Pequeñas mentiras sin importancia

 Nadie es suficiente para ser el centro de una vida que no sea la propia. Nadie es suficiente, pero todos somos útiles. Y puede que algunos sean necesarios, los menos.

Cuando me envías señales, cuando me echas de menos, apenas puedo conciliar dos sentimientos contrarios, muy contrarios.

Hay una parte de alegría en el hecho de parecer necesario, una alegría que linda con la soberbia y con el amor propio. Un estado de ánimo positivo al saber que las huellas que nos vamos dejando consciente o inconscientemente, no se borran con la facilidad de un paisaje o con el hielo de un vaso.

También en mí ocurre lo mismo, si es que es lo mismo lo que se nombra igual. Sea cual sea el escenario, los actores, el guión de la rutina o del espectáculo, yo siempre te añado. A veces con tanta fuerza que, pasado el tiempo, cuando la memoria se descuida, no consigo recordar si hablé contigo o con tu ausencia. Y me extraña que tú no recuerdes lo ocurrido y luego me sorprende que me extrañe.

Pero hay otra parte contraria. Una desazón que se acumula conforme voy descubriendo que uno se acostumbra a echar de menos a otro. Un miedo a que, precisamente eso, sea el punto de partida del olvido. Porque en eso consiste olvidar, en acostumbrarse a la ausencia y seguir viviendo.

Acostumbrarse nos deja respirar, porque no se puede vivir sin aliento, sin un espacio en que la velocidad del mundo aminore y deje de atenazarnos el vértigo. Acostumbrarse permite que la vida siga, cosa que haría de todos modos, pero nos deja que sigamos en ella.

Sin embargo, las costumbres no nos mueven, sino lo contrario, nos anestesian, nos atan a las rutinas, nos cierran las ventanas. Aquello que no nos remueve, no está vivo, no es cierto: solo son pequeñas mentiras sin importancia que necesitamos para no sucumbir.

Una vez te dije que cambiaría tu vida de puertas para adentro. Otra pequeña mentira sin importancia que te pido que me perdones. Era un propósito verdadero, un modo de ponerle palabras a un sueño. Un exceso de confianza en mis sentimientos y en mi capacidad.

Pero no. La única persona que puede cambiar tu vida por dentro, eres tú. Yo nunca seré suficiente, sólo puedo querer estar allí para ayudarte en el combate que nunca termina, para que no sientas la soledad contra molinos o para acercarte agua entre batallas.

A pesar de que ahora ya sé que son pequeñas mentiras sin importancia, déjame decirte que cada vez encuentro formas más perversas de echarte de menos. Supongo que lo hago para intentar encontrar el improbable equilibrio entre acostumbrarme y no.

Encontrarás al hombre de tus sueños

Porque son las emociones las que nos mueven, la ilusión siempre funciona mejor que las pastillas.

Uno está como está por méritos propios. Claro que no todas las vidas son igual de cómodas desde el nacimiento, ni tenemos todo lo que merecemos ni merecemos todo lo que tenemos.

Pero quiero decir que los barrotes de la jaula en la que estamos los hemos torneado nosotros, los hemos pintado de un color inventado y los hemos soldado a nuestro alrededor con la dejadez, que es una materia mucho más dura que el estaño.

La cosa es complicada: las casas sin puertas, el camino solitario, la madrugada, nos dan miedo. Pero, al mismo tiempo, tener puertas es como verlas siempre cerradas; encontrar compañía para el viaje incluye la necesidad de ajustar el paso; el mediodía nos cansa y nos aburre.

Vivimos para escapar de algún laberinto. Si tiene paredes altas, malo, y, si no las tiene, peor. Y, si algún día encontramos una salida, y la perseguimos, y la atravesamos, no pasará de unas cuántas lunas que busquemos el siguiente laberinto en el que meternos gustosamente.

Pero -y creo que en eso estaremos de acuerdo-, este viaje resulta menos pesado cuando alguien nos susurra al oído un engaño convincente, algún detonante de ilusiones que, aunque sabemos de sobra que acabarán en desencanto, mientras brillan, nos hacen brillar y convierten las paredes del laberinto en un paisaje amistoso.

El infierno está a una casualidad del paraíso, a un minuto de distancia, a un parpadeo de temperatura, a una palabra del abismo. El pozo sin fondo está justo al lado de la luz que se adivina al final del túnel.

Quien tiene oro añora el barro y ve a su mujer más atractiva desde la ventana de su amante, uno se ve más joven cuando se abrillanta el espejo en que se mira, la medianoche parece americana cuando se refulge de alegría, la posibilidad de un hijo es más alta allende la tapia. Lo que tienen los demás siempre es mejor que lo que nosotros hemos aprendido a despreciar.

Sería interesante no dar por terminado el laberínto y seguirlo construyendo, mirar lo propio con ojos de forastero, ser capaz de seguir encendiendo sonrisas de niña de colegio de monjas en un rostro ya consabido. Sería fantástico buscar al hombre de tus sueños y recordar que lo tienes en el sofá. Sería fantástico estar en el sofá y recordar que eres el hombre de algún sueño y encontrar el modo de seguirlo siendo.

La ilusión funciona siempre mejor que las pastillas. Hay que llenarse la vida de películas y creer, durante todo el tiempo posible, que acabarán en un plano largo, en medio de un precioso jardín, mientras la cámara abre el campo y se deja adivinar un beso al fondo, a ritmo de soul.

La condena
El que posee el oro añora el barro.

El dueño de la luz forja tinieblas.

El que adora a su dios teme a su dios.

El que no tiene dios tiembla en la noche.

Quien encontró el amor no lo buscaba.

Quien lo busca se encuentra con su sombra.

Quien trazó laberintos pide una rosa blanca.

El dueño de la rosa sueña con laberintos.

Aquel que halló el lugar piensa en marcharse.

El que no lo halló nunca
es desdichado.

Aquel que cifró el mundo con palabras
desprecia las palabras.

Quien busca las palabras que lo cifren
halla sólo palabras.

Nunca la posesión está cumplida.

Errático el deseo, el pensamiento.

Todo lo que se tiene es una niebla
y las vidas ajenas son la vida.

Nuestros tesoros son tesoros falsos.

(Felipe Benítez Reyes)

La vida en un día

Saluda a mamá y apaga el incienso, desayuna huevos, afeítate por primera vez.

Esta es la hora en que la línea que divide los mundos se hace más delgada, abuela, quería decirte que soy gay y no sabía muy bien cómo te lo ibas a tomar.

Ella ha dicho que no, que no quiere nada conmigo. Es la hora de la siesta, cuando salgo de casa no sé si viviré para volver.

Lo que más temo es la muerte o las arañas, lo que más amo es a mi familia o a los gatos, lo que me levanta por las mañanas es una creencia que no siempre se cumple.

Mi padre cuida de mí y me trae la comida mientras me gano la plata. Es la primera vez que me afeito, doy gracias a quienes me cuidan en el hospital, quiero que por fin se reunan las dos Coreas, así se desayuna en Minessotta y he venido a Dubai para mandar dinero a mi familia.

Hoy no ha pasado nada extraordinario, pero quiero que el mundo sepa que estoy viva. Tú eres un pequeño milagro y te pareces a tu padre, en el estiércol las flores salen más hermosas, corramos a casa que va a empezar a llover.

Llevo mucho sin ver a mi viejo y quiero llevarlo a comer hamburguesas, estuvieron a punto de echarte del colegio, pero has conseguido graduarte. Esta es mi pistola, le echamos de comer a los cerdos, llevo mis ofrendas a Vishnú, empieza la jornada en el mercado de flores, voy a conseguir que el coronel haga el tonto para la cámara.

Me visto para la cita por skype con excitación, pero cuando se acaba no puedo evitar llorar. Mamá, no sirvió tu consejo y me ha dado calabazas.

¿Y si Dios no existiera y cuando nos muramos nos quedamos ahí, muertos, nada más? Dios tiene muchos nombres. Le temía al cáncer y lo tuve; luego temí que lo tuvieses tú, y lo tuviste.

Ya no le tengo miedo a nada. Aunque, ¿me véis?, así soy yo y eso es precisamente lo que más temo.

La vida, por dentro, como nos corre por las venas, es igual en todas partes.

Encuentro
Si la vida
nos regala otro encuentro
te dejaré ser tú
seré
sencillamente yo
Escucharé
la melodía
de tu música
y la mía
cuando se unan
(María Clara González)

Mujeres en el parque

«Prefiero no verte», le dice la chica joven a su novio. Acaban de follar salvajemente en el portal y ella se hunde. «No quiero hacerte daño, estoy mal», le dice, a lo que él responde: «pues no me lo hagas».

Su padre se ha divorciado y su madre no lo entiende, o viceversa, da igual. «Prefiero no verte», le dice. ¿Acaso sabemos por qué preferimos o dejamos de preferir?

Es sencillo dar un paso atrás, es la tentación permanente. Tampoco es difícil darlo hacia adelante, es cuestión de seguir el impulso y no hacer caso de las consecuencias. Pero hay que contar con las ganas, y distinguirlas de la voluntad. Porque las primeras son burbujas, que se rompen y se recomponen soplando sobre el jabón. Pero la otra es un pulso, un latido, un tic-tac que nunca te deja tranquilo.

Lo sé porque aún me pasa, que las ganas de retroceder hierven o se congelan, que siempre me siento a punto de dar un paso atrás (o hacia adelante, que no está clara la dirección de la vida). Ninguna vez escapo de la explosión intacto, ninguna vez soy culpable del todo.

«Eres un mierda, papá», dice la chica entre sollozos. Porque el verdadero peligro de dar el paso adelante, no es mover el pie, apoyarlo, encontrar el nuevo equilibrio. No, el verdadero peligro siempre consiste en darlo a tiempo.

Y las dos cosas son fáciles, adelante y atrás, solo es necesario dejarse llevar por el miedo o por el impulso, por las ganas o por la necesidad. Lo más difícil es mantenerse, quieto, sin decidir, sufriendo, soportando una vida que no se quiere.

En esto no hay verdad, sólo convencimiento, sólo emoción, solo interés. Por que no sabemos la razón de nuestras preferencias, simplemente, preferimos. Preferimos la comodidad, estar a salvo, el coste emocional menos gravoso para las conciencias. Y uno da un paso adelante o atrás, a veces los dos a la vez, simplemente para escapar hacia no se sabe donde.

Por mucho que se piense, por más señales que se manifiesten (evidencias para unos, casualidades para otros), nunca se sabe qué tren es el nuestro, si se llama Ana o Clara, si es ahora o habrá que esperar a luego.

Nunca se sabe y por eso admito, entiendo, creo, que el amor y la vida son cuestiones de voluntad. Voluntad, a veces desganada, pero voluntad. Y el resto solo son adjetivos posesivos que hemos leído en alguna parte, visto en alguna película o escuchado a unas mujeres que hablaban en el parque.

Envíos
Todo lo que se da llega a destiempo.

           No existe otra manera.

Entre el ojo y la mano hay un abismo.

Entre el quiero y el puedo hay un ahogado.

Un país que asoma su cabeza deforme en una
           carta,
y va a darse a destiempo, nada es lo que
           esperabas.

Y lo que llega envuelto en papel de regalo se irá
           sucio de odio.

Bailamos entre los escombros de una cita.

Dibujamos una taza de café en el desierto.

Vivimos de sumar y de restar:
lo que te da el amor, lo que te quita el miedo.

Al final nos entregan los huesos de un perfume.

Aún así persistimos.

En alguna montaña vive un pez resbaloso.

Entre números rotos se desliza una estrella.

(Jorge Boccanera)

Como todas las mañanas

Como todas las mañanas de este verano apacible y no tan desértico como muchos de sus predecesores, me levanto tarde. He perdido el control del sueño, como siempre lo pierdo en cuanto me descuido un poco, y mi cuerpo me dicta los pasos a seguir.

No puedo achacarle al calor mis desavenencias con las horas de la cama. Quizás sea mi propia naturaleza la que me empuje a esta noche perpetua en la que me sumerjo, debo decir, que con agrado. Siempre he pensado que, de noche, el mundo es más pequeño, y ahora entiendo que yo solo sé ir por caminos estrechos y mal iluminados.

El caso es que no hago nada en todo el día. Nada que se pueda plasmar en una novela de éxito, nada que se pueda contar a desconocidos vagamente familiares ni a familiares vagamente desconocidos. Nada que rellene una conversación medio sensata entre dos adultos responsables y coherentes. Nada.

Y sin embargo paso las venticuatro horas del día, y digo venticuatro porque me temo que también durante mis sueños me dedico al fantaseo, imaginando situaciones, sucesos, conversaciones, rostros… Me dedico a «vivir» en mis propias carnes, muertes, enfermedades, rupturas, éxitos, idilios, sexo y un buen número más de anécdotas imposibles que no se pueden contar.

Porque la vida por dentro es la vida o, al menos, mi vida, la vivo intensamente durante las horas lentas que rellenan estos días de espera. Pero no puedo contar mi vida a nadie, ni siquiera a ti, porque no es la verdad verdadera que todo el mundo reclama con la devoción de una fe a la que aferrarse.

No es ni cierta ni falsa, solo es mi vida conmigo, el modo que tengo que pensar, de sentir y de contarme a mí mismo todas las mentiras que necesito para averiguar hacia dónde quiero caminar.

Como todas las mañanas, y todas las tardes, y todas las noches, una de mis dedicaciones consiste en intentar encontrar algo de esa vida que pueda decirte por teléfono. Pero a duras penas encuentro algo que no me dé pudor contarte; a duras penas encuentro algo que no me dé un miedo atroz explicarte; a duras penas encuentro algo de mí que decirte sin llamar a la decepción.

Conociste más de mí cuando escribía para nadie que cuando hablo contigo. Me duele la veracidad de esa afirmación y, sin embargo, no se me ocurre otra manera de vivir más cerca del escaparate.

Como todas las mañanas, converso contigo sin que estés presente y luego, cuando lo estás, callo lo conversado. A pesar de tanto tiempo pasado, a pesar tantas palabras vertidas, de tanto amor y tanta poesía, te tengo miedo. Eres el enemigo y, en cuanto algo se me escape que no te guste, volverá la escena del malentendido y nos alejaremos un poco más.

Como todas las mañanas me levanto con miedo. Pero no es miedo a perderte, sino a estropearlo todo en el último instante.

Supongo que es un miedo que solo perderé cuando ya todo esté estropeado y sea imposible volver atrás. Y como todas las mañanas pienso, espero, deseo, que no sea hoy.

Deixis en fantasma
Aquello.

No eso.

Ni
-mucho menos- esto.

Aquello.

Lo que está en el umbral
de mi fortuna.

Nunca llamado, nunca
esperado siquiera;
sólo presencia que no ocupa espacio,
sombra o luz fiel al borde de mí mismo
que ni el viento arrebata, ni la lluvia disuelve,
ni el sol marchita, ni la noche apaga.

Tenue cabo de brisa
que me ataba a la vida dulcemente.

Aquello
que quizá hubiese sido
posible,
que sería posible todavía
hoy o mañana si no fuese
un sueño.

(Ángel González)

El sentimiento nuevo

Cuando escucho toser a hierro, cuando no tengo noticias o no son buenas, cuando veo ojos mirando al suelo, reconozco tener un sentimiento nuevo.

Una bola de plomo se me adhiere al estómago y me cuesta respirar. Entonces no puedo dar sino pasos cortos, apenas levantando los pies del suelo, en trayectos que nunca son rectos, sino que se oblicuan sobre algún mueble en el que pueda sentarme llegado el caso.

Noto una especie de nudo en la garganta, que no es de llanto ni de grito, sino de silencio. Me tiemblan las manos y procuro tenerlas escondidas en los bolsillos todo lo que puedo.

Sucede que las alegrías cotidianas son más tenues, que no consigo sostener el fino hilo de las conversaciones en las que me veo envuelto de repente, que mi mente deja de estar en blanco para volverse gris y lenta.

No consigo concentrarme en nada útil, leer me parece una utopía y escribir una odisea por entre palabras que me llegan sin orden ni concierto ni objetivo ni belleza.

A veces, el nuevo sentimiento, se parece a un enfado. Como un enfado sin nombre contra cosas innombrables, como una angustia de perdedor mal acostumbrado, como si variara el centro de gravedad de una rabia interior y se desplazara mucho más adentro.

Cuando escucho los adjetivos de la derrota como principal argumento, cuando detecto, en otra voz que sale rota, los armónicos de la decepción. Cuando entreveo el aura inconfundible de la tristeza en cada conversación, padezco enseguida los primeros síntomas de un sentimiento nuevo.

A veces se parece a una transfusión de estupor ajeno y rh negativo, como si se produjera un siniestro de tristezas con daño a terceros, como una arruga del alma que no hay modo de alisar de nuevo. Como una ansiedad impropia, como un pellizco profundo por debajo del diafragma, como un asma que convierte los pensamientos en materia tóxica.

Digo que es nuevo, no porque yo lo haya inventado, ni porque sea el único que lo padece. Sino porque no consigo nombrarlo adecuadamente ni expulsarlo de ninguna manera. Y me enturbia las noches y me ralentiza los días y me convierte las tardes en interminables.

Sólo se me ocurre correr, saltar a la calle de nadie, perderme entre la gente, mirar escaparates que no me interesan o poner alguna música que conozco y cantarla a voz en grito.

También puede ser que no sea tan nuevo este sentimiento, sino que sea antiguo y regrese con renovado efecto. Quizás, simplemente, el miedo a perder el infinito ahora, justo ahora que está tan cerca, en la palma de la mano. Tal vez sea un contagio de temores rubios con agravante navideño. Es posible que se trate de una fisura mal curada en la esperanza o un pinchazo en las ruedas de un sueño.

No consigo sacudírmelo y que caiga al suelo, para dejar de mirar con gula las pastillas prohibidas y con ira la incertidumbre que cada día dibuja en el cielo.

Pero no podrá conmigo. Tarde o temprano, encontraré el modo de respirar hondo y reír al mismo tiempo. Y este nuevo sentimiento, pasará con honores a su lugar preferente en el olvido, como han pasado tantos otros, como tienen que pasar muchos de los venideros.

El miedo, no. Tal vez, alta calina,
la posibilidad del miedo, el muro
que puede derrumbarse, porque es cierto
que detrás está el mar.

El miedo, no. El miedo tiene rostro,
es exterior, concreto,
como un fusil, como una cerradura,
como un niño sufriendo,
como lo negro que se esconde en todas
las bocas de los hombres.

El miedo, no, Tal vez sólo el estigma
de los hijos del miedo.

Es una angosta calle interminable
con todas las ventanas apagadas.

Es una hilera de viscosas manos
amables, sí, no amigas.

Es una pesadilla
de espeluznantes y corteses ritos.

El miedo, no. El miedo es un portazo.

Estoy hablando aquí de un laberinto
de puertas entornadas, con supuestas
razones para ser, para no ser,
para clasificar la desventura,
o la ventura, el pan, o la mirada
-ternura y miedo y frío- por los hijos
que crecen. Y el silencio.

Y las ciudades rutilantes, huecas.

Y la mediocridad, como una lava
caliente, derramada
sobre el trigo, y la voz, y las ideas.

No es el miedo. Aún no ha llegado el miedo.

Pero vendrá. Es la conciencia doble
de que la paz también es movimiento.

Y lo digo en voz alta y receloso.

Y no es el miedo, no. Es la certeza
de que me estoy jugando, en una carta,
lo único que pude,
tallo a tallo, hacinar para los hombres.
(Rafael Guillén)