Chicago

A cada edad que transitamos, nos dejamos medio mundo fuera. Trozos que se quedan sin entender, sin vivir o, simplemente, sin saber siquiera que estuvieron ahí.

De niño me decían que era demasiado pequeño para entender lo que pasaba. Ahora recuerdo todo aquello que se me quedó sin vivir cuando fui creciendo. Y aún me espera un trago largo en el que el vértigo me pase por encima y me arrolle sin saber ni cómo ni por qué.

Quizá es que nuestro sitio siempre está en el pasado, cuidadosamente retenido en una memoria que nos miente y nos protege de los delirios. Porque, de aquellos años de destierro, en la charla animada de unas cervezas, contamos con sonrisas en la boca una multitud de anécdotas hilarantes.

Detalles que en sí mismos no tienen demasiada gracia para quien los escucha desde fuera, porque su valor consiste en lo común de haberlos vivido; naturalmente, desde diferentes ojos y diferentes esquinas, aunque de la misma plaza.

Pareciera que áquel era nuestro sitio, aun cuando nos alegramos de haber salido enteros de aquella larga temporada de días monótonos puestos en fila. Pareciera también que ahora nuestro único sitio es recordar que lo fue, y que, después de cerrar los bares, se desintegraran a la vez estos y aquellos momentos sin dejar ni el más mínimo residuo de polvo.

Luego visitamos Chicago, que es otra ciudad en la que somos forasteros. Coleccionando miradas ajenas y moviendo vasos con hielo en la manos, se hace un turismo estático, como si estuvieses sentado en la estación viendo llegar e irse viajeros. Pero las estaciones no son el sitio de nadie, sólo un tránsito hacia lugares menos inhóspitos.

Supongo que tenemos un lugar en el mundo, pero a mí siempre me pilla en otro lado, en otra gente, más allá. Quizá esté en Maine o en cualquier otro sitio lejos de mi casa. Quizás mi casa nunca ha sido mi casa, por mucho que me empeñe en cambiar los muebles de sitio y los cuadros de pared. Quizás mi lugar en el mundo sea no estar en el mundo de nadie, sino sólo en mi mundo, solo en mi mundo, que es un mundo errante que se mueve conmigo.

Aunque también podría ocurrir que no tengamos un único lugar, sino muchos, uno distinto para cada alguien que nos acompaña en un tramo del viaje, y nuestro verdadero hogar sea una mudanza y un idioma en el que hacerla.

Quiero creer que hay un lugar en el que quepo, quiero creer que se mueve con mis pies y con mis manos, quiero pensar que en ese lugar también cabes tú.

Aunque hay noches en que temo que ese lugar sea tan pequeño como un sofá, y que esté tan a la intemperie que solo podamos hablarnos al oído.

Ningún lugar está aquí o está ahí…
Ningún lugar está aquí o está ahí
Todo lugar es proyectado desde adentro
Todo lugar es superpuesto en el espacio
Ahora estoy echando un lugar para afuera
estoy tratando de ponerlo encima de ahí
encima del espacio donde no estás
a ver si de tanto hacer fuerza si de tanto hacer fuerza
te apareces ahí sonriente otra vez
Aparécete ahí aparécete sin miedo
y desde afuera avanza hacia aquí
y haz harta fuerza harta fuerza
a ver si yo me aparezco otra vez si aparezco otra vez
si reaparecemos los dos tomados de la mano
en el espacio
donde coinciden
todos nuestros lugares
(Oscar Hahn)

Televidente
Aquí estoy otra vez de vuelta
en mi cuarto de Iowa City
tomo a sorbos mi plato de sopa Campbell
frente al televisor apagado
la pantalla refleja la imagen
de la cuchara entrando en mi boca.

Y soy el aviso comercial de mí mismo
que anuncia nada a nadie.
(Oscar Hahn)

Volver a empezar

Desde la primera vez que escuché la canción, adiviné que necesitaba escribir todo lo que he escrito. Las siguientes veces, detenido sobre las rimas de su letra, creí entender el motivo de tal necesidad, aunque ahora sospecho que sólo entreví una de las mil caras del prisma.

Sucede, y ahora lo sé — quizá entonces también lo sabía, pero no quería creerlo–, que ningún efecto tiene una sola causa, que toda causa produce residuos; que ambos, causa y efecto, intercambian sus papeles en la química del corazón y en la mecánica de la cabeza.

Que de tanto mirar las estrellas por el telescopio para soñar con el sur, se olvida la mano que siempre coge el teléfono; que tanto aguzar la vista sobre el horizonte y sobre la utopía, disipa el efecto del párrafo cotidiano contado entre risas; que el ruido de las tareas que uno tiene apuntadas en la lista estropea la melodía de cualquier canción.

Que cuando la agenda se agita, las primeras en caer al suelo, para todos, siempre son las mismas citas. Que si lo difícil se olvida al conseguirlo, lo sencillo se convierte en rutina. Que el roce, al mismo tiempo, alimenta el afecto y lo destruye. Que es de aquellas mariposas del estómago de donde vienen ahora los gusanos.

Y que la distancia es el olvido. No te creía, pero ahora sí, lo confieso. Aunque seguimos sin estar de acuerdo: porque tú cantas que los kilómetros son la sustancia del olvido, pero yo afirmo, rotundamente, que los asesinos de la memoria son los milímetros.

Entre el horizonte y el sofá, entre la realidad y la ilusión, entre mi idioma y el tuyo, he perdido el sitio. Y lo ando buscando otra vez por aquí, en este modo de encontrar palabras que decirte al oído.

No sé si lo conseguiré, pero espero poder volver al origen, a empezar por el principio, repitiendo lo primero que dije hace 100 textos: que, sin ti, ya no me gusto.

Quiero escribir palabrasquedecirtealoído para que me inventes bien, no vaya a ser que, luego, también deje de gustarme yo, contigo.

No rechaces los sueños por ser sueños…
No rechaces los sueños por ser sueños.

Todos los sueños pueden
ser realidad, si el sueño no se acaba.

La realidad es un sueño. Si soñamos
que la piedra es la piedra, eso es la piedra.

Lo que corre en los ríos no es un agua,
es un soñar, el agua, cristalino.

La realidad disfraza
su propio sueño, y dice:
”Yo soy el sol, los cielos, el amor.”
Pero nunca se va, nunca se pasa,
si fingimos creer que es más que un sueño.

Y vivimos soñándola. Soñar
es el modo que el alma
tiene para que nunca se le escape
lo que se escaparía si dejamos
de soñar que es verdad lo que no existe.

Sólo muere
un amor que ha dejado de soñarse
hecho materia y que se busca en tierra.
(Pedro Salinas)

Loreak

Sucede de repente y, aunque luego encontramos la explicación que más nos apetece creernos, nadie sabe bien por qué.

Un día aparece alguien. Quizás llevaba años a tu lado o sólo coincidió unos segundos mientras cruzábamos un semáforo.

Es difícil encajar el movimiento entre las rutinas de la vida, difícil combinar el lenguaje preciso con el mensaje. Uno quiere decir «hola» y le sale un «te quiero» o, más frecuentemente, viceversa.

Atrapados en esta imprecisión de los fines y de los medios, perdidos en la traducción de sentimientos en acciones, sucede que dices «vete» queriendo decir «no te vayas», que te sale por la boca «luego» cuando tu corazón está gritando «ahora».

Las palabras son barcos y siempre naufragan, dos cuerpos abrazados conforman un idioma que se transforma en lengua muerta, tres cantautores conectan una vida mientras que otros tres mil la deshacen en rumba y boleros.

Casi siempre nos perdemos en la burocracia de los mensajes, en la letra pequeña de los contratos, en la coma que respira agitadamente en mitad de un párrafo.

Entonces se abandona el idioma propio intentando aprender el ajeno y, al principio, uno avanza deprisa very good, très jolie y picolissima. Tan deprisa, tanto se esfuerzan todos, que parecemos hablar dos lenguas con sus correspondientes metadatos y un acento casi nativo.

Nos hace gracia que alguien diga repodridos, chanchos o que se dirija a nosotros mediante un vos. Parecemos entender lo que nos dicen, paracemos creer lo que decimos. Hasta que un día nos damos cuenta de que leer a Kant en alemán es imposible, que el quijote original se te atraganta por capítulos, que las óperas de Verdi te pasan por encima en italiano.

Pero ya no se puede volver al principio, porque «concha» ya es más que el caparazón de un molusco, porque «vida» es un latiguillo sin concepto, porque «bien» ha significado «mal» tantas veces que no se le puede dar crédito.

Saltar de un tejado al otro y no llegar con los dos pies, es estrellarse contra el suelo. No se pueden tener las cosas a medias, las palabras a medias, los abrazos de medio lado. Las medias se convierten en pantis y se le hacen carreras. Querer dominar dos idiomas es no entenderse con ninguno.

Pero quizás aún haya remedio. Otra vía, otro cruce de caminos, otro sendero sin palabras: las flores. Plantarlas, regarlas y regalarlas, olerlas y pincharse, mancharse las uñas con su tierra y ver su estruendo de color en primavera.

Quizás haya remedio. Aunque me temo que no, que las flores tampoco sólo son flores.

El despertar
Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y se ha volado
y mi corazón está loco
porque aúlla a la muerte
y sonríe detrás del viento
a mis delirios
Qué haré con el miedo
Qué haré con el miedo
Ya no baila la luz en mi sonrisa
ni las estaciones queman palomas en mis ideas
Mis manos se han desnudado
y se han ido donde la muerte
enseña a vivir a los muertos
Señor
El aire me castiga el ser
Detrás del aire hay monstruos
que beben de mi sangre
Es el desastre
Es la hora del vacío no vacío
Es el instante de poner cerrojo a los labios
oír a los condenados gritar
contemplar a cada uno de mis nombres
ahorcados en la nada.

Señor
Tengo veinte años
También mis ojos tienen veinte años
y sin embargo no dicen nada
Señor
He consumado mi vida en un instante
La última inocencia estalló
Ahora es nunca o jamás
o simplemente fue
¿Cómo no me suicido frente a un espejo
y desaparezco para reaparecer en el mar
donde un gran barco me esperaría
con las luces encendidas?
¿Cómo no me extraigo las venas
y hago con ellas una escala
para huir al otro lado de la noche?
El principio ha dado a luz el final
Todo continuará igual
Las sonrisas gastadas
El interés interesado
Las preguntas de piedra en piedra
Las gesticulaciones que remedan amor
Todo continuará igual
Pero mis brazos insisten en abrazar al mundo
porque aún no les enseñaron
que ya es demasiado tarde
Señor
Arroja los féretros de mi sangre
Recuerdo mi niñez
cuando yo era una anciana
Las flores morían en mis manos
porque la danza salvaje de la alegría
les destruía el corazón
Recuerdo las negras mañanas de sol
cuando era niña
es decir ayer
es decir hace siglos
Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y ha devorado mis esperanzas
Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
Qué haré con el miedo
(Alejandra Pizarnik)

Idioma

Y… ¿cómo está aquello? ¿Vas de vez en cuando por allí? -le pregunto, casi sin curiosidad.

No, no, que va -sonríe al responderme, tiene una sonrisa encantadora, una alegría verdadera por el encuentro-. Para poder amar algo, hay que vivirlo plenamente, no se puede tener un pie en cada lado.

Hay personas que desde que las conociste sabes que están en sintonía. Pasa el tiempo, te las encuentras corriendo por la vereda que acompaña al río, y te vuelven a demostrar que siguen en la misma onda en que siempre estuvisteis juntos. Incluso, usan el mismo vocabulario que llevas encendido.

Es verdad -le respondo con la alegría de escuchar palabras a las que muchos les tienen miedo-. Nada más inútil que un corazón dividido. No se puede querer a medias.

Hay personas que hablan y curan, que miran y alegran, que sonríen y consiguen que el mundo deje de ser por un momento ese sitio extraño en donde estamos siempre como de visita.

Hay personas que hablan mi mismo idioma. Por eso mis días son palabras que alguien pronuncia y que no necesito traducir.

¿Qué historia es ésta y cuál es su final?
Ya no quiero ser más vendedor de palabras.

Ya mi cabeza está demasiado aturdida
y mi canción es sólo un montón de hojas muertas.

Me da lo mismo la ciudad que el campo.

Trataré de olvidar los poemas y los libros
abrigaré mi cuello con una vieja bufanda
y me echaré un pan en el bolsillo.

Oleré a mal vino y suciedad
enturbiando los limpios mediodías.

Y me haré el tonto a propósito de todo.

Y sin tener necesidad de triunfar o fracasar
trataré que la escarcha cubra mi pasado
porque no puedo sino hacer estupideces
seguir caminando en estos tiempos.

(Jorge Teillier, adapt. Serguei Esenin, 1996)

LA PORTADORA
Y si te amo, es porque veo en ti la Portadora,
la que, sin saberlo, trae la blanca estrella de la mañana,
el anuncio del viaje
a través de días y días trenzados como las hebras de la lluvia
cuya cabellera, como la tuya, me sigue.

Pues bien sé yo que el cuerpo no es sino una palabra más,
más allá del fatigado aliento nocturno que se mezcla,
la rama de canelo que los sueños agitan tras cada muerte que nos une,
pues bien sé yo que tú y yo no somos sino una palabra más
que terminará de pronunciarse
tras dispensarse una a otra
como los ciegos entre ellos se dispensan el vino, ese sol
que brilla para quienes nunca verán.

Y nuestros días son palabras pronunciadas por otros,
palabras que esconden palabras más grandes.

Por eso te digo tras las pálidas máscaras de estas palabras
y antes de callar para mostrar mi verdadero rostro:
«Toma mi mano. Piensa que estamos entre la multitud aturdida y satisfecha
ante las puertas infernales,
y que ante esas puertas, por un momento, llenos de compasión,
aprisionamos amor en nuestras manos
y tal vez nos será dispensado
conservar el recuerdo de una sola palabra amada
y el recuerdo de ese gesto
lo único nuestro».

(Jorge Teillier, Poemas secretos, 1965)