Las horas corrientes

Desde que empecé a ser niño, desde que no podía ser otra cosa que niño, mis años empiezan en septiembre y acaban en junio. Y julio y agosto son extraños pasadizos del tiempo, dos dunas contiguas del mismo desierto en el que me quedo perdido.

Sin embargo, no consigo evadirme de esta manía recopilatoria que trae diciembre con motivo del cambio de calendarios. Todo ayuda: la navidad que nos aprieta, el frío que nos amilana, los telediarios que recaudan catástrofes y reaniman partidos del siglo que nunca lo fueron.

Todo el mundo intenta refrescar sus efemérides varias, vistas con el color del cristal de ahora, y se esfuerzan en presentarlas como singulares, decisivas, extraordinarias. Que no digo que no lo sean, que precisamente por que lo son retintinean en nuestra memoria con un sonido más llamativo que cualquiera otras.

Pero yo quisiera recordar mi año a través de las horas corrientes, de los días normales. Esas jornadas en las que trabajé sin que pasara nada digno de mención, las tardes en que esperé visitas que no aparecieron, las noches en que nadie me llamó para dar una vuelta.

Los momentos en que salí a andar y vi el sol ponerse o alumbrar redondo el cielo. Las horas de música, las películas olvidables y sin palomitas, el ajetreo de las compras y la ceremonia de las gasolineras. Quiero recordar las palabras irrelevantes que dije y me dijeron, los gestos inútiles que se perdieron en la penumbra, las noches solitarias de sueños que no consigo recordar.

Porque las horas corrientes también son vida, porque las rutinas domestican el paso del tiempo y lo vuelven de nuestra medida, porque todo lo repetido pesa profundamente sobre los corazones, quiero recordar de este año que termina todas las horas comunes que son comunes a muchas otras vidas.

Los minutos en que me inventaba palabras que decirte al oído, las horas en que uno imagina encuentros fugaces, el ordinario momento de fregar una sola copa y hacer una cama que solo tiene deshecho el lado izquierdo. El tránsito de escaleras, el tiempo de los atascos, las colas en la caja del supermercado, las horas de navegación sin rumbo por las páginas de internet, las conversaciones conmigo mismo sobre asuntos que ahora, ya, ni siquiera importan.

El brillo con que la memoria embadurna los sucesos que guarda es incontrolable. Por eso, también yo tengo mis efemérides, que andan generalmente cerca del corazón. Pero es que quisiera que dejaran de serlo, que se convirtieran en horas normales y corrientes, en minutos básicos, en segundos frecuentes.

Pareciera que, en esta vida, aquello que no nos quema es que no está encendido, que lo que no brilla un instante no tiene luz. Puede que sea cierto y que vivir sea ir perdiendo destellos por entre la inmensidad de lo oscuro.

Pero yo espero todas esas horas corrientes del año que viene con mucha curiosidad, lleno de ilusión. Sí, llámame iluso si quieres, pero eso no impedirá que deje de creer lo que ya creo: que las horas ordinarias, contigo, dejan de serlo.

Porque extraordinario no es lo que nos pasa, sino quienes nos lo convierten.

POSDATA
Todo está en este cuarto, y me acompaña:
las jornadas tranquilas junto al mar,
la luz que vi y que he sido algún instante,
la roca que frecuento, el abandono
en que caigo después de las comidas
tras fatigar el centro de mi cuerpo
con un golpe de sal, el balneario
sin cristales, las villas del paseo
que un nuevo otoño ha despoblado,
la tormenta y los gritos de las aves,
un ajetreo sordo que me envuelve
cuando todo transcurre en la inminencia
de una ignorancia última que es
conocimiento último y sencillo:
esta dicha modesta de saberme
aquí, ahora, yo. No hay más. Acepto.

(Vicente Gallego)

EN LAS HORAS OSCURAS…
En las horas oscuras
que van creciendo en nuestras vidas
al igual que la noche se alarga en el invierno,
en esas horas, a menudo,
una imagen tenaz y hermosa me consuela.

Regreso hasta una playa de otro tiempo,
todavía cercano. Es un día precioso
de final de septiembre, brilla el mar
con su estructura lenta, sugestivo y exacto
como un cuchillo. Quedan
unos cuantos bañistas a esa hora
dudosa de la tarde, y no estoy solo,
un grupo de muchachas me acompaña,
el sol dora sus cuerpos de diecisiete años,
y es ya fresca la brisa, y en sus nucas
la humedad reaviva el aroma a colonia.

Y la tarde transcurre dulcemente,
mas sin gloria especial, y las muchachas ríen,
y me dan su alegría, aunque no amo a ninguna,
y hay un aire de adiós en cada cosa:
en el mes avanzado, en los bañistas,
en el estío lento, en aquellas muchachas
que desconozco hoy, y en la luz de la playa.

Apuré aquel momento agradecido,
al igual que se goza un hermoso regalo,
en su dicha sereno, destinado a perderse
tras la felicidad frecuente de esos años.

Y ahora comprendo que en aquella tarde
algo más que belleza se ocultaba,
porque su luz me salva, muchas veces,
en las horas oscuras, y se empeña,
con una obstinación absurda que me asombra,
en volver a mis ojos y a mis días.

En las horas oscuras
una imagen tenaz y hermosa me consuela,
y me lleva al verano y a una tarde.

y yo aún me pregunto por qué vuelve,
y qué es lo que perdí en aquella playa.

(Vicente Gallego)

Un lugar para refugiarse

La noche es mal lugar para refugiarse, ni siquiera La Buena. Anda ahora enfadada con los árboles y vibra de oscuridad su monotonía de persianas. En la noche no hay caminos, es cierto, y puede parecer por eso que nadie va a encontrarte. Pero es que estar perdido no es lo mismo que salvarse.

La casa, la cama, el sofá, sirven como trincheras para domésticas batallas, son salvoconductos que tienen utilidad contra factura. Pero no son posadas las cárceles que uno levanta a su alrededor, por muy bien acabados que estén los barrotes, por bien acondicionada que tengamos la jaula nunca será un hogar si nos aprieta en el canto.

En la redondez de los relojes no hay sitio para esconderse, descartémoslo de inmediato. El tiempo arrasa todo lo que toca y no es buen refugio una barca que flota a la deriva, arrastrada por el río hasta la cascada final.

Y del amor prefiero no hablar demasiado alto. Porque es mal sitio para desguarnecerse y quedarse quieto, y mucho menos asombrado o loco. El amor no nos salvaguarda del desastre, más bien al contrario, lo llama a voces. Eso sí, voces rellenas de miel y de palabras que embriagan.

Tampoco la memoria es buen lugar para el refugio, y ni siquiera nos sirve el olvido. Porque es caprichosa, tanto como el azar, y luego, más tarde, cuando al fin queramos salir a campo abierto, puede empeñarse en retenernos en su laberinto de recuerdos y dolor.

Quizás podamos encontrar amparo en las cosas pequeñas, en el contenido de los cajones del dormitorio y en el tácito abrazo de las camisas. Quizás podamos encontrar albergue por entre los fogones de la cocina o entre las llaves que nos echamos en el bolsillo.

Quizás el refugio esté en las escaleras, en esas escaleras que siempre nos llevan al mismo sitio, en este suave silencio de teclas en casa vacía, en el tacto tenue del bolígrafo que escribe la lista de la compra, en la luz que se enciende cuando abres el frigorífico.

Puede que la rutina sea un buen lugar para refugiarse. Tal vez el único cobijo esté en esos actos repetidos que ya no sabemos bien cuando los aprendimos ni por qué. Es posible que podamos escudarnos en lo cotidiano intentando elevarlo hasta divino, agarrando la vida por su levedad.

Refugiarse, sí, y tomar fuerzas, pero luego hay sacar los cuerpos al aire, meternos de cabeza en lo venidero, afrontar el futuro que tenemos delante y resistir de pie hasta el próximo dolor, hasta encontrar el siguiente refugio, que estará detrás de alguna risa o, más probablemente, de algún llanto.

Sólo nos aislamos en las cosas pequeñas,
en la mínima y frágil libertad
de las cosas pequeñas
y nos cuesta en verdad dejarlas,
porque al abrigo de los inútiles objetos
inevitablemente cotidianos
existe todo un mundo no sabido de ternura.

Sólo nos aislamos,
sólo crecemos en las cosas pequeñas:
aquel pañuelo que llevamos siempre
doblado con tanto cuidado en el bolsillo,
la canción que recordamos de pronto,
un libro ya olvidado,
el gesto repetido tantas veces,
o la cosa más íntima
que nadie podría amar
como nosotros la amamos.

Se trata, bien mirado, de una constante
evasión hacia nosotros mismos,
hacia la más pura e íntima parte
de nosotros mismos,
convertida al fin y al cabo
-y nos sorprende siempre constatarlo-
en lo que más nos acerca al yo profundo
que vive adentro nuestro,
y sobre todo en lo que más intensamente
nos alienta a vivir.

(Miquel Marti i Pol)

Una tarde agradable

Te lo dije. O eso creo recordar. ¿Sabes? La memoria tiene fallos imperdonables. Uno olvida cosas que no quisiera haber olvidado y, sin embargo, recuerda obsesivamente todo aquello que es necesario olvidar para seguir adelante. ¿Qué haría yo si no tuviera tu certidumbre?

Y yo te dije que se podía parar el mundo, una hora, un minuto, un segundo, pero detenerlo, hacer que dejen de sonar los engranajes que lo mueven, conseguir no pensar en nada salvo en el momento que se vive.

Todo era imposible, ¿recuerdas? Todo lo que ya parece cotidiano, lo que ahora se supone que no consigue levantar polvo ni dejar huella en los calendarios, entonces fue imposible. Quiero creer, después de tanto nuevo y tan torpemente aprendido, que imposible sólo es una edad para los sucesos, como una infancia lejana y perdida, que a veces se añora con un regusto dulce en los labios.

Me contabas tu sueño, aquel en el que te despertabas y no había nadie y todo estaba en calma y no podías creerlo. Como me cuentas tus días felices mientras nos prometemos no sacudir el polvo de las alas de la mariposa, no arruinar con calor desmedido los copos de nieve, no alimentar la podredumbre con todo lo que durante tanto tiempo decoró nuestros sueños.

Benditos sean para siempre los restos de los naufragios, las sábanas revueltas, los platos sucios. Bendita sea la ceniza porque por ella sabemos del fuego. Bendito sea este aroma tenue y escurridizo con el que la felicidad se despide, esta palabra, agradable, que usamos para levantarnos a duras penas de entre la maravilla.

Te lo dije. Por muchos sueños que haya que ir abandonando, siempre quedan otros nuevos, sin estrenar, tan imposibles, ahí, al lado, como pompas de jabón que se estremecen con el viento, deseando romperse en la punta de nuestros dedos.

La vida plena
A algunos les han quitado las ganas de hablar,
pasan mudos por el amor, aman perros vagabundos
y tienen una piel tan sensible
que nuestros pequeños saludos cotidianos
pueden producirles heridas casi de muerte.

Nosotros, seres amables e inofensivos,
miramos los gatos enfermos, las mujeres con collares
que pasan por la calle
y sentimos un desamor agradable,
casi suficiente.

(Juana Bignozzi, Mujer de cierto orden, 1967)

Supiste quién era…
Supiste quién era
antes de que yo empezara a sospecharlo
ahora caminando por lejanas y míticas ciudades
soy tu triunfo
vos hiciste esa figura que recorre lugares que nunca conocerás
pero son sólo tuyos para siempre
vos los soñaste yo los conozco
para mí las fachadas
para vos el deseo
lo único posible de ser llamado eternidad
(Juana Bignozzi, Regreso a la patria, 1989)

H. M.
Que haría yo sin tus flores
que haría yo sin esta permanencia
de tu gesto y tu lugar
Que haría yo si debiera pensar
en pérdida olvido y sobre todo final
Que haría yo si no tuviera
la certidumbre de tu memoria
(Juana Bignozzi, Regreso a la patria, 1989)

Olvidaba decirte

Olvidaba decirte que todo lo que siento no te lo digo, que hay palabras que se me quedan dentro, que luego me llega la rabia de no habértelas dicho.

Para eso escribo, para que se me queden menos cosas en el tintero, para que mi falta de vocabulario no se vuelva sombra, por si mis problemas de memoria se deshicieran en versos.

No siempre consigo ponerme el corazón en la boca. Me guardo pensamientos por el pudor de sentirme pequeño, para no agobiar con flores a maría, porque no hay nada peor que sentir que se sobra. Me dejo dentro palabras que tendría que decirte al oído, que debería insertarlas entre tu dolor de cabeza haciéndose nuestro y mi mano resbalando por tu mentón.

Supongo que te lo imaginabas, que mi preferencia por los silencios escondía alguna trampa, que no me gusta vaciar los secretos sin aprovechar toda su ternura, que yo también tengo miedo de la cursilería que llevo dentro.

Pero quiero que sepas que, aunque no todo te lo digo, todas las palabras que te digo al oído son palabras sinceras, las siento tal y como las escribo, me las creo tal y como las pronuncio en voz baja. Cada palabra que te digo es verdad, aun sabiendo que nadie puede ser completamente objetivo.

Olvidaba decirte, también, que si notas que te acaricio, es porque me gusta hacerlo; que si me ves mirarte embobado, es porque lo estoy cuando te miro.

Y olvidaba decirte que, si te echo de menos, es porque quiero más.

DECIR, HACER
A Roman Jakobson
Entre lo que veo y digo,
Entre lo que digo y callo,
Entre lo que callo y sueño,
Entre lo que sueño y olvido
La poesía.

Se desliza entre el sí y el no:
dice
lo que callo,
calla
lo que digo,
sueña
lo que olvido.

No es un decir:
es un hacer.

Es un hacer
que es un decir.

La poesía
se dice y se oye:
es real.

Y apenas digo
es real,
se disipa.

¿Así es más real?
Idea palpable,
palabra
impalpable:
la poesía
va y viene
entre lo que es
y lo que no es.

Teje reflejos
y los desteje.

La poesía
siembra ojos en las páginas
siembra palabras en los ojos.

Los ojos hablan
las palabras miran,
las miradas piensan.

Oír
los pensamientos,
ver
lo que decimos
tocar
el cuerpo
de la idea.

Los ojos
se cierran
Las palabras se abren.

(Octavio Paz)

DESTINO DE POETA
¿Palabras? Sí, de aire,
y en el aire perdidas.

Déjame que me pierda entre palabras,
déjame ser el aire en unos labios,
un soplo vagabundo sin contornos
que el aire desvanece.

También la luz en sí misma se pierde.

(Octavio Paz)

Echar de menos

Y ahora ya es tarde para arrepentirse,
no aprendo, cuántas veces me pasa,
cuántas veces me pasa todo en esta vida
que el pasado no puede reescribirse
porque hay tintas que no se borran
ni con caricias ni con lágrimas,
y el dolor no puede calcularse,
ni el tamaño de la alegría que se pierde,
ni la profundidad del suspiro antes de la memoria,
ni puede mitigarse de ningún modo
este endeble acto de amor que consiste
en sentir a deshoras en el pecho
el volumen negativo de otro cuerpo frágil
que retuvimos entre los brazos,
y ahora ya es tarde para arrepentirse
para saber que no te di los suficientes
y que cuando me dijiste «dame ahora
los besos que no puedas darme luego»
tendría que haberte atornillado la boca con mis labios
y estar aún contando de uno en uno
los granos de arena que tiene una playa,
el sabor que deja la felicidad tierra adentro
sobre el suave cuerpo de un delito
siempre a punto de cometerse.

DECLARACIÓN DE AMOR

Haz el amor, no la guerra…

Yo sé que la guerra es probable;
sobre todo hoy
porque ha nacido un geranio.

Por favor, no apuntéis al cielo
con vuestras armas:
se asustan los gorriones,
es primavera,
llueve,
y está el campo pensativo.

Por favor,
derretiréis la luna que da sobre los pobres.

No tengo miedo,
no soy cobarde,
haría todo por mi patria;
pero no habléis tanto de cohetes atómicos,
que sucede una cosa terrible:
lo he besado poco.
(Carilda Oliver)

Álbum cincuenta

Acaso porque la ración de pasado que hoy me toca tiene el mismo gris que entra por la ventana, viajo suavemente hacia la chica que grita euforia a un mar lleno de espuma. Y vuelvo al niño que se debate entre la incomodidad húmeda del paso a paso y la voluntad reticente de mirar a la cámara.

Eran los días de la primera barba, los días de aquel viento que zumbaba gotas saladas sobre el pensamiento. Días de pasear por las bodas de aquellos sin nombre y sin paradero que habrán olvidado también el color dorado con que las chimeneas alumbran un instante.

Los días felices siempre pertenecen a otros y uno acaba estorbándose a la vista en el perímetro rectangular de las fotos donde descubre que, la memoria, es un mar sin espuma que nunca está en reposo. Un oleaje en el que los días se revuelcan y se revuelven.

Ninguno de los ausentes sospecha en este instante cuánto de su felicidad me pertenece. Antes de abordar el álbum cincuenta, tengo que apartarme a tirones el deseo viscoso de entregarte una tarde a la voracidad de los diafragmas.

Por si acaso vinieran días con el mismo gris que esta mañana, cuando toque arriar el corazón a la hora de levantarse, y pueda viajar suavemente hacia la niña abrazada que entorna los ojos como si no existiera otro sitio posible.

Porque los días felices siempre pertenecen a otros, yo tampoco puedo adivinar cuánto de mi felicidad te corresponde.

EL VIENTO MÁS…
El viento, más
que yo,
se fuma este cigarro
entre mis dedos,
dejándome el placer
de sólo tres o cuatro bocanadas,
y el mar expropia las palabras
que te digo,
porque, acostada, no me oyes.

El sol, el viento y la marea
te ensordecen
y cuando me levanto
para dar dos pasos,
viendo mis huellas que se imprimen
en la arena,
pienso que esas pisadas mienten,
que ya no piso así
desde hace no sé cuándo;
son huellas de otro
que sobrevive en mis pisadas; pues las mías
son mucho menos elocuentes.

Tú, en cambio, que me ves
completo e indivisible,
sabes mejor que nadie cómo soy mortal,
cómo mis huellas en la arena me describen
y cómo se plasma en ellas lo que soy,
sabes mejor que nadie cómo no escucharme.

(Fabio Morábito, Alguien de lava, 2002)