Felicidad

Si es que no decimos claramente lo que querermos o si es que no queremos claramente lo que decimos, el caso es que todo el mundo es infeliz.

Sea porque queremos lo que no podemos o porque podemos lo que no queremos, el caso es que la infelicidad se expande por el mundo.

Buen padre y siquiatra, sensible maestra compositora, timido y solitario agente de seguros, sensual escritora de éxito, vecina amante del helado, esposos de largo abolengo conyugal o madre orgullosa, la frustación nos catapulta hacia la paradoja de la infelicidad.

Quizás, del mismo modo que la vida acaba en muerte irremisible y que, por tanto, sólo el roce con el camino a través de los pasos ofrece alguna clase de sentido al viajero, tal vez, también, sean las lágrimas y las risas las que midan el trayecto que une y separa la felicidad de la existencia.

Quiero decir que nos queda el deseo, que es esa lucecita caprichosa que alumbra siempre el otro lado del la calle en la que estamos, que hace resplandecer otro cuerpo como si en su brillo estuviera el bálsamo y todas las curas.

Quiero decir que sin el ansia, sin la pulsión hacia la otra orilla, sin el latido contradictorio de un pensamiento que al expandirse nos contrae, sin la ausencia imaginaria de eso tan apetecible que vemos en los otros, tal vez no seríamos humanos.

Entiendo que las personas no somos hasta que no deseamos, que vivir es ir persiguiendo sombras, que sentir conduce a imaginar. Entiendo que no, que yo no pregunto, yo deseo.

Sea porque la pasión es lo que nos mantiene vivos, sea porque estamos vivos para mantener la pasión, el caso es que nadie es feliz en mitad de la maraña. Y nunca se llega a la zanahoria que colgamos en la punta del palo; y, cuando se llega, resulta que estaba hecha de un aire que se muerde con rabia y deja la garganta llena de polvo.

Quizás la felicidad esté en el último poema, en la familia de cinco soledades reunidas en la misma mesa, a donde llegar con ojos de chiquillo y decir sonriendo «me he corrido».

Pero sea porque no escuchamos correctamente lo que nos dicen, o sea porque no nos dicen correctamente lo que escuchamos, el caso es que siempre queda un final pendiente de resolver en todas las historias y un alguien a quien acercarse del que, más tarde, luego, nos querremos alejar completamente.

LA CONDENA
El que posee el oro añora el barro.

El dueño de la luz forja tinieblas.

El que adora a su dios teme a su dios.

El que no tiene dios tiembla en la noche.

Quien encontró el amor no lo buscaba.

Quien lo busca se encuentra con su sombra.

Quien trazó laberintos pide una rosa blanca.

El dueño de la rosa sueña con laberintos.

Aquel que halló el lugar piensa en marcharse.

El que no lo halló nunca
es un desdichado.

Aquel que cifró el mundo con palabras
desprecia las palabras.

Quien busca las palabras lo cifren
halla sólo palabras.

Nunca la posesión está cumplida.

Errático el deseo, el pensamiento.

Todo lo que se tiene es una niebla
y las vidas ajenas son la vida.

Nuestros tesoros son tesoros falsos.

Y somos los ladrones de tesoros.

(Felipe Benítez Reyes)

Pretextos y ser feliz

EL VIAJERO

para Javier Egea

Te acompañaban siempre los violines.

Tus poemas estaban en ti como los peces
en el fondo de un río.

Eso es lo que vi en ti:
peces en el desierto,
música amenazada.

Te vi hacer bosques y subir montañas,
te vi cavar abismos con tus manos.

No supe dónde ibas.

Te vi buscar la sombra entre la luz,
te vi buscar la muerte entre la vida,
y no pude entenderte.

Yo no sé qué has ganado, pero sé qué has perdido:
tu música,
                      tus peces,
                                            tus montañas azules.

No puede ser feliz quien entierra un tesoro.

No puede ser feliz
quien envenena el agua de su vida.

(Benjamín Prado, Un caso sencillo, 1986)

Quizás si no hubiera escrito en este rectángulo, mi vida me pasaría desapercibida, confundida entre la multitud que se cruza entre las velas, dentro del río de gente que inunda las calles en noches como ésta.

Puede que, aunque no escribiera, tampoco llamara mi atención. El brillo de las palabras es incontrolable, tan imprevisto como la coincidencia de un autobús, tan curioso como las formas que adopta una nube en el cielo de un niño.

Investigar las causas y los efectos solo es un pretexto para continuar con lo que ya se había decidido. Justificar la mansedumbre, embriagarse de vocabulario, amartillar los adverbios ante un pronombre asustado. Discernir es un mero pretexto para no querer ser consecuente con la evidente verdad de la fisiología.

Así me tomo la literatura, como excusa que invoca una ceremonia delicada. Para esta liturgia amarga y sublime de sentarnos enfrente de la pantalla y conversar en silencio.

Algunas veces, confieso que echo de menos un cuerpo al que asirme, que me ofrezca un calor ajeno que, a golpe de roces y fragores de batalla, acabe confundiéndose con el mío propio. Pero enseguida me doy cuenta de que esa nostalgia comedida sólo es un pretexto que esgrimo contra mi cobardía calculada.

¿Pero perder qué, si todo se pierde, si nada puede retenerse?

Estoy descubriendo, no sin una cierta tristeza suave con la que no contaba en mis planes, que tiene este blog una luz avejentada, un velo de error embellecido, el maquillaje sutil de un desasosiego largamente amamantado. El de saber que, a la frustración y sus fracasos, le debemos tanto como a los recuerdos, como a los sueños. Tanto como a la vida.

Les debemos ese delicadísimo hilo que separa los pretextos y ser feliz.

EL VIAJERO

para Javier Egea

Te acompañaban siempre los violines.

Tus poemas estaban en ti como los peces
en el fondo de un río.

Eso es lo que vi en ti:
peces en el desierto,
música amenazada.

Te vi hacer bosques y subir montañas,
te vi cavar abismos con tus manos.

No supe dónde ibas.

Te vi buscar la sombra entre la luz,
te vi buscar la muerte entre la vida,
y no pude entenderte.

Yo no sé qué has ganado, pero sé qué has perdido:
tu música,
                      tus peces,
                                            tus montañas azules.

No puede ser feliz quien entierra un tesoro.

No puede ser feliz
quien envenena el agua de su vida.

(Benjamín Prado, Un caso sencillo, 1986)