Una pasteleria en Tokio

¿Puede regentar una pastelería alguien a quien no le gusta el dulce?

El amor se contagia, acabo de verlo con mis propios ojos. Y lo cierto es que ya lo sabía de antiguo, de otras piernas bailarinas, de otra boca risueña.

Unas manos no son como son, sino cómo acarician. Unos ojos no son como los ves, sino cómo nos miran. El pasado no es como fue, sólo es una losa si nosotros lo hacemos pesar sobre los hombros.

He visto querer tanto a algunos niños con el tono de voz, que aún me pregunto por qué no supe contagiar las palabras que decía al oído con ese tierno temblor de las flores de cerezo bajo la lluvia.

Buscar tal vez consiste en querer reencontrarse con aquello que una vez se tuvo entre las manos. Resulta triste comprobar que los fantasmas existen porque nosotros los creamos, los alimentamos, los atraemos y los tememos en un sólo golpe de memoria.

Si todas las criaturas tienen alguna historia que contar, me gustaría ser oído que las escuche atentamente y les ofrezca la pausa imprescindible para desliarse. Si todas las criaturas, por pequeñas que sean, tienen la más mínima historia que contar, quisiera ser pájaro libre de jaulas.

Porque todas las criaturas mínimas tienen algo imprescindible que contar, me gustaría saber hacer dorayakis. Y escribirlo todo luego, a tinta lenta, bajo las flores con que los cerezos dibujan una interminable primavera. Si me lees, entonces estaré brillando.

¿Puede escribir sobre cine alguien a quien no le maraville la luz del sol que baña la ventana de la leprosería?

Sólo nos aislamos en las cosas pequeñas,
en la mínima y frágil libertad
de las cosas pequeñas
y nos cuesta en verdad dejarlas,
porque al abrigo de los inútiles objetos
inevitablemente cotidianos
existe todo un mundo no sabido de ternura.

Sólo nos aislamos,
sólo crecemos en las cosas pequeñas:
aquel pañuelo que llevamos siempre
doblado con tanto cuidado en el bolsillo,
la canción que recordamos de pronto,
un libro ya olvidado,
el gesto repetido tantas veces,
o la cosa más íntima
que nadie podría amar
como nosotros la amamos.

Se trata, bien mirado, de una constante
evasión hacia nosotros mismos,
hacia la más pura e íntima parte
de nosotros mismos,
convertida al fin y al cabo
-y nos sorprende siempre constatarlo-
en lo que más nos acerca al yo profundo
que vive adentro nuestro,
y sobre todo en lo que más intensamente
nos alienta a vivir.

(Miquel Martí i Pol, quince poemas)

Cuando no importa qué

Cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que yo soy tanto y cuanto como son mis palabras, tanto como las palabras de los demás que me señalan o me tapan.

Lo pienso los días comunes, esos en los que uno se levanta solitario y sabe que no empezará a estar en el mundo hasta que diga su primera palabra. Que las más de las veces es una palabra común y corriente, anodina, que espera hasta la hora del trabajo o los supermercados; si bien es cierto que, de tanto en tanto, me sorprendo hablándole en voz alta al espejo, diciéndole algo así como «venga hombre, hoy va a ser un día bueno».

También lo pienso en los días especiales, que para mi alegría cada vez van haciéndose más comunes, cuando tu voz me saca del silencio y me pone entre el auricular y la pared o me describe con todo lujo de pormenores una novela prestada, a la que atiendo con la devoción de un adolescente que quisiera ser escritor.

Lo pienso en los dias indecisos, esos en que tus palabras me apuntan y me disparan y me aciertan de lleno para levantarme dos palmos del suelo y notar el vértigo del vuelo en el estómago, o para tirarme al mar y acabar salado y enarenado, como revolcado por una ola. Porque sé, al fin y al cabo, que toda mi realidad está en tu boca, como sé que todos los sueños que merece la pena perseguir están en tus manos.

Pero sobre todo lo pienso en los días palpables, esos que espero como a la lluvia, cuando llegas y me quieres como si tuvieras que contarme algo, cuando me miras como si me ofrecieras un secreto, cuando conviertes cada abrazo en una exclusiva que contar con parsimonia.

Digo que soy mis palabras porque a veces no te quiero y no te llamo y no te escribo y no busco, como quien pierde un anillo en la playa, los números que me llevan a tu certeza. Supongo que el descuido, la desgana, la soberbia o el amor propio impiden que se manifieste el ajeno y su caudal de palabras, que no siempre riega con tiento y desborda las orillas y deja llenos de lodo los pasos que al día siguiente damos.

En fin, que ando firmemente convencido de que no hay otra forma de querer que la de siempre tener cosas que decirte al oído. Ni tan siquiera eso: no hay mejor forma de amarte que querer hablarte al oído, precisamente cuando no importa qué.

Debe ser por eso que, hace ya tantísimo tiempo, escribo. Y escribir siempre me pareció como hablar contigo, como el único modo posible de quererte, como cruzar a tientas la raya de la vida hacia esa otra parte en la que siempre estás tú.

A TIENTAS

Cada libro que escribo
me envejece,
me vuelve un descreído.

Escribo en contra
de mis pensamientos
y en contra del ruido
de mis hábitos.

Con cada libro
pago un viaje
que no hice.

En cada página que acabo
cumplo con un acuerdo,
me digo adiós
desde lo más recóndito,
pero sin alcanzar a ir muy lejos.

Escribo para no quedar
en medio de mi carne,
para que no me tiente el centro,
para rodear y resistir,
escribo para hacerme a un lado,
pero sin alcanzar a desprenderme.

(Fabio Morábito, De lunes todo el año, 1992)

Drexler tiene razón

Algunas copas están rellenas con tus senos, en otras gira suavemente el vino. En otras imagino helado de fresa y chocolate, en algunas más, cualquier líquido que pueda reflejar un cielo estrellado a la luz de las velas. Conozco otras copas en las que escuchar el viento ululando cuando me abraces.

Pero Drexler tiene razón, para llenar una copa, primero hay que dejarla vacía, quitarle el aire que contiene por defecto y cambiarlo por el líquido en cuestión. El pasado no se va solo, hay que irlo llenando de presente.

Agitas el mundo sin romperlo, enciendes espirales en mis sueños, salta la espuma a mi alrededor. Drexler tiene razón cuando te llama remolino, cuando dice que sentirte latir ya es un gran suceso. Porque la fuerza de la ternura puede abrir cualquier armadura, porque la vida consiste en irse pasando de la raya, Drexler tiene razón cuando dice que en el mar abierto cualquier dirección es posible.

Yo ya no digo nada si no te lo digo a vos, dice Drexler en una hermosa balada, y yo digo que tiene razón. Como tiene razón cuando dice que no me siento cualquiera cuando me tocan tus manos.

Drexler tiene razón, una bonita voz y canciones muy hermosas. Espero que me perdone que me haya perdido en ti mientras él te cantaba.

COMÚNMENTE ES ASÍ
El amor le es dado a cualquiera
pero…

entre el empleo,
el dinero y demás,
día tras día,
endurece el subsuelo del corazón.

Sobre el corazón llevamos el cuerpo,
sobre el cuerpo la camisa,
pero esto es poco.

Sólo el idiota,
se pone los puños,
y el pecho lo cubre de almidón.

De viejos se arrepienten.

La mujer se maquilla.

El hombre hace ejercicios con sistema Müller,
pero ya es tarde.

La piel multiplica sus arrugas.

El amor florece,
florece,
y después se deshoja.

(Vladimir Maiacovski, Amo, 1922) (versión de Lila Guerrero)

ESTO ES MI CUERPO…
Esto es mi cuerpo. Aquí
coinciden el lenguaje y el amor.

La suma de las líneas
que he escrito ha dibujado
no mi rostro, sino algo más humilde:
mi cuerpo. Esto que tocas es mi cuerpo.

Otro lo dijo
mejor. Esto que tocas
no es un libro, es un hombre.

Yo añado que esto que te toca ahora
es un hombre.

Soy yo, porque no hay
ni una sola sílaba que esté libre de amor,
no hay ni una sola sílaba
que no sea un centímetro
cuadrado de mi piel.

En el poema soy acariciable
no menos que en la noche, cuando tiendo
mi sueño paralelo al sueño que amo.

No mosaico, ni número, ni suma.

No sólo eso.

Esto es una entrega. Soy pequeño
y grande entre tus manos.

Ésta es mi salvación. Éste soy yo.

Este rumor del mundo es el amor.

(Juan Antonio González Iglesias)

Quizás boca abajo

He pensado que, quizás boca abajo, el mundo que tengo patas arriba consiga ponerse derecho. Que tal vez así la gravedad suba, y los sueños se me agarren a los pies y los arrastren en su camino hasta donde ni la vista pueda seguirlos.

Podría ser que boca abajo, con mis manos entregadas a separarme del mundo, pudiera dejar de sentirme colgado en tu ausencia; y mis piernas, en lugar de pender absurdas como agarrado al filo de un precipicio, pudieran buscar sol hasta la altura de árboles inquietos.

Se me ha ocurrido que quizás, boca abajo, la sangre ahogaría las conversaciones del interior y expulsaría las palabras hacia afuera. Y aunque, tal vez, en esa difícil posición, las palabras tengan significados aturdidos al desparramarse por entre la saliva, pudieran llegarte erguidas y nobles, y alzarse contra este silencio de oficina que algunas veces me certifica la soledad.

Sí, quizás boca abajo, el paisaje encuentre tu sitio en el don de lo oblicuo, quizás floten las verdades del sentimiento entre la espuma de lo cotidiano y afloren sobre el mar de todo lo que ya no te crees a pie juntillas. Podría ser que puesta la estabilidad en entredicho, pudieras amar mi temblor y mi desasosiego sin necesidad de someterlo a juicio sumarísimo.

Quizás boca abajo no importen tanto mi estatura y la presbicia, y pueda dejar de ser tan pequeño que no me veas. Quizás, al mirarme de otro modo, consigas apartar todo lo que me esconde, y reírte un rato con mis cosas revueltas y quererlas de tanto reír y esculpir otra sonrisa más permanente en tus ojos.

Podría ser, que tal vez la ternura te tienda una trampa y vengas corriendo a rescatarme de este mundo de patas de mesas y pelusas bajo el sofá. Podría ser que encontrara el otro equilibrio, ese en el que se vacían los bolsillos y el jersey te desenvuelve el ombligo sin que pueda mirármelo.

Sí, quizás boca abajo, la nariz no sea parapeto contra los besos y puedas extender tus manos sobre una piel indefensa, sobre un sexo ridículamente descolocado. Quizás boca abajo, el tronco deje de ser tronco y pueda sea raíz para los abrazos. Quizás boca abajo, podría roncar afinado.

Quizás boca abajo, todo vuelva a tener sentido y este mareo me produzca una confusión distinta en los principios, quizás así la fiebre sea ventisca en lugar de desierto, quizás el corazón lata más fuerte por entre la anestesia de los días y zumben en clave de sol los oídos.

Quizás, si me pusiera boca abajo, dejarías de pensar y me harías caso. Quizás, boca abajo, podrías quererme tal y como soy.

Quizás, boca abajo, no me resultarían tan imprescindibles tus labios.

ALABANZA TUYA
Es malo que haya
gente imprescindible.

No es muy buena
la gente que a sabiendas
se vuelve imprescindible.

La fruta
ha de continuar atesorando sol,
no ha de menguar la fuerza del torrente
si por acaso un día
se pierden unos labios.

Pero
             -y este pero me abrasa-
no puedo
decir que sea malo
que tú seas imprescindible.

(Jorge Riechmann)