El último mensaje

Ciclos o círculos, da igual. Los abrimos o los cerramos, los dejamos abiertos mientras se vician o nos dan vueltas en la cabeza con insistencia.

¿Qué queda de los mil anteriores? La memoria de los seres humanos es caprichosa y de las largas listas que vamos construyendo en todos los órdenes de la vida, casi todo se pierde en el olvido.

¿Cuántas veces habré escrito? Se han quedado por el camino todas las palabras. Quizás sea el sitio en donde deban quedarse, para dejar paso a otras nuevas, a otros círculos que redondear buscando el centro.

De casi todo, siempre recordamos lo primero y lo último. Hay una cierta maldición para lo que pasa entre medias, que se difumina entre las neuronas y pasa a algún lugar remoto de la realidad. Y no siempre el primero escapa de esta ruina, que a veces se confunde cuando hacemos recuento.

Pero siempre nos queda el último. Se nos queda más presente, más cercano, más fresco. Incluso aunque no sepamos que lo es, el último amor, el último abrazo, el último beso, se nos adhieren de tal modo que ya forman parte de lo que somos.

Quizás debería haber guardado, como un consumado escritor de finales, la mejor frase para la última página, el mejor verso para la última estrofa. Pero la voluntad no basta, me temo, y el último suspiro no avisa de su condición postrera ni deja entrever la huella que de él quede después.

Debería haber guardado la mejor palabra para que fuese la última, para arañarte en el recuerdo y hacerlo imborrable. Y de este modo, lanzar un mensaje al futuro con la esperanza de que dure hasta el final.

Pero he preferido que sean palabras antiguas y que no pesen, he preferido que el último mensaje no diga nada nuevo, que pase casi desapercibido por entre todas las cosas que te he dicho al oído.

El último mensaje no desvela secretos definitivos, no desata laberintos, no renuncia a ser uno más de entre los otros muchos escritos.

Quería que el último mensaje sólo dijera lo que siempre me dices, lo que siempre te digo, lo que aún me queda por decir.

¿Hablamos, desde cuando?
¿Quién empezó? No sé.

Los días, mis preguntas;
oscuras, anchas, vagas
tus respuestas: las noches.

Juntándose una a otra
forman el mundo, el tiempo
para ti y para mí.

Mi preguntar hundiéndose
con la luz en la nada,
callado,
para que tú respondas
con estrellas equívocas;
luego, reciennaciéndose
con el alba, asombroso
de novedad, de ansia
de preguntar lo mismo
que preguntaba ayer,
que respondió la noche
a medias, estrellada.

Los años y la vida,
¡qué diálogo angustiado!
Y sin embargo,
por decir casi todo.

Y cuando nos separen
y ya no nos oigamos,
te diré todavía:
«¡Qué pronto!
¡Tanto que hablar, y tanto
que nos quedaba aún!»
(Pedro Salinas)

Planes (y tulipanes)

Es inútil que te empeñes en hacerte creer que vives el momento, si todo consiste en echar cerrojos a los párpados del futuro.

Recuerda cuando éramos niños, quiero decir cuando aún no teníamos edad para ser otra cosa que niños, y mirábamos la escena del asesino a través de los dedos entreabiertos de la palma de nuestra mano minúscula y suave. ¿Acaso dejaba de morir la desafortunada joven, el vaquero desprevenido, el héroe irremediable que invadían la televisión y nuestras pesadillas?

Claro que no. Apagar la luz no evita el deseo ni el insomnio, taparse la cabeza con la almohada no elimina los espíritus ni despista al camión de la basura, cerrar los ojos en mitad de la sala abarrotada no evita que los demás nos miren con desdén mientras la tierra se empecina en no tragarnos.

No se puede vivir en el presente, por mucho latín que se sepa, ni aunque hayamos visto siete veces «El club de los poetas muertos». No se puede vivir en el presente porque el corazón del hombre nace del porvenir y en él y por él se muere. Porque cada latido es un pequeño anticipo de los siguientes, porque el presente continuo es el germen de todo lo que siempre se está yendo y nunca vuelve.

Cada quien es libre de elegir sus propios demonios, cada quien decide cuando matar las nubes, cada uno escoge el reducto de sus paranoias. Rosas o tulipanes, cada uno escoge su lado de la cama y su personal estilo de no parecer ridículo.

Pero del mismo modo que no contestar ya es dar una respuesta, no querer hacer planes es hacerlos mal de oficio, caminar a oscuras en mitad del día, entregar el acordeón a la furia del olvido, llevar la cabeza de un avestruz sobre el cuello de un hombre.

A las rosas, a los sueños, les debemos, al fin y al cabo, la próxima rosa, el tulipán siguiente, la sucesiva treta de los débiles que nos impulsa a pronunciar palabras como si fueran mágicas.

Y, aunque pueda parecer rara la edad que tengo para esta afirmación tan arbitraria, lo cierto es que lo son. Las palabras más mágicas de este mundo, y de todos los posibles, son esas con las que se tejen los planes que, luego, quien sabe, tal vez no se cumplirán nunca.

ORACIÓN
Para mis días pido,
señor de los naufragios,
no agua para la sed,
sino la sed,
no sueños
sino ganas de soñar.

Para las noches,
toda la oscuridad
que sea necesaria
para ahogar
mi propia oscuridad.

(Piedad Bonnett, Las tretas del débil)

LOS HOMBRES TRISTES NO BAILAN EN PAREJA
Los hombres tristes ayuentan a los pájaros.

Hasta sus frentes pensativas bajan
las nubes
y se rompen en fina lluvia opaca.

Las flores agonizan
en los jardines de los hombres tristes.

Sus precipicios tientan a la muerte.

En cambio,
las mujeres que en una mujer hay
nacen a un tiempo todas
ante los ojos tristes de los tristes.

La mujer-cántaro abre otra vez su vientre
y le ofrece su leche redentora.

La mujer-niña besa fervorosa
sus manos paternales de viudo desolado.

La de andar silencioso por la casa
lustra sus horas negras y remienda
los agujeros todos de su pecho.

Otra hay que al triste presta sus dos manos
como si fueran alas.

Pero los hombres tristes son sordos a sus músicas.

No hay pues mujer más sola,
más tristemente sola,
que la que quiere amar a un hombre triste.

(Piedad Bonnett, Las tretas del débil)

Ensayo y error

Te acordarás enseguida, porque la memoria
es un tigre acorralado por el tiempo,
que de los aciertos y de las rimas
ya no te queda ni rastro;
si acaso,
un color indistinguible en las tardes aburridas,
una luz avejentada y estática sobre los pájaros.

En cada error estuvo el bronce
de lo que fuimos. La mano
que nos va esculpiendo a golpes
siempre empuña el espasmo,
el afilado borde que tiene
todo aquello que no hicimos.

Pero si te fijas, las flechas
que no dieron en el blanco,
las notas desafinadas en la partitura,
los borrones que se esconden
en la cara oculta de cada página,
son la brújula que nos ahuyenta
hacia el siguiente naufragio,
hacia el próximo huracán.

Hay que desenvainar el futuro,
sin medir la altura de la vida
por la que se transita,
y abrirse paso por el mundo,
con más temor de olvido que de fracaso,
pues sólo hay un error terrible,
una única e inexorable equivocación última:
esa que ya nadie, entonces,
sabrá perdonarnos.

LA PIEDAD DEL TIEMPO
¿En qué oscuro rincón del tiempo que ya ha muerto
viven aún,
ardiendo, aquellos muslos?
Le dan luz todavía
a estos ojos tan viejos y engañados,
que ahora vuelven a ser el milagro que fueron:
deseo de una carne, y la alegría
de lo que no se niega.

La vida es el naufragio de una obstinada imagen
que ya nunca sabremos si existió,
pues sólo pertenece a un lugar extinguido.

(Francisco Brines, La última costa, 1995)