Samba

Menciono algunas veces el desencanto y otras veces hablo del descreimiento. No son lo mismo, aunque todo son pérdidas.

Desencantado o descreído es alguien a quien le han robado, que se ha dejado quitar, que ha extraviado o dilapidado un tesoro; aunque son tesoros diferentes en cada caso.

O simplemente, que se le ha escurrido por entre los dedos, por mucha fuerza con que apretara las manos. Supongo que la vida sólo te da aquello que puede quitarte o, quizás, es que te lo da para que lo gastes, lo desgastes y se lo devuelvas vacío, inútil, inerme.

Y desde las pérdidas, la vida resulta tristemente sencilla de entender, especialmente, cuando desaparece el asombro y todo lo que brilla se mide en gasto de combustible en lugar de en maravilla de colores.

Cuesta creer la policía amable, el tío sensato, la ausencia de mafias, el estilo clásico de los besos y el «burn out» que desaparece acariciando caballos. Cuesta creer que «to er mundo e güeno» y aún más cuesta traducir los cuentos de hadas al siglo de las leyes de extranjería.

Los trabajos basura son reales, como el miedo a las estaciones y a las luces azules y al fragor de la burocracia. Es lo bienaventurado lo que resulta raro en un mundo de vilipendios; lo prudente, el atisbo de un exceso en un tiempo de demoliciones sin medida, es lo más difícil de tragar.

Debo tener alguna resistencia rota. La resistencia a la maravilla, el potenciómetro del desánimo desencajado, la válvula de la ilusión atorada.

Cuando perdemos la inconsciencia, dejamos de ser intocables y, en cada abrazo, perdemos un poco más del polvo de las alas de mariposa con las que volamos.

Pero, en realidad, de lo que quiero hablar es de lo contrario. De que aún hay veredictos que pueden sorprendernos y devolvernos a la vida. De que aún hay corazones inamovibles que consiguen temblar en mitad de una historia.

En definitiva, quiero decir que hay momentos de perfil que nos salvagurdan de esa máquina de asfaltar caminos a la que llamamos rutina. Que hay películas que se miden en el brillo de unos ojos, en la comisura de una sonrisa, en el peso de una cabeza vencida contra tu hombro.

Contra lo descreído, propongo pasión. Contra el desencanto, olvido. Y contra ambos juntos y asumidos, propongo samba. Y alguien que me enseñe a bailarla.

Alabanza tuya
Es malo que haya
gente imprescindible.

No es muy buena
la gente que a sabiendas
se vuelve imprescindible.

La fruta
ha de continuar atesorando sol,
no ha de menguar la fuerza del torrente
si por acaso un día
se pierden unos labios.

Pero
         -y este pero me abrasa-
no puedo
decir que sea malo
que tú seas imprescindible.

(Jorge Riechmann)

Amor
Es esto:
Transacciones sin efectivo.

La manta siempre un poco corta.

El contacto flojo.

Buscar más allá del horizonte.

Rozar con cuatro zapatos las hojas muertas
y frotar mentalmente pies desnudos.

Arrendar y tomar en arriendo corazones;
o en la habitación con ducha y espejo,
en un coche alquilado, con el capó hacia la luna,
dondequiera que la inocencia se baja
y quema su programa,
suena la palabra en falsete,
cada vez diferente y nueva.

Hoy, ante la taquilla aún cerrada,
susurran, de la mano,
el avergonzado viejo y la vieja delicada.

La película prometía amor.

(Günter Grass)

Mientras esperamos que ocurra

El segundo anterior siempre es el decisivo.

La víspera nos atrapa
con su inquietud y su temblor.

Porque mientras esperamos que ocurra,
cualquier milagro es posible.

De eso está hecha la vida,
de una imprevista materia oscura
que resplandece justo antes de apagarse,
de la larga espera continua
de todo lo que nunca conseguiremos retener
más que un instante.

Porque la realidad
solo encandila antes de serlo
y después pasa liviana
por entre los dedos
sin dejar más que ceniza.

Porque no sabemos
lo que nos espera a la vuelta de la esquina,
paseamos la esperanza por las aceras,
contra el viento más frío, o la reservamos, amodorrada,
entre los cojines de ese sofá
que sin ti está vacío.

Una llamada solo es un pasatiempo
si no descuelga el auricular la incertidumbre,
la decepción está hecha con la cera
que se va derritiendo mientras la llama que encendimos
brilla estrepitosamente,
el éxtasis sólo es posible
hasta que aprendemos a calcular el estupor.

Si supiéramos, y digo saber profundamente,
como sabe de aire un pájaro suicida,
si supiéramos que detrás de la puerta que se ansía
no hay sino otra igual y también cerrada,
preferiríamos huir inmaculados
hacia donde ya nada pueda esperarse.

Encender la vela
es condenarnos a la oscuridad venidera,
soñar en voz alta
es emprender el camino de la decepción.

Amar es la primera zancada
hacia no consumar el acto,
anunciar una sorpresa es matarla
-y hay tanto asesino suelto,
sobre todo en estas fechas.

Asumamos entonces la lágrima
que sólo puede enjugar la siguiente.

Y sigamos adelante sin mirar atrás,
muy muy despacio,
para que tarde en deshacerse el lazo
y en rasgarse el papel brillante.

Porque toda ilusión conduce al desengaño,
elijamos ir resfriados, distraídos, espesos,
por caminos largos, muy largos,
interminables.

GENERACIÓN ESPONTÁNEA
Este día nublado invita al odio,
predispone a estar triste sin motivo,
a insistir por capricho en el dolor.

Y sin embargo el viento, y esta lluvia,
suenan hoy en mi alma de una forma
que a mí mismo me asombra, y hallo paz
en las cosas que ayer me perturbaban,
y hasta el negro del cielo me parece
un hermoso color.

Cuando no soportamos la tristeza,
a menudo nos salva una alegría
que nace de sí misma sin motivo,
y esa dicha es tan rara, y es tan pura,
como la flor que crece sobre el agua:
sin raíz ni cuidados que atenúen
nuestro limpio estupor.

(Vicente Gallego)