Posibilidad de flores

Me gustaría escribir una noche con posibilidad de flores, esculpir un brindis que alce una copa dulce sobre el destino y la arroje después a la chimenea, rodar un sueño con el móvil y subirlo a alguna clase de nube con todos mis nombres impresos en los títulos de crédito.

Al fin y al cabo, la materia de la vida es intangible y, se use el método que se use para retenerla, es tan inútil como cualquier otro. Se lance el sortilegio que se lance, al doblar la siguiente esquina, la princesa y el sapo cambiarán de papel y de cuento, y volverán a encontrarse o no en el abismo de un beso.

Porque la realidad dura un instante que viene empujado por el siguiente. Después de un día, aparece otro diferente y concatenado. Más allá de cada abrazo, de cada dedo que surca una piel con arrugas, más allá de cada palabra repetida al oído, queda una puerta que suena a hueco al cerrarse.

Pero el futuro es incesante –una víspera infinita nos tiene atrapados en su telaraña– y el deseo es débil excusa contra la siguiente línea del código que el caos ejecuta mientras se derrite, como un terrón amargo de incertidumbre, en un centímetro de mar.

Ya no sé si poner en palabras los sueños es traicionarlos, pintarles una diana en la espalda, delatarlos al departamento de decepciones venideras; o lavarse los ojos y los labios antes de la próxima tormenta de arena que está esperando en las manecillas del reloj. Ya no sé hasta dónde hubieran subido las burbujas que explotaron al tocarlas con dedo de niño y que salpicaron una vida adulta que nunca consigo recordar exactamente como fue.

Aunque a estas alturas del desencanto, no me parece justo tanto anunciar el tercer acto y no plantear siquiera el nudo. Dejar que todo lo escrito se resuelva en gancho, en promesa de jugoso cotilleo que antecede a la publicidad.

No me arrepiento de haber comenzado lo escrito, no me arrepiento de haber escrito el comienzo, no me arrepiento, tampoco, de haber imaginado antes de tiempo varios finales abiertos y sin corazón. No me arrepiento de ninguna palabra de las que te he susurrado al oído.

Es sólo que me gustaría que, alguna vez alguien, me las dijera a mí a su modo crudo, en su idioma de no tener mano para las macetas. Que me ofrezcan coger una rosa por el trozo sin espinas, o una margarita trucada, que tenga los pétalos contados para acertar.

Que alguna vez alguien me reviente una metáfora en el pecho que pinte mis ojos más verdes y traidores de lo que son.

Y, en fin, que me gustaría escribir una noche con posibilidad de flores, aunque sé que pronunciar los deseos en voz alta los convierte en piedra y ya no puedes fiarte de ellos.

Destino
Matamos lo que amamos. Lo demás
no ha estado vivo nunca.

Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere
un olvido, una ausencia, a veces menos.

Matamos lo que amamos. ¡Que cese ya esta asfixia
de respirar con un pulmón ajeno!
El aire no es bastante
para los dos. Y no basta la tierra
para los cuerpos juntos
y la ración de la esperanza es poca
y el dolor no se puede compartir.

El hombre es animal de soledades,
ciervo con una flecha en el ijar
que huye y se desangra.

¡Ah! pero el odio, su fijeza insomne
de pupilas de vidrio; su actitud
que es a la vez reposo y amenaza.

El ciervo va a beber y en el agua aparece
el reflejo de un tigre.

El ciervo bebe el agua y la imagen. Se vuelve
– antes que lo devoren – ( cómplice, fascinado )
igual a su enemigo.

Damos la vida sólo a lo que odiamos.

(Rosario Castellanos)

Voz en off

Sexo, y no sería necesario más título para llamar la atención. Pero, por si faltaba algo, además sucede en Nueva York. Que es una de esas ciudades invisibles en las que todos hemos habitado alguna tarde líquida o somnolienta.

Sexo y, sin embargo, no hace más que chorrear la palabra amor por las comisuras de la voz en off de la experimentada protagonista que nos va relatando los sentimientos de algunos personajes. Una voz en off siempre acertada y distante, saltando entre frases de azucarillo y estribillos de canciones.

Sexo y su guerra de géneros, en donde todo es terrible o sublime los diez primeros minutos; y luego pasa a ser grave antes de convertirse en normal y corriente. Eso sí, entre zapatos de quinientos dólares y cojines de trescientos, que es donde el amor -¿o era el sexo?- se desliza mejor y más brilla y da más esplendor.

Sexo y voz en off, vestidos caros, grandes áticos y mucha dignidad la de todos los intervinientes. Sexo y, posiblemente, no sólo en Nueva York, sino en cualquier gran ciudad repleta de desconocidos y de dinero.

Sexo y amor, pero sin voz en off. Prefiero estar presente, sea cual sea la ciudad que nos escoge y la cantidad de luz que dejemos pasar por entre las dudas. Sexo y amor, con sus correspondientes metáforas, y su acidez y su cursilería y su compañía y sus celos y su modo obtuso de agriar las conversaciones y su táctica dulce de remendarlas luego, más tarde, a oscuras.

Sexo y amor, si quieren decir vida. Y no seguir teniendo la voz en off.

Yo sé
que el tierno amor escoge sus ciudades
y cada pasión toma un domicilio,
un modo diferente de andar por los pasillos
o de apagar las luces.

Y sé
que hay un portal dormido en cada labio,
un ascensor sin números,
una escalera llena de pequeños paréntesis.

Sé que cada ilusión
tiene formas distintas
de inventar corazones o pronunciar los nombres
al coger el teléfono.

Sé que cada esperanza
busca siempre un camino
para tapar su sombra desnuda con las sábanas
cuando va a despertarse.

Y sé
que hay una fecha, un día, detrás de cada calle,
un rencor deseable,
un arrepentimiento, a medias, en el cuerpo.

Yo sé
que el amor tiene letras diferentes
para escribir: me voy, para decir:
regreso de improviso. Cada tiempo de dudas
necesita un paisaje.

(Luís García Montero)