Conocimiento del medio (II)

Porcelana
Allí extendida sobre la mesa,
campo mojado que espera lluvia
con los ojos cerrados,
tú estuviste primavera.

¡Cuánta ternura de labios!
La pregunta era respuesta,
el calor tenía poco espacio
y el aire, qué sé yo el aire,
tibio, dulce, respirado.

¡Cuánta ternura de labios!
Arcilla con amor de tierra,
caricias de horario artesano
en el torno de tu lengua
y en el calor de mis manos.

¡Cuánta ternura de labios!
Tendida allí, sobre la hierba,
temblando encima del calendario.

Alrededor, qué poca primavera,
pero en tus vértices ¡cuánto verano!

XVIII
Me despierto tal vez
y alguien
desnudo como yo
está a mi lado,
con una inesperada soledad
y los ojos en deuda con la noche,
hablándome de ti,
preguntando la historia de tu ausencia.

(Luís García Montero, Diario Cómplice, 1987)

La impertinencia de las hojas secas

Amanecen en el patio, secas, reposando después de un vuelo breve, casi un baile con el viento.

Entonces, armado de escoba y en armonía con la pendiente, las barro lentamente, dejo que jueguen un poco antes de meterlas en el recogedor.

Otras, las más, otras que cayeron a la tierra huyendo de la escoba, se dejan seducir por el rastrillo y se acercan a mis pies tímidamente.

Con las manos, las reúno en puñados que crujen -si no fuese porque me creerías loco, diría que crujen con la risa de las cosquillas- y las obligo a compartir el mismo olvido que a las otras.

Se suda, por el calor y porque yo sudo con poco, y después de la tarea apetece subir a lo alto de la escalera y encender un cigarro. El humo hace garabatos en el pensamiento y sabe a gloria ese escalofrío de la brisa que se levanta como queriendo llevarse las gotas de sudor.

Todo límpio, tranquilo, fresco el cuerpo a la sombra, quizás felicidad. Y vuelvo el rostro a contemplar la obra realizada y… ¡Será posible! Una imprecación, una incredulidad hecha parpadeo.

Nuevamente, hojas secas desparramadas por el patio, como notas de un pentagrama. Y como un Sísifo moderno, con un enfado que se va convirtiendo en ternura, vuelvo a retomar la misma tarea que acababa de terminar.

En el fondo, me conmueve la impertinencia de las hojas secas. Parecen remordimientos de la naturaleza que se posan en la conciencia del suelo. Porque son como las ausencias, como el silencio, como la soledad.

No hay manera de quitarlas del todo.

Amar las ciudades

Con el frío artificial y apenas música, en la oscuridad de la noche, los kilómetros se vuelven pensamientos. Al fondo, las luces descubren otro perfil más liviano que transforma la ciudad en un idioma más sencillo.

Se quiere a las ciudades por las mismas razones que se quiere a las personas. Por sus hospitales, por sus bares, por sus cines. Porque te dan descanso en sus plazas, porque sus calles acogen tus pasos, primero indecisos y torpes, y luego, progresivamente, más despreocupados y más ágiles.

La carretera se enrosca alrededor de la ciudad a estas horas en que ni el hilo blanco ni el negro tienen necesidad de confundirse. Y su hilera de luces esbeltas y firmes, parte en dos todos los horizontes.

Parece otra la ciudad vista de noche y por eso ama uno a las ciudades como se ama a las personas, por sus días, por sus noches, por la diferencia entre unos y otras. Por la emoción que produce pasearlas a distintas horas, en distintas compañías, a distintas temperaturas.

Entonces, como sucede con las personas a las que se ama, uno busca en verano sus plazas más frescas o huye del sol hacia las umbrías del norte; o toma el tibio sol del café de sobremesa atrincherado tras alguna cristalera famosa cuando la soledad del invierno arrecia.

Recién llegados todo es nuevo, todo queda por descubrir o por inventarse: el estanco más cercano, la parada de autobús más resguardada, el camino que atraviesa el barrio y te lleva de vuelta a la cama sano y salvo.

Cada bar es nuevo hasta que, pasado un tiempo, todos ponen las mismas tapas y todas sus mesas cojean con la misma impertinencia. Cada edificio es una joya hasta que pasa a ser parte de un paisaje de tránsito y burocracias. Cada parque es un lugar propicio para los besos, hasta que los portales acaban supurando silencio mientras se espera el ascensor.

Amo a las ciudades como amo a las personas y, del mismo modo que el desencanto llega a todas las calles, aparece la tentación de borrar aquellas cruces rojas que puse en su mapa y aferrarse al volante y no volver a pisar más aceras que las del área de servicio en donde repostar y estirar las piernas.

Pero, sin embargo, cuando te acercas rodando por la autopista del mundo, a estas horas en las que el único viaje posible es un regreso, notas que te conmueve su mar de luces y su cielo horizontal, y te das cuenta que amas las ciudades por las mismas razones que amas a las personas.

Porque, exactamente igual que sucede con las personas, por oscura que sea la calle por la que pasas, uno nunca se siente completamente perdido en las ciudades que ama.

Porque tienes tanto de ellas, y metido tan adentro, que ya no basta con irse para arrancarte a tiras su geografía sinuosa, el color de su nombre de planta, los trayectos que acariciaste por entre sus calles pálidas.

Porque es, al fin y al cabo, la ciudad, la que te cierra los ojos por la noche y te los abre por la mañana.

Yo sé que el tierno amor escoge sus ciudades…
Yo sé
que el tierno amor escoge sus ciudades
y cada pasión toma un domicilio,
un modo diferente de andar por los pasillos
o de apagar las luces.

Y sé
que hay un portal dormido en cada labio,
un ascensor sin números,
una escalera llena de pequeños paréntesis.

Sé que cada ilusión
tiene formas distintas
de inventar corazones o pronunciar los nombres
al coger el teléfono.

Sé que cada esperanza
busca siempre un camino
para tapar su sombra desnuda con las sábanas
cuando va a despertarse.

Y sé
que hay una fecha, un día, detrás de cada calle,
un rencor deseable,
un arrepentimiento, a medias, en el cuerpo.

Yo sé
que el amor tiene letras diferentes
para escribir: me voy, para decir:
regreso de improviso. Cada tiempo de dudas
necesita un paisaje.

(Luís García Montero)

Sanfermines varios (II)

Con tanto calor

Con tanto calor cuesta arrastrar las maletas. Se hace pesado viajar cuando el sol cae como plomo por detrás de los cristales y te aflije la carne sujeta a los cinturones.

Cuesta respirar, abrir la boca para que el aire del polen te ensanche los pulmones, para que el humo de la soledad te abrase la garganta. Cuesta también soltar el aire ya tragado, despegar los ojos de los párpados a las horas convenidas por la agenda.

Por este calor no circula bien el pensamiento, no se dejan derribar las barreras que se levantaron durante tanto invierno, las manos no resbalan bien sobre una piel reseca de tristeza o sudorosa tras el esfuerzo de comerse los centímetros necesarios.

Cuesta dormir, es difícil conciliar un sueño que tarda en cumplirse, no se puede apaciguar la sangre atormentada por la barbarie de las sábanas. Dar vueltas implorando la misericordia de las ventanas, la bendición de los ventiladores, la paz del vaso de agua, la fantasía de una mano incandescente, la tibia longitud de una lengua que derrita el tiempo en témpura de besos.

Con este calor, la cabeza no para de girar en el horno del deseo, el corazón sufre ataques del asma de las discusiones, la piel suda, gotea y se empapa de tanto no encontrar otra con la que rozarse. Y cuesta levantarse de uno mismo hacia las tareas cotidianas, y cuesta escribir la parte del insomnio que se agranda, y cuesta mantenerse intacto viendo resbalar el mismo viejo sudor por la piel compañera.

Hace mucho calor, tanto calor que hasta cuesta escribir y conciliar el insomnio. Demasiado calor para estar solo, demasiado calor para estar juntos, demasiado calor para estar revueltos. Hace demasiado calor para estar dormidos y demasiado calor para estar despiertos.

Demasiado calor para soñar.

Fue la tarde anterior a la tormenta,
con truenos en el cielo.

Tú apareciste en el jardín, secreta,
vestida de otro tiempo,
con una extravagante manera de quererme,
jugando a ser el viento de un armario,
la luz en seda negra
y medias de cristal,
tan abrazadas
a tus muslos con fuerza,
con esa oscura fuerza que tuvieron
sus dueños en la vida.

Bajo el color confuso de las flores salvajes,
inesperadamente me ofrecías
tu memoria de labios entreabiertos,
unas ropas difíciles, y el rayo
apenas vislumbrado de la carne,
como fuego lunático,
como llama de almendro donde puse
la mano sin dudarlo.

Por el jardín, el ruido de los últimos pájaros,
de las primeras gotas en los árboles.

Aquel temblor del muslo
y el diminuto encaje, de vello traspasado,
su resistencia elástica
vencida con el paso de los años,
vuelven a ser verdad, oleaje en el tacto,
arena humedecida entre las manos,
cuando otra vez, aquí, de pensamiento,
me abandono en la dura solución de tus ingles
y dejo de escribir
para llamarte.

(Luís García Montero)

Palabras de otro (VII)

Voz en off (o Sexo en Nueva York, según se mire)

Sexo, y no sería necesario más título para llamar la atención. Pero, por si faltaba algo, además sucede en Nueva York. Que es una de esas ciudades invisibles en las que todos hemos habitado alguna tarde líquida o somnolienta.

Sexo y, sin embargo, no hace más que chorrear la palabra amor por las comisuras de la voz en off de la experimentada protagonista que nos va relatando los sentimientos de algunos personajes. Una voz en off siempre acertada y distante, saltando entre frases de azucarillo y estribillos de canciones.

Sexo y su guerra de géneros, en donde todo es terrible o sublime los diez primeros minutos; y luego pasa a ser grave antes de convertirse en normal y corriente. Eso sí, entre zapatos de quinientos dólares y cojines de trescientos, que es donde el amor -¿o era el sexo?- se desliza mejor y más brilla y da más esplendor.

Sexo y voz en off, vestidos caros, grandes áticos y mucha dignidad la de todos los intervinientes. Sexo y, posiblemente, no sólo en Nueva York, sino en cualquier gran ciudad repleta de desconocidos y de dinero.

Sexo y amor, pero sin voz en off. Prefiero estar presente, sea cual sea la ciudad que nos escoge y la cantidad de luz que dejemos pasar por entre las dudas. Sexo y amor, con sus correspondientes metáforas, y su acidez y su cursilería y su compañía y sus celos y su modo obtuso de agriar las conversaciones y su táctica dulce de remendarlas luego, más tarde, a oscuras.

Sexo y amor, si quieren decir vida. Y no seguir teniendo la voz en off.

Y sé
que hay un portal dormido en cada labio,
un ascensor sin números,
una escalera llena de pequeños paréntesis.

Sé que cada ilusión
tiene formas distintas
de inventar corazones o pronunciar los nombres
al coger el teléfono.

Sé que cada esperanza
busca siempre un camino
para tapar su sombra desnuda con las sábanas
cuando va a despertarse.

Y sé
que hay una fecha, un día, detrás de cada calle,
un rencor deseable,
un arrepentimiento, a medias, en el cuerpo.

Yo sé
que el amor tiene letras diferentes
para escribir: me voy, para decir:
regreso de improviso. Cada tiempo de dudas
necesita un paisaje.

(Luís García Montero)

Imaginar los sitios posibles

Imaginar los sitios posibles donde estabas…

…en un rincón del año…

    Supongo que también te dejarán a ti
    este mismo vacío,
    esta impaciencia por estar sin nadie
    mientras se nos olvida
    todo el calor que duele de olvidado.

    El naufragio es un don afín al hombre.

    Después de que sucede
    suelen tener las huellas
    esa incomodidad que tienen las mentiras,
    el recuerdo es un dogma,
    la soledad el pecho que tú me acariciaste.

    Pero cambiando de conversación
    el tiempo -buen amigo
    que deforma el pasado como el amor a un cuerpo-
    hará que cada día no parezca un disparo,
    que volvamos a vernos una tarde cualquiera,
    en un rincón del año y sin sentir
    demasiada impotencia.

    Será seguramente
    como volver a estar,
    como vivir de nuevo en una edad difícil
    o emborracharnos juntos
    para pasar a solas la resaca.

    Igual que quemaduras debajo de los dedos,
    en un segundo plano
    seguiremos presentes y esperando
    ese momento exacto del náufrago en la orilla,
    cuando al salir del mar
    me escribas en la arena:
    «Sé que el amor existe,
    pero no sé dónde lo aprendí».

    (Luís García Montero)

Por septiembre

Por septiembre…
Por septiembre
se te llenan de sótanos los labios
y es relativo el cielo
después de haberte visto preguntarle a la vida.

Pero también el cielo,
arrugado y preciso
como tu cazadora adolescente,
quiere estar entreabierto,
brillar recién amado,
descansando en la hierba
el peso de su larga cabellera de nubes.

Por septiembre
se te llenan de humo los síes en la boca.

(Luís García Montero)

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