Fumar en los poemas

Voy a dejar de fumar en los poemas.

Es una decisión metafórica, pero firme,
un pensamiento largamente meditado,
una acción indivisible.

Para que nada siga siendo nada,
para que las palabras empleadas por cuenta ajena
no lleven alquitranes ni cianuros
y te lleguen sin olor a tabaco.

Porque no quiero verte
los ojos rojos por el humo,
por la desconfianza y su estadística
que explica cómo mancha todo de nicotina
la infidelidad de los ceniceros.

Voy a dejar de fumar en los poemas.

El humo que surja después entre los versos
difuminando todos mis intentos de amarte,
ya nunca más será fortuna, nunca más señuelo,
nunca más espejismo en el que mirarte.

Menos que el circo ajado de tus sueños
y que el signo ya roto entre tus manos.

Menos que el lomo absorto de tus libros
y que el libro escondido
de páginas en blanco.

Menos que los amores que tuviste
y que el tizne que alarga los amores.

Menos que el dios que alguna vez fue ausencia
y hoy ni siquiera es ausencia.

Menos que el cielo que no tiene estrellas,
menos que el canto que perdió su música,
menos que el hombre que vendió su hambre,
menos que el ojo seco de los muertos,
menos que el humo que olvidó su aire.

Y ya en la zona del más puro menos
colocar todavía un signo menos
y empezar hacia atrás a unir de nuevo
la primera palabra,
a unir su forma de contacto oscuro,
su forma anterior a sus letras,
la vértebra inicial del verbo oblicuo
donde se funda el tiempo transparente
del firme aprendizaje de la nada.

y tener buen cuidado
de no errar otra vez el camino
y aprender nuevamente
la farsa de ser algo.

(Roberto Juarroz)

No se trata de hablar,
ni tampoco de callar:
se trata de abrir algo
entre la palabra y el silencio.

Quizá cuando transcurra todo,
también la palabra y el silencio,
quede esa zona abierta
como una esperanza hacia atrás.

Y tal vez ese signo invertido
constituya un toque de atención
para este mutismo ilimitado
donde palpablemente nos hundimos.

(Roberto Juarroz)

Detalles

Aquel aroma, sin duda, era la felicidad. En el entramado de la vestimenta a prueba de prisas, no ocupaba ni un miligramo de peso, ni un milímetro de espacio.

Parece raro, lo sé, como si yo ponderara de menos tus otros volúmenes densos, la destreza de unos labios entregándose a la deriva o la textura de ese sitio mágico en donde los dedos del cuello aprenden a entornar los ojos y el mundo.

Como aquel silencio estaba hecho de angustia. El concierto de ascensores, el ir y venir de la frontera transparente y ese cierto tono despreocupado de las conversaciones desganadas, se diluían en el silencio que lo iba ocupando todo, expulsando el aire, condensando los minutos y haciéndolos viscosos.

Me siento abocado a los detalles porque, sin ellos, la escena de los nervios parece ridícula, la fe en la bioquímica resulta inconmovible. Sin ellos, los cuerpos abrazados se convierten en una estadística desangelada y el resultado de toda eliminatoria se reduce a pasar de cuartos o no.

Del mismo modo que conservo, en no sé qué exacto idioma que tanto me cuesta pronunciar más a menudo, la longitud de tus brazos alrededor de mi cuello, he pensado que también debería envolver con cuidado la asfixia de los pijamas verdes y regalármela como recuerdo; para afrontar menos asombrado las noches de sombra que aún me queden. Aunque también pienso que, cuanto menos me asombre el futuro, menos vivo me pareceré.

El nombre de algún color australiano, el peso de una cabeza sobre el hombro, el sonido de una lágrima que se seca en la mejilla, la visión interminable de un fuego, las siglas entendidas como amuleto, el tono de voz con que se reprime un beso o ese pellizo de encontrarte cuando ya daba la cita por perdida, son detalles que tengo guardados para mirar a través de ellos el otro matiz de la vida.

Pero creo que añadiré también, como consuelo del humo propio que se han fumado estos días, otros dos nuevos detalles: las palabras que se escuchan con sabor a herrumbre dulce y el ladrido de los perros que te muerden piernas que no son tuyas.

Y si el futuro me asombrara menos de aquí en adelante, tendré que mirar más adentro de los detalles nuevos y prohibirme los abrazos tibios.

Y cierra
la puerta, vuelve
el rostro: mira al perro
por encima del hombro
izquierdo. Siente la punzada.

También ha sido
zarandeado por la noche, pero
pensando en ello nunca
se salva cosa. Vale
sólo luchar contra el caolín molido
de la esperanza, una
y otra vez sacar brillo al mismo objeto,
roer el mismo juguete.

(Juan Carlos Suñén, El hombro izquierdo, 1997)

Si el instante reclama
su derecho al pasado,
si tanto se parecen
la luz, el vaso, el libro,
tanto él mismo, esa mano, el derrotero
del día. Si no hay otra diferencia
que el momento siguiente, ¿a qué venimos?
¿A qué se vuelve el signo, la lectura
de un verso de perdón, la algarabía
de los pájaros? ¿Dónde?
¿A qué se vuelve que no es ya el recuerdo
sino una vana y seca
solicitud? ¿Qué puede
la intención, qué la prisa,
la delación de un nuevo sobresalto
ganado o no, qué puede
que cambia todo en este lance y torna
prudente la mirada,
la tentación consuelo,
aperitivo el vino?
(Juan Carlos Suñén, La prisa, 1994)