Palabras de otro (IX)

Yo no soy todos los relojes

Nadie conoce la regla infalible, el milímetro exacto, la cantidad precisa. Nadie sabe cuánta tristeza puede soportar un hombro, nadie puede asomarse a los abismos de la emoción y predecir el fondo de la caída.

Aun así, siempre hay alguien que persigue calcular el dolor, establecer una fórmula, demostrar un teorema. Aún así, siempre hay alguien que contabiliza las tristezas y las examina detenidamente.

Es un error medir la distancia a la que nos queda una lágrima, es un error comparar la cantidad de los abrazos y su duración media, es un error aplicar el factor insomnio al conjunto de los silencios.

Cuando un corazón se para en Toledo, cuando el cerebro se derrama por dentro sin avisar, cuando Santiago es un punto de fuga, los kilómetros no sirven para explicar la angustia, la consanguinidad no resuelve todos los misterios, la falta de poesía no anuncia si tiene un iceberg debajo.

Como tampoco sirve de nada comparar los alborozos y las desganas, ni predecir los aburrimientos y separarlos de sus víctimas o encontrar un rostro con historia en el pañuelo del mundo. De nada sirve planificar el movimiento de una hoja mecida por el aire asfixiante de julio si al final no sabemos qué van a darle en el concurso de traslados.

Quiero decir que yo no soy todos los relojes, que compartir mecanismo no resuelve la longitud de las manecillas que circulan sobre una pierna, ni el peso anónimo de los granos de arena que van cayendo sobre la tarde, ni la ferocidad de los engranajes discutiendo sobre el asombro.

Yo no soy todos los relojes, ni mido el tiempo del mismo modo; y aunque sean las diez y cinco para nosotros, estos dos minutos que has tardado en leerme ya no me pertenecen, no tienen que estar en hora para permanecer o esfumarse.

Sólo puedo llamar míos a los que me queden por darte.

Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las cinco
y soy una manija que calcula intereses
o dos manos que saltan sobre cuarenta teclas
o un oído que escucha como ladra el teléfono
o un tipo que hace números y les saca verdades.

Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las seis.

Podrías acercarte de sorpresa
y decirme «¿Qué tal?» y quedaríamos
yo con la mancha roja de tus labios
tú con el tizne azul de mi carbónico.

(Mario Benedetti)

Creative control

Inevitablemente, sentir conduce a imaginar, del mismo modo que creer nubla la vista hacia el color del cristal de las gafas detrás de las que surge la maravilla.

Porque toda maravilla es invención hasta alguien la mide, toda invención es un sueño hasta que alguien lo escribe, todo sueño es real hasta que la rutina no demuestre, tarde o temprano, lo contrario.

Y por contrario que parezca, todos los sucesivos viceversas también son verdad y, hasta que se demuestre la rutina, todo lo real es sueño, todo sueño es invención que aún no está escrita, toda invención es maravilla pendiente de su oportuno proceso de medida y catalogación.

Cómo es posible enamorarse de un holograma, de un recuerdo, de una voz… pensarán quienes pisan el barro y no admiten humo como animal de compañía. Y sin embargo, lo absolutamente cierto es que no hay más modo de enamorarse que perseguir sombras.

Porque el amor, que es una maravilla, siempre comienza en invención que se va transfundiendo a los sueños. Los sueños nos eligen entonces las palabras imprescindibles para que nadie mida, las palabras necesarias para que todo lo escrito nos apunte al corazón, las palabras imposibles que impiden que nos embista la rutina.

Podría decirse que amar consiste en llevar unas gafas que aumentan la realidad hasta convertirla en ficción. Unas gafas propias con las que nadie más puede ver lo que yo veo, porque nadie más puede inventarse mis miedos, ni soñar los sueños de Casandra, ni maravillarse como se maravillaría Lola Flores.

Y un día, sin saber bien ni cómo ni por qué, a fuerza de llevar siempre las gafas puestas, pierden su poder y desaparece el efecto, y con él la maravilla, la invención, el sueño y ese estado de ánimo que nos convertía en seres humanos únicos.

Desaparece el efecto y lo peor no es que que desaparezca, sino que olvidamos hasta el extremo del juramento airado que, una vez, durante algún tiempo, llevamos aquellas gafas puestas encima de una sonrisa extraña. Olvidamos que aquellos días con gafas han sido -¡y serán, no perdamos aún la miopía!- los mejores días de nuestra vida.

Y ahora freguemos la realidad de los platos sucios, pensemos en las rutinas de la cena y sus verdades televisivas, descansemos un rato en el sofá y caigamos en la cama, a ver si se nos pasa deprisa este insoportablemente largo ataque de sensatez con el que acaban todas las películas.

Ese gran simulacro
Cada vez que nos dan clases de
amnesia
como si nunca hubieran existido
los combustibles ojos del alma
o los labios de la pena huérfana
cada vez que nos dan clases de
amnesia
y nos conminan a borrar
la ebriedad del sufrimiento
me convenzo de que mi región
no es la farándula de otros
en mi región hay calvarios de
ausencia
muñones de porvenir / arrabales
de duelo
pero también candores de
mosqueta
pianos que arrancan lágrimas
cadáveres que miran aún desde
sus huertos
nostalgias inmóviles en un pozo
de otoño
sentimientos insoportablemente
actuales
que se niegan a morir allá en lo
oscuro
el olvido está lleno de memoria
que a veces no caben las
remembranzas
y hay que tirar rencores por la
borda
en el fondo el olvido es un gran
simulacro
nadie sabe ni puede / aunque
quiera / olvidar
un gran simulacro repleto de
fantasmas
esos romeros que peregrinan por
el olvido
como si fuese el camino de
santiago
el día o la noche en que el olvido
estalle
salte en pedazos o crepite /
los recuerdos atroces y de
maravilla
quebrarán los barrotes de fuego
arrastrarán por fin la verdad por
el mundo
y esa verdad será que no hay
olvido
(Mario Benedetti)

Como la niña pequeña…

Como la niña pequeña que espera en el porche a la hora de la salida del colegio con la mirada puesta en la, para ella, remota cancela del patio.

Y distingue, a lo lejos, la silueta delgada de un hombre joven que se acerca sonriendo, mientras grita entusiasmada «¡papiii!» y se muestra inquieta y desbordante.

Yo la observo con ojos de adulto y párpados de casa vacía. La sujeto por los hombros, con un ademán que pretende ser cariñoso –si bien no todo el mundo encuentra una película parecida al final de la misma retahila de fotogramas–, y le digo con un gesto concienzudamente desatendido: «No, espera a que venga».

Pero la niña pequeña no puede esperar. Ya hace rato que no está en el porche. Su cuerpo sigue pegado a mis piernas, pero ella hace tiempo que flota en las manos de aquel joven que se agacha y abre los  brazos para convertir el mundo en un espacio más cómodo y cercano.

No puede esperar y se me escurre entre los dedos y sólo acierto a decirle un «no corras» tan inútil y tan antiguo como aquel «que tengas cuidado» que oía en mi adolescencia. Entonces me doy por vencido y simplemente me dedico a mirar el balanceo gracioso de su mochila mientras se come a zancadas torpes la distancia a la que siempre se colocan los deseos.

No es justo que la vida no tenga posibilidad de cámara lenta. No es justo que de la euforia al llanto solo medie un parpadeo, que cuando se tiene el infinito en la palma de la mano nos pique ese punto de la espalda al que es imposible acceder si no se es contorsionista. No es justo que aprendamos a tropezar antes que a andar.

La escena termina en abrazo, es cierto, como quienquiera que nos haya acompañado hasta este renglón barruntaba desde el principio. Pero es un final retorcido, inhóspito, amargo. Real y, al mismo tiempo, torpemente inventado.

La metáfora da para mucho. Podría hablar ahora del llanto, de la risa, del deseo y de la frustración; podría desarrollar con alguna frase ingeniosa una teoría sobre el sueño y la pesadilla; podría, rizando un rizo literario, añadir una cántara de leche y reinventar un cuento. Incluso, podría poner Esperanza con mayúsculas y engarzar otra historia también adulta e infantil de contratiempos y desconsuelo.

Pero lo cierto es que lo que me lleva rondando la mente toda la tarde, es el hecho de que mañana –o a lo más tardar el lunes–, por suerte y por desgracia, el padre, la niña, los testigos presenciales y ustedes y yo mismo, habremos olvidado completamente esta anécdota dos veces infantil.

La olvidaremos incluso, aunque seamos nosotros los que estemos en el suelo, mascando polvo y autocompasión, temiendo que no haya nadie que venga a levantarnos. La olvidaremos porque siempre cuesta un poquito empezar a sentirse desgraciado y porque quien no encuentra consuelo es porque no lo necesita.

La culpa es de uno
Quizá fue una hecatombe de esperanzas
un derrumbe de algún modo previsto,
ah, pero mi tristeza sólo tuvo un sentido,
todas mis intuiciones se asomaron
para verme sufrir
y por cierto me vieron.

Hasta aquí había hecho y rehecho
mis trayectos contigo,
hasta aquí había apostado
a inventar la verdad,
pero vos encontraste la manera,
una manera tierna
y a la vez implacable,
de deshauciar mi amor.

Con un sólo pronóstico lo quitaste
de los suburbios de tu vida posible,
lo envolviste en nostalgias,
lo cargaste por cuadras y cuadras,
y despacito
sin que el aire nocturno lo advirtiera,
ahí nomás lo dejaste
a solas con su suerte que no es mucha.

Creo que tenés razón,
la culpa es de uno cuando no enamora
y no de los pretextos
ni del tiempo.

Hace mucho, muchísimo,
que yo no me enfrentaba
como anoche al espejo
y fue implacable como vos
mas no fue tierno.

Ahora estoy solo,
francamente solo,
siempre cuesta un poquito
empezar a sentirse desgraciado.

Antes de regresar
a mis lóbregos cuarteles de invierno,
con los ojos bien secos
por si acaso,
miro como te vas adentrando en la niebla
y empiezo a recordarte.

(Mario Benedetti)

Yo no soy todos los relojes

Nadie conoce la regla infalible, el milímetro exacto, la cantidad precisa. Nadie sabe cuánta tristeza puede soportar un hombro, nadie puede asomarse a los abismos de la emoción y predecir el fondo de la caída.

Aun así, siempre hay alguien que persigue calcular el dolor, establecer una fórmula, demostrar un teorema. Aún así, siempre hay alguien que contabiliza las tristezas y las examina detenidamente.

Es un error medir la distancia a la que nos queda una lágrima, es un error comparar la cantidad de los abrazos y su duración media, es un error aplicar el factor insomnio al conjunto de los silencios.

Cuando un corazón se para en Toledo, cuando el cerebro se derrama por dentro sin avisar, cuando Santiago es un punto de fuga, los kilómetros no sirven para explicar la angustia, la consanguinidad no resuelve todos los misterios, la falta de poesía no anuncia si tiene un iceberg debajo.

Como tampoco sirve de nada comparar los alborozos y las desganas, ni predecir los aburrimientos y separarlos de sus víctimas o encontrar un rostro con historia en el pañuelo del mundo. De nada sirve planificar el movimiento de una hoja mecida por el aire asfixiante de julio si al final no sabemos qué van a darle en el concurso de traslados.

Quiero decir que yo no soy todos los relojes, que compartir mecanismo no resuelve la longitud de las manecillas que circulan sobre una pierna, ni el peso anónimo de los granos de arena que van cayendo sobre la tarde, ni la ferocidad de los engranajes discutiendo sobre el asombro.

Yo no soy todos los relojes, ni mido el tiempo del mismo modo; y aunque sean las diez y cinco para nosotros, estos dos minutos que has tardado en leerme ya no me pertenecen, no tienen que estar en hora para permanecer o esfumarse.

Sólo puedo llamar míos a los que me queden por darte.

Amor de tarde
Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las cuatro
y acabo la planilla y pienso diez minutos
y estiro las piernas como todas las tardes
y hago así con los hombros para aflojar la espalda
y me doblo los dedos y les saco mentiras.

Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las cinco
y soy una manija que calcula intereses
o dos manos que saltan sobre cuarenta teclas
o un oído que escucha como ladra el teléfono
o un tipo que hace números y les saca verdades.

Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las seis.

Podrías acercarte de sorpresa
y decirme «¿Qué tal?» y quedaríamos
yo con la mancha roja de tus labios
tú con el tizne azul de mi carbónico.

(Mario Benedetti)

Las cosas serias

Hablemos del presupuesto de la obra, de encontrar el teléfono de las averías. Voy a preguntarle a ella, que es de aquí, si conoce algún pintor barato que me alise las paredes del salón.

Estoy pensando tapizar los sofás y cambiar las cortinas para que combinen, pero no sé qué hacer primero. Debería mirar en internet, quizás merezca la pena comprar uno nuevo.

No sé si encargar más leña contra la primavera o esperar que pase este marzo lluvioso. Vaya, no me quedan patatas ni huevos, si es que alguna vez tuve. O me compro un calefactor de aire, de esos pequeños, total, para mí solo y sólo para el rato de después de la cena, cuando me extiendo en el sofá a escuchar cosas del Bárcenas y de Chipre.

¿Y para eso voy a comprar un sofá nuevo? Si casi ni me siento en él o lo uso de mes en mes. Debería mejor, salir a andar todos los días, después de comer, para mover las piernas y arreglarme la tensión.

¿Me quedan pastillas? El futuro está a la vuelta de la esquina, quizás sería conveniente ahorrar algo más. Porque necesito un toldo para la entrada, que luego en el verano, el sol aprieta de lo lindo. Y habría que podar el laurel y los cipreses.

¡Ahi va! Tengo que encargar la tela del quitasol grande, que se me rompió la temporada pasada. Y limpiar el patio, que de tanto invierno está verde. La suerte de los plásticos que puse, que parece que no se ha helado ninguna planta. Aunque el helecho de la entrada da pena.

No hay bastante ropa como para echar una lavadora, me arreglaré así hasta el fin de semana. Tengo que echarles luego el teléfono a los papas mientras el fútbol, a ver si la lista de espera de la operación sigue atontada. El año que viene, bodas de oro, habrá que ir pensando algo para la celebración. Algo original, un regalo diferente, no sé. ¿Un viaje? Psche, ya veremos.

Las actas, que las tengo a medias, y echarle un ojo a la programación, por si falta algo. El seguro de vida ese que no sé ni cuando contraté, tengo que llamar para que me digan. ¿Habrán pasado ya el pago nuevo? Joder, y sin paga extra otro verano. ¿O nos darán media?

Me están saliendo unas manchas rojas en el pecho y el uñero, no sé, no me duele, pero sigue con mal color. Y este pinchazo en el muslo cuando me levanto de la silla y doy el primer paso. No sé si ir a que me lo vea el médico o el siquiatra.

Los niños parecen contentos, eso me hace sentirme bien, aunque no cuentan mucho. Yo tampoco, en eso tienen a quien salirle. Hablando de salir, llevo bastantes días sin salir, debería quedar con alguien, pero es que no tengo gana de quitarme el chandal, con este tiempo, con estas procesiones, con este poco arte que tengo cuando me salgo de los vaqueros.

Quizás se me quede algo en el tintero. ¡Anda! Si quería irme un fin de semana a Málaga, se me había olvidado. En fin, que seguro que me he saltado algún tema, pero bueno, por hoy ya está bien. Ya he pensado un rato en tonterías de las de todos los días.

Ahora, por fin, puedo dedicarme a pensar en las cosas serias, a las verdaderamente serias, esas que tienen que ver contigo. Esas que siempre te pido con medias palabras.

CASABLANCA
                                        As time goes by…
Entre todos los bares de este mundo
he venido a este bar para encontrarte,
furtiva como siempre,
para rozar la piel de tus esquinas.

Y cómo me hace daño tu cansancio
-ya sabes que mañana es cada lunes-
esa vieja, tristísima, memoria
de buscarle sentido a algo que bulle
como se abre una flor,
así, de golpe.

Manías de la ausencia y tus nostalgias.

Te noto tan cansado…

Quiero dormir contigo. Busca sólo
un poco más de sueño y de tabaco.

Quiero morir contigo.

¿Por qué no me prometes un cumpleaños más?
Las arrugas ahí sí que son cosas serias
o el paso de los días,
con mis pechos que bajan a acariciar tus manos.

Y luego cuando un labio nos elude
en la piel de las ingles, ay, no muerdas,
y nos brinca por dentro…

                                          Pero ahora llega el tren
como un viejo caballo del National
qué diestro en los obstáculos,
qué sucia su taberna,
qué mediodía oscuro al despedirte.

Te veo tan delgado
con tus causas perdidas,
tus canas en la llama de la copa,
mi amargo luchador,
sonriendo lentamente, como si te murieras.

Como al decirme adiós.

(Ángeles Mora, La canción del olvido, 1985)

MUCHO MÁS GRAVE
Todas las parcelas de mi vida tienen algo tuyo
y eso en verdad no es nada extraordinario
vos lo sabés tan objetivamente como yo
sin embargo hay algo que quisiera aclararte
cuando digo todas las parcelas
no me refiero sólo a esto de ahora
a esto de esperarte y aleluya encontrarte
y carajo perderte
y volverte a encontrar
y ojalá nada más
no me refiero sólo a que de pronto digas
voy a llorar
y yo con un discreto nudo en la garganta
bueno llorá
y que un lindo aguacero invisible nos ampare
y quizá por eso salga enseguida el sol
ni me refiero sólo a que día tras día
aumente el stock de nuestras pequeñas
y decisivas complicidades
o que yo pueda o creerme que puedo
convertir mis reveses en victorias
o me hagas el tierno regalo
de tu más reciente desesperación
no
la cosa es muchísimo más grave
cuando digo todas las parcelas
quiero decir que además de ese dulce cataclismo
también estás reescribiendo mi infancia
esa edad en que uno dice cosas adultas y solemnes
y los solemnes adultos las celebran
y vos en cambio sabés que eso no sirve
quiero decir que estás rearmando mi adolescencia
ese tiempo en que fui un viejo cargado de recelos
y vos sabés en cambio extraer de ese páramo
mi germen de alegría y regarlo mirándolo
quiero decir que estás sacudiendo mi juventud
ese cántaro que nadie tomó nunca en sus manos
esa sombra que nadie arrimó a su sombra
y vos en cambio sabés estremecerla
hasta que empiecen a caer las hojas secas
y quede el armazón de mi verdad sin proezas
quiero decir que estás abrazando mi madurez
esta mezcla de estupor y experiencia
este extraño confín de angustia y nieve
esta bujía que ilumina la muerte
este precipicio de la pobre vida
como ves es más grave
muchísimo más grave
porque con estas o con otras palabras
quiero decir que no sos tan sólo
la querida muchacha que sos
sino también las espléndidas
o cautelosas mujeres
que quise o quiero
porque gracias a vos he descubierto
(dirás que ya era hora
y con razón)
que el amor es una bahía linda y generosa
que se ilumina y se oscurece
según venga la vida
una bahía donde los barcos
llegan y se van
llegan con pájaros y augurios
y se van con sirenas y nubarrones
una bahía linda y generosa
donde los barcos llegan
y se van
pero vos
por favor
no te vayas.

(Mario Benedetti)

No estoy haciendo nada

Me pongo a parir de nalgas alguna frase que se me atranca, ordeno los cubiertos en su casilla de salida para el festín o calculo la posibilidad asintótica de una lavadora de oscuros. Y mientras pienso en ti.

Hay momentos que me ocupan olvidando un desastre o contando los minutos que faltan hasta la próxima cita. O recoloco papeles en un desorden tan alfabético como ese en el que estaban. Y mientras pienso en ti.

A menudo experimento el silencio y lo comparo con el ruido de una estación a las cuatro de la mañana, como si pensara en ti. O sigo el hilo de una canción aprendida de memoria que me hace pensar en ti.

A veces me rasco la espalda cuando me aflige el picor de la ausencia y pienso en ti. O escruto el cielo deseando que escampe por fin el invierno que piensa en ti. O toco el radiador como si así se ahuyentara el frío que me daría no poder pensar en ti.

Me retuerzo en la cama contra la lentitud de la noche que te piensa. Me retuerzo en la cama contra el vértigo de la imaginación que te piensa. Me retuerzo en la cama contra la soledad de los cuerpos que se piensan. Me retuerzo en la cama contra el reloj que solo me deja pensarte entre engranajes.

Reviso la ropa del perchero, percheo la ropa de la silla, silleo la ropa que llevaba puesta y coloco el pijama que… ¿dónde lo puse? No me acuerdo porque, cuando lo guardé, seguramente estaba pensando en ti. Quizás si vinieras sabría encontrarlo.

Miro el limonero y te pienso, me asombro del celindo y te pienso, investigo la trayectoria del agua sobre la solería y te pienso. O descubro la, hasta hace unos meses, impensable relación entre el verde y la umbría, mientras no dejo de pensar en ti.

No, no te he mentido en lo más mínimo. Ni es que le haya quitado importancia a todas esas cosas que hago entretanto, leer, escribir, silbar, acurrucarme, soñar, hablar contra las paredes, comprar el pan, calentar la sopa, practicar la esperanza, ensayar caricias…

No. No te he mentido. En absoluto. Es que no estoy haciendo nada. Porque no hay nada que pueda hacer sin pensar en ti.

Quizás, si vinieras, podría hacer algo útil y ponerme a arreglar ese dichoso grifo de la cocina que gotea como cuando pienso en ti.

AMOR DE TARDE
Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las cuatro
y acabo la planilla y pienso diez minutos
y estiro las piernas como todas las tardes
y hago así con los hombros para aflojar la espalda
y me doblo los dedos y les saco mentiras.

Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las cinco
y soy una manija que calcula intereses
o dos manos que saltan sobre cuarenta teclas
o un oído que escucha como ladra el teléfono
o un tipo que hace números y les saca verdades.

Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las seis.

Podrías acercarte de sorpresa
y decirme «¿Qué tal?» y quedaríamos
yo con la mancha roja de tus labios
tú con el tizne azul de mi carbónico.

(Mario Benedetti)