El lunar de De Niro

A veces ocurre. Sale en la pantalla un tipo normal al que te pareces vagamente. Le sigues atentamente, un fotograma por detrás, con la curiosidad de saber a dónde va y de dónde viene.

Luego sale ella, rubia, inquieta, y notas que quisieras reconocerla. Se cruzan, se encuentran y parece como si el eje del mundo se doblara a favor del viento, como si el centro del universo se enredara en una librería.

Y siempre es navidad y siempre son las tardes tranquilas y no parece que haya nada más que ellos en el mundo. Ella mueve los ojos mientras vacila y él apenas puede dejar de hablar. Y se siguen acercando, en busca de algo más profundo, hasta que se acercan de más y se dan cuenta de que no pueden.

Entonces, por más que se esperan, nada sucede. O mejor dicho, sucede que se desencuentran, que se descruzan, que se desviven y que llueve.

Y, mientras llueve, ella conduce a toda velocidad, para llegar tarde al triste destino de despedirse, cuando derrapa en una recta del azar. Él se lleva sus ojos tristes hacia otro lugar en donde buscar los tiempos felices que ya da por perdidos.

Entonces, cerca del final, cuando siempre es navidad, empiezas a pensar que no. Que no se ve el dolor ajeno, que tú no eres el tipo equivocado, que no pueden servir para tan poco las palabras. Y que el lunar que tiene en la cara De Niro, tú, lo tienes en el ombligo.

Y al final, veinte años después, cuando ya no tienes edad de creer y mientras van subiendo los créditos, se te ocurre imaginar que, quizás, ella te tenga un asiento reservado que tú puedas ocupar.

Aunque no vas a empeñarte en que sea el de al lado. Que eso no importa tanto, que puedes sentarte unas cuantas filas detrás. Y así, cuando las rectas vengan torcidas, ponerte a mirar ese dulce reflejo que ella siempre proyecta sobre la ventanilla.

Y confíar en que, quizás, cuando el tiempo se vaya haciendo pesado en las manecillas, también ella mire para atrás.

Sencillos deseos
Hoy quisiera tus dedos
escribiéndome historias en el pelo,
y quisiera besos en la espalda,
acurrucos, que me dijeras
las más grandes verdades
o las más grandes mentiras,
que me dijeras por ejemplo
que soy la mujer más linda,
que me querés mucho,
cosas así, tan sencillas, tan repetidas,
que me delinearas el rostro
y me quedaras viendo a los ojos
como si tu vida entera
dependiera de que los míos sonrieran
alborotando todas las gaviotas en la espuma.

Cosas quiero como que andes mi cuerpo
camino arbolado y oloroso,
que seas la primera lluvia del invierno
dejándote caer despacio
y luego en aguacero.

Cosas quiero, como una gran ola de ternura
deshaciéndome un ruido de caracol,
un cardumen de peces en la boca,
algo de eso frágil y desnudo,
como una flor a punto de entregarse
a la primera luz de la mañana,
o simplemente una semilla, un árbol,
un poco de hierba.

(Gioconda Belli)

Prodigios y contradicciones

No me gusta viajar.

Éste es un modo, como otro cualquiera, de meter en la palabra «no» todas las posibles discusiones. Tanto como decir que no me gusta ver «El Brujo» o ir a la playa, tanto como por ahorrarse concienzudas argumentaciones, suavizadas con las correspondientes contraindicaciones de la posología, en un simple «no me apetece».

Pero ocurre que según y como, ocurre que tal vez me quedara con ganas de ir al teatro y ser un quinto legalizado. Ocurre que alguien me recuerda que pasar todas las semanas por la arena no es propio de afirmaciones tan de tierra adentro. Ocurre que lo dicho, sin saber bien ni cuando ni como ni con quién, se convierte en leyes que se dictan al futuro.

Y es que es muy difícil contradecirse con desparpajo, como hacen los personajes de las novelas de Corín Tellado o los novios que Malú se echa en las canciones. Porque enseguida, y más aún si hay alrededor gente con memoria, sale a relucir la teoría del tango en grupo, los significados de la palabra «novia» o si se no quiso tener sexo o es que se tenía demasiado.

Por eso, a veces hacen falta los milagros. Y que, siete meses atrás, alguien que sueña con aviones y colinas verdes se quede en paro y ponga un artefacto explosivo en la vida de los que le rodean que, en lugar de explotarle en las manos, los atraiga los fines de semana como sedientos imantados hacia una cerveza.

Hace falta que el milagro siga rodando y los papeles del bar estén en regla y que uno de los dos no pueda cerrar todo el puente y que por qué no se lo dices a alguien que es una lástima tenerlo ya pagado y vale, voy a hacerle la proposición sin indecencia.

Hablo de los prodigios que son necesarios para salvarse del ridículo de las contradicciones. Porque, como vuelvo a afirmar rotundamente, manteniéndola sin enmendalla, a mí no me gusta viajar.

Sin embargo, de repente, supongo que por lo caprichoso del azar, por lo inesperado de la maravilla, por la falta de práctica haciendo maletas, me descubro imaginando falditas escocesas y enormes pintas de cerveza.

Pero no me gusta viajar. No me gusta viajar. No me gusta viajar. O quizás sí me guste ahora, que ya no sé qué decir que no se convierta en decreto del que se levanta acta.

Quizás lo que me gusta sea que la gente que me deje contradecirme sin preguntar. Aquellos que, como a mí me pasa con mucha frecuencia, admiten sus propias contradicciones como animales de compañía. Como se admiten los prodigios, los recuerdos inventados y las tardes de lluvia ilimitada.

SOBRE LAS CONTRADICCIONES
Si extiendo una mano encuentro una puerta
si abro la puerta hay una mujer
entonces afirmo que existe la realidad
en el fondo de la mujer habitan fantasmas monótonos
que ocupan el lugar de las contradicciones
más allá de la puerta existe la calle
y en la calle polvo, excrementos y cielo
y también ésa es la realidad
y en ésa realidad también existe el amor
buscar el amor es buscarse a sí mismo
buscarse a sí mismo es la más triste profesión
monotonía de las contradicciones
allí donde no alcanzan las leyes
en el corazón mismo de la contradicción
imperceptiblemente
extiendo la mano
y vivo.
(Aldo Pellegrini)

LA CERTIDUMBRE DE EXISTIR
Si
lo he visto todo
todo lo que no existe destruir lo que existe
la espera arrasa la tierra como un nuevo diluvio
el día sangra
unos ojos azules recogen el viento para mirar
y olas enloquecidas llegan hasta la orilla del país silencioso
donde los hombres sin memoria
se afanan por perderlo todo
En una calle de apretado silencio transcurre el asombro
todo retrocede hasta un limite inalcanzable para el deseo
pero tu y yo existimos
tu cuerpo y el mío se adelantan y aproximan
y aunque nunca se toquen aunque un inmenso vacío los
separe
tu y yo existimos
(Aldo Pellegrini)

Nunca te volveré a regalar un paraguas

Elijo el color y el envoltorio. Rebusco la razón, una verdad, el mensaje escrito en mi puño. Sofoco una noche, desvelo un suspiro y espero que llegue una tarde antes de que sea tarde.

Entonces te regalo un paraguas para que puedas ir sola bajo la lluvia. Sola o con quienes quieras, que eso no depende del número ni del tamaño, sino de lo juntas que se pongan las cabezas mientras se anda mirando al suelo para que no salpique el agua de los charcos al pisar.

Es cierto que hay doce razones para todo y que también hay doce razones para todo lo contrario. Por eso sé que se puede considerar mezquino un paraguas, que se puede pintar de frío cualquier latido de un corazón desentrenado, que es sencillo calificar de cobarde a quien no te ata a la pata de la cama.

Pero regalar consiste en practicar un cierto malabarismo contra las decepciones, como bailar en la finísima línea que separa la maravilla que salva vidas del desacierto más estrepitoso. Regalar es exponerse a que los cerdos nos echen todas sus margaritas o a que las margaritas nos acusen de comprar perdones futuros o pasados.

Vemos lo que creemos, cada uno ve el mundo como se lo imagina. Ocurre que a veces el efecto no es el que uno esperaba y, al desenvolver el regalo, uno le escucha al otro decir un gracias tibio, imaginario, casi inhóspito. Un agradecimiento cínico o, lo que es peor, impregnado con la certeza de que por dentro hay escondida una puñalada con ganas de darse.

Cuando eso sucede, tengo que respirar hondo, tres veces seguidas, muy despacio. Entonces la ternura (que es como yo te imagino y es por eso que así te veo siempre) vuelve a inundarlo todo y recuerdo claramente que te regalo un paraguas para que puedas ir sola bajo la lluvia. Sola o con quienes quieras.

Y decido, más convencido que nunca, que claro que  te seguiré regalando paraguas. Ni siquiera es necesario que llueva como hoy ha llovido, como tiene que seguir lloviendo tantas veces de ahora en adelante.

Muy al contrario que en el resto de las cosas que te digo al oído, en ésta, la única mentira está en el título.

LA CASA
Llegó el momento de partir
el hogar en dos.

Bien:
comencemos por los rincones donde las arañas
tejieron también su historia.

Hablemos de los muros y sus cuadros.

¿Cuál eliges?
¿El del día de la boda,
el retrato de la niña
o el de vacaciones en verano?
Quiero el antiguo bodegón
para recordar las comidas familiares.

Mira la casa:
permanece ahí de pié
pero sin alma.

¿Con cuál alcoba deseas quedarte?
¿Aquella donde los gemidos
algunas vez fueron música perfecta?
¿O el cuarto azul
donde echó raíces la cuna para siempre?
¿O el jardín
donde todavía se columpian las sonrisas?
Deseo la terraza,
esa roja plataforma de minúsculos ladrillos
donde lluvias y palomas encontraron su refugio,
donde todavía transpiran las estrellas
y no hay sombra que oculte los engaños.

Te regalo los espejos
saturados de susurros, ecos familiares,
desfigurados rostros
que hoy se desangran en reproches.

Pero tienes razón:
tal vez aquí ya nada nos retenga.

A la frontera tal vez llegamos
entre el amor que vacila y las cenizas.

Viéndolo bien,
no puedo partir en dos la casa:
te la regalo toda
con todo y promesas de futuros sublimes.

Como cortinas viejas
te regalo lo que queda:
este cielo sombrío
y este desvencijado viento
que dejaste al cerrar la puerta principal.

(Lina Zerón, Vino Rojo, 2003)

MUDAR DE PIEL
Lo difícil es mudar de piel
la primera vez.

Después…
Oteas como un diafragma fotográfico
el cuerpo, su intemperie
luego las clandestinas caricias
las voces en murmullo,
los besos tras la puerta
que te obligan a buscar una isla blanca
en marejadas de olvido.

Al mudar de piel vuelves a sentir,
te izas como vela.

En tus sábanas blancas
el mundo es tuyo otra vez.

Lo más difícil es arrancar raíces,
dejar trozos del rompecabezas.

No colgar el bolso de cuero
cuando ves la cama vacía…

Sabes que emigras a una nueva piel.

(Lina Zerón, La spirale du feu, 1999)