Días señalados

Tengo que acordarme de señalar en el calendario este día, que ya va terminando, con una marca indeleble. Una marca bien visible, pero discreta, que no llame la atención de los transeúntes. Los números no me sirven, se repiten tanto, tantas veces, que su significado se vuelve frágil con el tiempo.

He descartado el aspa grande, esa que se pone en los días que se tiran a la basura, como cuando el viejo profesor no encuentra ni los pies ni la cabeza de tu ejercicio y te suspende. Tampoco la uve me gusta, porque no ha sido victoria, sino evitarle al devenir otra derrota de las que acechan incansables. Y odio los círculos, porque a veces no se cierran, porque otras veces se vuelven viciosos o, lo que es peor, equidistantes, fríos, inexpugnables.

Prefiero poner una cruz pequeña, como la que se escribe en los mapas del tesoro entre el árbol solitario y la roca con forma de nariz. Una cruz pequeña y decidida, un beso en la carta de una mano temblorosa, un empate en el pronóstico de la jornada.

Porque llegarán los días que me estropeen la vida, quiero guardar marcados los que merecieron la pena ser vividos: los que me regalaron el gesto preciso, los que me alumbraron la risa perfecta, los que consiguieron que el minuto de cielo durara tres cuartos de hora.

Llegarán entonces con la hiedra enredada en la memoria, las ruinas que cambian de dueño. Pero yo miraré, nuevamente asombrado, el firmamento de las crucecitas de un calendario de propósito desconocido y que ya no recordaré haber guardado.

Como no recordaré, posiblemente, ni nombres, ni rostros, ni la caricia de la vida que quise ocultar bajo la señal. Quizás, entonces, ya no distinga entre el sueño y la vigilia, ni recuerde que existen milagros cotidianos a través de unos ojillos chicos que se agrandan entornándose, como endulzando ese tiempo que algunas veces se le consigue robar a la cordura.

Pero sé que miraré embobado el brillo envejecido de los días señalados y sabré esbozar la sonrisa etrusca de quien tiene un secreto en la punta de los labios; un secreto que ya nadie entenderá.

Ojalá, entonces, me encuentre alrededor unos ojos marcados, en los que pueda reconocer este mismo brillo de calendario.

LAS TARDES
Ya casi no recuerdo las mañanas,
su tiempo azul y claro,
lejos quedan, perdidas en colegios
o en piscinas extrañas e indolentes.

Porque sentimos duro el despertar
retrasamos ahora
la luz que nos fatiga los despegados ojos.

Y es un destino oscuro el de las tardes,
en ellas aprendí que llegará la noche,
y que es inútil
cualquier esfuerzo por burlar la historia
equivocada y triste de los años.

He vivido en la espera absurda de la vida,
cuando he gozado
ha sido con reservas; amé creyendo en el amor
que habría luego de venir, y que faltó a la cita,
y renuncié al placer por la promesa
de una dicha más alta en el futuro incierto.

Pero los días, al pasar, no son
el generoso rey que cumple su palabra,
sino el ladrón taimado que nos miente.

Con su certeza
nos convierte la edad en más mezquinos,
nos enseña a amar lo que nos duele,
las cosas más pequeñas, aquello que ahora somos
y tenemos: la música suave, nuestros cuerpos,
el calor de la estancia y el cansancio.

Buscamos la derrota de las tardes, su tregua
en la exigencia vana de una gloria
que ya no nos seduce. Nos convierte
la edad en más obscenos, y aceptamos
cualquier regalo aunque parezca pobre:
esa boca gastada por el uso, tan dulce aún,
el fuego antiguo y leve de la carne,
los viejos libros, los amigos justos,
un poema mediocre, pero nuestro,
y la costumbre extraña
de ser al fin felices en la sombra.

Es un destino oscuro el de las tardes,
pero también hermoso
y breve como el paso de los hombres.

(Vicente Gallego, Los ojos del extraño, 1990)

VARIACIÓN SOBRE UNA METÁFORA BARROCA

A Carlos Aleixandre

Y ahora miro esa flor
igual que la miraron los poetas barrocos,
cifrando una metáfora en su destino breve:
tomé la vida por un vaso
que había que beber
y había que llenar al mismo tiempo,
guardando provisión para días oscuros;
y si ese vaso fue la vida,
fue la rosa mi empeño para el vaso.

Y he buscado en la sombra de esta tarde
esa luz de aquel día, y en el polvo
que es ahora la flor, su antiguo aroma,
y en la sombra y el polvo ya no estaba
la sombra de la mano que la trajo.

Y ahora veo que la dicha, y que la luz,
y todas esas cosas que quisiéramos
conservar en el vaso,
son igual que las rosas: han sabido los días
traerme algunas, pero
¿qué quedó de esas rosas en mi vida
o en el fondo del vaso?
(Vicente Gallego, Los ojos del extraño, 1990)

Corta historia de amor

Como en una pequeña historia de amor, al principio no sabes de dónde viene, ni cómo ha aparecido. Suele suceder que nadie se explica nada, que solo se siente, que se está como fuera del mundo y del tiempo. Que en un sólo rostro sucede todo lo que importa.

Luego nos hacemos adolescentes que juegan, como en una corta historia de amor, con gestos incontenibles y palabras desmesuradas para la edad que se tiene. Vienen sueños revueltos, se imagina y se inventa, las leyes de la física no tienen validez. Y el azar se pone de nuestra parte y nuestra parte pone los dos pies en el día de mañana.

Nos vamos conociendo irremisiblemente, jóvenes alocados que se toman la sensatez como píldoras de la realidad que nos decepciona. Aprendemos cuánto vale un sí, lo poco que dura; y cómo duele cada no y la longitud de su eco. Dejamos un pie en mañana, el otro queremos que pise hoy y casi nunca se logra. Pero, como en una tierna historia de amor, todavía manda la inconsciencia de seguir el camino hasta donde nos lleve.

Adultos ya, dejamos de esperar y queremos que llegue todo ahora. Pedimos cuentas, exigimos resultados, aplicamos leyes contables que no habíamos escrito o, si hay suerte, suscribimos tratados de no agresión. Como en una trágica historia de amor, descubrimos la infidelidad de no haber sido quienes creíamos ser. Pintamos la verdad con lágrimas y rabia, la gran estafa del mundo nos transforma en cínicos cuando descubrimos que algunos sueños duelen más que la realidad.

Y luego todo es recordar o perder la memoria, retrasar el deterioro, sobrellevar la impotencia. Ancianos que esperan lo irremediable deseando que tarde en llegar, cuando todo lo que se mastica sabe a ceniza, cuando, como en una antigua historia de amor, se nos infecta aquello que no hicimos y que ni siquiera sabemos por qué.

Recostados sobre el ayer, asustados por el goteo de aquello que se nos va yendo y ensordecidos por el torrente de todo lo que ya no llegará, sólo queda pedir que el tercer acto sea rápido y nos dé tiempo, una vez, por fin, a tener las riendas. Como en una amarga historia de amor, nos gusta legar a quienes nos importan eso que ya no nos importará, eso que ahora nos preguntamos si realmente era lo que importaba.

No sé bien de qué te estoy hablando. Porque confieso que hay ratos en los que no sé distinguir si nuestra vida es una corta historia de amor o si es que nuestra corta historia de amor es la vida. Ni consigo aclararme si la edad que tenemos es la que creemos tener.

Aunque te digo que esto: saber bien lo que me espera, tener la certeza de que, aquello que durante tanto tiempo se deseó alcanzar, luego pasa como un soplo y se acaba con amargura, es el antídoto que empleo contra la impaciencia.

Ese antídoto que tú me pides y que, en el fondo, no quisiera darte. Porque es, precisamente tu impaciencia, ese hueco en el que siento que mi corazón late con más fuerza. Con tanta que, a veces, se me olvida tomarme la pastilla.

LO QUE PUEDA CONTAROS…
Lo que pueda contaros
es todo lo que sé desde el dolor
y eso nunca se inventa.

Porque llegar aquí fue una larga sentina,
un extraño viaje,
una curva de sangre sobre el río,
mientras todo era un grito
y ya se perfilaba resuelto en latigazos
el crepúsculo.

Las historias se cuentan con los ojos del frío
y algún sabor a sal y paso a paso
-lengua y camino-
porque la sangre se nos va despacio,
sin borbotón apenas,
desmadejadamente por los labios.

Las historias se cuentan una vez y se pierden.

(Javier Egea)

Ensayo y error

Te acordarás enseguida, porque la memoria
es un tigre acorralado por el tiempo,
que de los aciertos y de las rimas
ya no te queda ni rastro;
si acaso,
un color indistinguible en las tardes aburridas,
una luz avejentada y estática sobre los pájaros.

En cada error estuvo el bronce
de lo que fuimos. La mano
que nos va esculpiendo a golpes
siempre empuña el espasmo,
el afilado borde que tiene
todo aquello que no hicimos.

Pero si te fijas, las flechas
que no dieron en el blanco,
las notas desafinadas en la partitura,
los borrones que se esconden
en la cara oculta de cada página,
son la brújula que nos ahuyenta
hacia el siguiente naufragio,
hacia el próximo huracán.

Hay que desenvainar el futuro,
sin medir la altura de la vida
por la que se transita,
y abrirse paso por el mundo,
con más temor de olvido que de fracaso,
pues sólo hay un error terrible,
una única e inexorable equivocación última:
esa que ya nadie, entonces,
sabrá perdonarnos.

LA PIEDAD DEL TIEMPO
¿En qué oscuro rincón del tiempo que ya ha muerto
viven aún,
ardiendo, aquellos muslos?
Le dan luz todavía
a estos ojos tan viejos y engañados,
que ahora vuelven a ser el milagro que fueron:
deseo de una carne, y la alegría
de lo que no se niega.

La vida es el naufragio de una obstinada imagen
que ya nunca sabremos si existió,
pues sólo pertenece a un lugar extinguido.

(Francisco Brines, La última costa, 1995)