Adolescente y viejo son dos caras de la misma tristeza, cuando la invisibilidad nos separa del mundo.
Hace falta un espejo, deprisa, un espejo que nos permita vernos, una luz que nos ilumine, una voz que no pase de largo y se nos quede grabada dentro la como banda sonora de un corazón que parece inexplicable.
Se olvida que tuvimos dieciséis cuando cumplimos los diecisiete y así sucesivamente van descarrilando vagones del calendario y quedando atrás en llamas.
Pero este momento, cuando la miro y veo lo preciosa que es, cuando sus brazos me envuelven y la noche tiene el tacto de una piel desnuda y el tiempo pesa lo que una cabeza sobre mi hombro, puedo jurar que estoy vivo, que me siento infinito, que no soy la anécdota que se cuenta en una noche de parque bajo las estrellas.
Aceptamos, seguramente, el amor que creemos merecer, el que conocemos, el que somos capaces de entender. Y cuando dejamos de merecerlo, de conocerlo o de ententerlo, un vacío muy hondo y muy ancho nos abre desde la boca del estómago hasta el túnel sin luces en el que acabamos entrando.
No somos supervivientes, somos héroes de una historia que se vuelve sepia y descolorida. Somos héroes si, al recordar todo lo perdido, nos damos cuenta de que esto no es sino otro principio.
¿Dónde se quedaron los amigos? Aquí dentro, ahí fuera, sobre el espejo en que nos miramos y nos reconocemos el día después de la víspera.
Somos héroes aun sabiendo que no podemos salvar a nadie, excepto, quizás, a nosotros mismos; y sólo por hoy.
Imaginar los sitios posibles donde estabas…
…en un rincón del año…
Supongo que también te dejarán a ti este mismo vacío, esta impaciencia por estar sin nadie mientras se nos olvida todo el calor que duele de olvidado.
El naufragio es un don afín al hombre.
Después de que sucede suelen tener las huellas esa incomodidad que tienen las mentiras, el recuerdo es un dogma, la soledad el pecho que tú me acariciaste.
Pero cambiando de conversación el tiempo -buen amigo que deforma el pasado como el amor a un cuerpo- hará que cada día no parezca un disparo, que volvamos a vernos una tarde cualquiera, en un rincón del año y sin sentir demasiada impotencia.
Será seguramente como volver a estar, como vivir de nuevo en una edad difícil o emborracharnos juntos para pasar a solas la resaca.
Igual que quemaduras debajo de los dedos, en un segundo plano seguiremos presentes y esperando ese momento exacto del náufrago en la orilla, cuando al salir del mar me escribas en la arena: «Sé que el amor existe, pero no sé dónde lo aprendí».
Como todas las mañanas de este verano apacible y no tan desértico como muchos de sus predecesores, me levanto tarde. He perdido el control del sueño, como siempre lo pierdo en cuanto me descuido un poco, y mi cuerpo me dicta los pasos a seguir.
No puedo achacarle al calor mis desavenencias con las horas de la cama. Quizás sea mi propia naturaleza la que me empuje a esta noche perpetua en la que me sumerjo, debo decir, que con agrado. Siempre he pensado que, de noche, el mundo es más pequeño, y ahora entiendo que yo solo sé ir por caminos estrechos y mal iluminados.
El caso es que no hago nada en todo el día. Nada que se pueda plasmar en una novela de éxito, nada que se pueda contar a desconocidos vagamente familiares ni a familiares vagamente desconocidos. Nada que rellene una conversación medio sensata entre dos adultos responsables y coherentes. Nada.
Y sin embargo paso las venticuatro horas del día, y digo venticuatro porque me temo que también durante mis sueños me dedico al fantaseo, imaginando situaciones, sucesos, conversaciones, rostros… Me dedico a «vivir» en mis propias carnes, muertes, enfermedades, rupturas, éxitos, idilios, sexo y un buen número más de anécdotas imposibles que no se pueden contar.
Porque la vida por dentro es la vida o, al menos, mi vida, la vivo intensamente durante las horas lentas que rellenan estos días de espera. Pero no puedo contar mi vida a nadie, ni siquiera a ti, porque no es la verdad verdadera que todo el mundo reclama con la devoción de una fe a la que aferrarse.
No es ni cierta ni falsa, solo es mi vida conmigo, el modo que tengo que pensar, de sentir y de contarme a mí mismo todas las mentiras que necesito para averiguar hacia dónde quiero caminar.
Como todas las mañanas, y todas las tardes, y todas las noches, una de mis dedicaciones consiste en intentar encontrar algo de esa vida que pueda decirte por teléfono. Pero a duras penas encuentro algo que no me dé pudor contarte; a duras penas encuentro algo que no me dé un miedo atroz explicarte; a duras penas encuentro algo de mí que decirte sin llamar a la decepción.
Conociste más de mí cuando escribía para nadie que cuando hablo contigo. Me duele la veracidad de esa afirmación y, sin embargo, no se me ocurre otra manera de vivir más cerca del escaparate.
Como todas las mañanas, converso contigo sin que estés presente y luego, cuando lo estás, callo lo conversado. A pesar de tanto tiempo pasado, a pesar tantas palabras vertidas, de tanto amor y tanta poesía, te tengo miedo. Eres el enemigo y, en cuanto algo se me escape que no te guste, volverá la escena del malentendido y nos alejaremos un poco más.
Como todas las mañanas me levanto con miedo. Pero no es miedo a perderte, sino a estropearlo todo en el último instante.
Supongo que es un miedo que solo perderé cuando ya todo esté estropeado y sea imposible volver atrás. Y como todas las mañanas pienso, espero, deseo, que no sea hoy.
Deixis en fantasma Aquello.
No eso.
Ni -mucho menos- esto.
Aquello.
Lo que está en el umbral de mi fortuna.
Nunca llamado, nunca esperado siquiera; sólo presencia que no ocupa espacio, sombra o luz fiel al borde de mí mismo que ni el viento arrebata, ni la lluvia disuelve, ni el sol marchita, ni la noche apaga.
Tenue cabo de brisa que me ataba a la vida dulcemente.
Aquello que quizá hubiese sido posible, que sería posible todavía hoy o mañana si no fuese un sueño.
Ha sido un día fantástico, templado, suave. La tarde ha funcionado como una seda que va resbalando por tu piel desnuda y la noche está habitando en mí como madriguera confortable. Pero me siento triste, terriblemente triste, porque puede que el día de mañana no sea fantástico, que la tarde de mañana se me atranque en un par de palabras, que la noche de mañana me destierre hacia el ridículo.
Me ha tocado la lotería, ese tipo de sorteo que sólo toca una vez en la vida. Debería estar dando brincos, gritando histérico de alegría, abrazando a todo el que se cruza a mi paso. Tendría que tener una excitación impertinente y manchas diversas por debajo de las axilas de tanto soñar en lo que puedo hacer con el premio conseguido.
Pero me siento triste, terriblemente triste, porque puede que mañana no vuelva a tocarme la lotería, porque puede que me toque menos de lo que yo esperaba, porque puede que mañana me descubra rompiendo el boleto en añicos antes de mirar si está premiado o no.
Sí. Me lo han dicho: «te quiero». Con su compleja ortografía de incógnitas que no se despejan, con su antigua pronunciación de labios entumecidos por la historia que se les agolpa en la saliva. Y yo, debería tener el pecho repleto, los ojos redondos del placer acústico y las manos abiertas deseando constatar en base al deseo de los cuerpos todos los verbos que aun me quedan por emplear.
Pero me siento triste, terriblemente triste, porque tal vez mañana no me lo digan, no me lo repitan. Y si lo hicieran, tal vez haya un tic de desamor en el tono, una desaprobación camuflada en el acento, una desilusión escondida entre las dos palabras en cuestión.
Estoy terriblemente triste porque puede que mañana me digan, no ya lo contrario, que al fin y al cabo sería algo puro y sólido, sino nada, absolutamente nada. O, y esto sería mucho peor, que sólo me dijeran algo a medias, entre un sí y un no, sin descartarlo pero para que no me lo crea ni nadie dé nada por prometido.
Terriblemente triste, estoy escribiendo todo lo que puede que mañana no me suceda, concentrándome en lo negativo, dejando que se me escape la noche, la lotería, la declaración de amor y un par de poemas que quizás me hubieran bendecido si no estuviese tan terriblemente decidido a estar triste.
Tendré que acostarme pensando que quizás no duerma, que tal vez me lleguen pesadillas, que puede que alguna tormenta azote las persianas, que mañana saldrá todo mal y que puede hasta que llueva.
Si alguien me convenciera de que todo lo malo que ha ocurrido hoy puede que no ocurra mañana, sin que sirviera de precedente, me sentiría por una vez terriblemente alegre.
Alegre o triste, pero terriblemente. De ahora en adelante pido que siempre todo me sea terriblemente: inocente o culpable, turbio o puro, valiente o cobarde… Que todo me llegue terriblemente. Incluso, si alguna vez pudiera llegar a comprenderte del todo, quiero comprenderte terriblemente; terriblemente y no de ningún otro modo.
RESQUICIOS Y RESCOLDOS Hay resquicios como encendidos rescoldos y rescoldos que son presencias sinuosas que cotidianamente nos habitan.
Viven en nosotros alimentándose de sí mismos, de lo que fuimos, de lo que alguna vez volveremos a ser, bueno o malo.
Sólo somos sus impávidos anfitriones, incubadoras, matrices donde a veces van creciendo y cuando en los resquicios los rescoldos se inflaman, se ponen al vivo rojo, en los rescoldos los resquicios se destemplan, se exacerban, pueden salirse de madre.
Entonces hacemos cosas inauditas, acaso terrible: y nadie nos conoce ya, ni nosotros mismos nos reconocemos. Porque una sola masa informe, magma atroz, puro caos, nos desquicia.
Porque ahora es antes y antes después y siempre, y todo terriblemente diferente, porque todo es turbio en su inexorable lógica expedita, porque nada entendemos ya o tal vez demasiado, y siempre, siempre hay consecuencias…
(Enrique Jaramillo Levi)
ESCRITURA Afuera llueve Tu mano escribe a mi lado un poema Veo caer la lluvia Los trazos emiten un sentido En los charcos de la calle flotan palabras Una lenta humedad de signos nos ciñe al respirar Estoy empapado de ti cuando te leo Somos ya una misma esencia atrapada entre agua y escritura.
¿Por qué ayer sí y hoy no? Sé que hay doce razones para todo.
Escribo aquí por la soberbia de creer que puedo, por la vanidad de parecerte más listo de lo que soy, por el egoísmo de tenerte pendiente de mis letras. Escribo por el entusiasmo de un reto, por la envidia de los que son capaces de explicar todo con el detalle suficiente para ser entendidos. Escribo para no sentirme solo.
Por la alegría de que me lo hayas pedido, contra la inconsciencia de los efectos secundarios, por si te cambia la vida sin que lo sepas. Escribo por el placer, para añadir coquetería a mi vida, con el atrevimiento de la ignorancia más supina. Y la última, es que escribo porque quiero.
Del mismo modo que deseo por otras doce razones consecutivas, aparentemente distintas, pero muy similares, a las doce por las que quiero, a las doce por las que me siento vivo, a las doce por las que me levanto cada mañana, a las doce por las que canto bajito algunos boleros.
Sé que hay doce razones para todo. Pero -y de esto me acabo de dar cuenta mientras pensaba en las doce razones necesarias para escribir este encargo-, del mismo modo, por la misma razón, sé que también hay siempre doce razones para lo contrario.
Que, además, podrían ser exactamente las mismas sólo que, quizás, con la botella más medio vacía. Y entonces, quizás podría no haber escrito este texto por la soberbia de creer que no puedo, por la vanidad de parecerte más discreto al callar como si supiera de un secreto, por la enorme retahíla de etcéteras que antes puse a favor…
Si la vida se analiza, uno encuentra doce razones para todo, doce para lo contrario, doce para festejar cualquier error, doce para fastidiar el mayor de los aciertos. Pero si se analiza la vida, deja de ser vida y se convierte en un puro razonamiento confuso.
Hay doce razones para todo y para todo lo contrario. Pero la cuestión verdaderamente importante es que yo he elegido escribir.
Hoy sí.
COREOGRAFÍA
Para mí amigo Carlos Cortés
No sé qué cosa es una guerra y tengo como prisión al cuerpo y alma como campo de batalla.
Me debato entre la duda de reflexionar o fluir; esto es situarse en el palco de los espectadores, o estar en cada íntimo instante del milagro.
Vivo de pedacitos, pero aspiro a la totalidad, es decir a Mozart y al poema que me redima y me revele los espacios absolutos y la nada.
Percibo de mí los sitios más secretos: la culpa, una tercera conciencia de las cosas, la dualidad del pensamiento, la ira pequeña por lo que ya ocurrió.
Pero he vivido poco. Treinta años.
Dos amores de piel y un querer abandonar esta espera que me señala la vida.
Anhelo la anarquía, el más tierno desorden del amor, la cábala los relojes de arena y una habitación sencilla.
Quiero tener un destino trazado de antemano, encontrarme con Dios y los abismos y no tener conciencia de la llama.
Ser la llama misma y la aventura.
Pero vengo de soledades últimas, de conversaciones que nunca concluyeron, de espejos que me miraron desde la infancia hasta ahora, de abandonados armarios de caoba que fueron de tías o de abuelas remotísimas.
Cuán poco he vivido.
No conozco la guerra. Y tampoco la paz.
Me duele la orfandad, el desarraigo, el sentirme extranjera en cualquier sitio, el no pertenecer a una familia o a una patria.
No puedo narrar una batalla; ni hablar del hambre y de la peste, ni escribir la canción de algún soldado herido, ni hablar de mujer violada, ni decir cómo es un cementerio después de una llovizna.
Pero anhelo decir en el poema que la vida me conmueve, que respiro mejor cuando me entrego, que necesito amar de la manera más simple y primitiva.
Me gusta la paz y la defiendo y la guerra cuando es justa, y el sabor de las mandarinas cuando llega el verano, que me gusta ser una y arraigarme en el cosmos, y sentir que mi vida palpita al mismo tiempo que la vida, aunque no haya vivido, aunque mi hambre sea de infinito, aunque no sepa expresar que por alguna razón precisa estoy aquí, a punto de vencer, a punto de morir, de vivir.