porque, de este mundo en el que no estoy, ya sólo me importan las personas. Y no todas, debo añadir.

El oxígeno se me acaba y el rozamiento con la atmósfera me da más frío que miedo. No sé qué será de mí cuando americe en el verano que viene y tenga que atragantarme de desierto.

«Houston, tengo un problema», les digo, porque noto un asma rara, un pellizco profundo en el estómago, una ansiedad insoportable que abre mil veces todos los frigoríficos. Y me veo, triste astronauta, embutido en el traje oficial de los domingos de paseo, mirando una alarma que me parpadea en el corazón diciendo: «Desabróchese el cinturón y respire dentro de la bolsa».

TEXTURA DE SUEÑO
No he visto el día
más que a través de tu ausencia
de tu ausencia redonda que envuelve mi paso agitado,
mi respiración de mujer sola.

Hay que están hechos para morirse o para llorar,
días poblados de fantasmas y ecos
en los que ando sobresaltada,
pareciéndome que el pasado va a abrir la puerta
y que hoy será ayer,
tus manos, tus ojos, tu estar conmigo,
lo que hace tan poco era tan real
y ahora tiene la misma
textura del sueño.

(Gioconda Belli)